Tradición y tradiciones
Quien tiene boca se equivoca. Ayer El Mundo publicó
un artículo mío sobre la renuncia del Papa, que ha disgustado a algunos amigos,
señal de que no supe explicarme con la finura necesaria para que personas que
me conocen entendieran el mensaje. Sirvan estas líneas de cribado del artículo,
para quitar la paja y dejar el grano.
Adelanto que, en mi opinión, el título distorsiona completamente el sentido del
artículo. Como casi todo el mundo sabe, los títulos no los pone el autor, sino
que dependen muchas veces del espacio disponible, de los artículos de
alrededor, del tono que quiera dar el periódico a toda la noticia, y hasta de
las preferencias del redactor de cierre. En mi caso, el título natural, Ruptura
de la tradición, fue “robado” para la portada del diario, y a mi artículo se le
llamó “Traición a la tradición”. Pienso que el uso del término “traición”, que
no aparece ni una sola vez en mi artículo, tiene tal carga semántica que
predispone a interpretar lo que he escrito en una clave que no es la mía.
¿Y qué he querido realmente decir? En modo alguno he querido criticar la
decisión del Papa, sino intentar explicar los motivos por los que pienso que ha
tomado esa decisión. El punto de partida, mantenido a lo largo de todo el
artículo, era que Benedicto XVI ha renunciado con plena conciencia y con total
seguridad de que eso es lo que le pedía Dios. Son sus palabras, repetidas en
todas partes, y que no repetí porque aparecen en el cuerpo de la información
publicada por ese medio. El artículo no lo pone en duda para nada.
Tras desechar algunas razones aducidas sobre la causa de la dimisión (una
enfermedad sobrevenida, una huida ante la dureza de los abusos o por el
escándalo de los Vatileaks, o la falta de fuerzas físicas), me centro en
explicar cómo lo he entendido yo. En modo alguno he pretendido calificar su
decisión ni entrar en la conciencia de nadie, y menos aún en la del Papa, por
el que nutro una especial veneración. Ni una sola frase del artículo le juzga,
sino que describo –quizá con acierto, quizá equivocadamente– el dilema de
Benedicto XVI como el de quien se siente aplastado entre dos planchas de acero:
ve con claridad que la guía de la
Iglesia necesita una persona vigorosa, y entiende que una
renuncia supone una ruptura con la tradición. Ha debido de ser tremendo para
él, por la radicalidad de las consecuencias y por el tiempo en que lo ha
meditado: casi un año de reflexión.
Romper las tradiciones no es malo, es… completamente nuevo. Y Benedicto XVI lo
ha hecho, con plena conciencia de que lo hacía, y con plena seguridad de la
bondad de esa decisión, tomada en la presencia de Dios. Y decirlo no es ninguna
ofensa al Papa, sino poner de manifiesto… lo que todos tienen ante los ojos.
Es más: si hace una semana alguien me hubiera hecho la pregunta hipotética de
si un Papa podía dimitir, hubiera respondido como respondió la Santa Sede entre
octubre de 2002 (fecha en que Juan Pablo II dejó de celebrar la Misa de pie) y su
fallecimiento en abril de 2005. Posible jurídicamente, altamente improbable…
por la fuerza de la tradición en la Iglesia.
El meollo de la discusión está en entender la diferencia en la Iglesia católica, y para
Benedicto XVI en particular, entre Tradición, con mayúscula, y las tradiciones.
Benedicto XVI –y lo mencionaba en el artículo– ha sido siempre el mejor
guardián en la Iglesia
de la Tradición
con T mayúscula, que ha defendido a capa y espada siempre que alguien la ha
puesto en entredicho: en la liturgia, el dogma, la moral. Pero ante las
tradiciones con minúscula en la
Iglesia se ha comportado con enorme libertad de espíritu, y
no se ha sentido vinculado por ellas. Se saltó a la torera la tradición de que
no se podía criticar al clero públicamente y que ante una acusación de abusos,
lo tradicional era ocultarlo a la comunidad cristiana y a las autoridades
públicas; pasó por encima de la tradición de que los sacerdotes que se habían
equivocado podían ser castigados, pero los obispos no; y mandó a paseo la
tradición de que un Papa no tiene opiniones personales, sino que habla siempre
con la autoridad del Pontífice, y como teólogo escribió lo que le vino en gana
y pidió expresamente que estaba abierto a debatir sus tesis.
Como ha titulado el ABC, Joseph Ratzinger es un hombre libre, tan firme en sus
convicciones que puede dialogar con quien haga falta, sea filósofo agnóstico
como Habermas, teólogo rebelde como Hans Küng, rezar con el gran muftí de
Estambul o dialogar sobre los escritos de Lutero con los obispos luteranos.
Quizá haya podido sorprender que describa la situación del Papa como “crisis”.
Uso la palabra crisis como el momento de incertidumbre ante una situación
grave, trascendental y apremiante, que es el sentido de las siete definiciones
del Diccionario de la
Real Academia Española de la Lengua. Decir que el
Papa ha sufrido una crisis espiritual (y no física) pienso que no es ofenderle,
sino todo lo contrario: lo incomprensible sería pensar que ha tomado esta
decisión en una situación sin ningún tipo de presión. Crisis espiritual no es
una pérdida de fe, sino la situación ante un cruce de caminos en que las dos
opciones tienen gran trascendencia. Y nadie mejor que él para saberlo.
Dicho todo esto, reconozco que el símil del divorcio es desacertado, y que la
revisión final a toda prisa para ajustar el texto al espacio realmente
disponible dejó fuera muchas frases que lo hacían más discursivo y suave, con
lo que el resultado final parece una razonamiento a uña de caballo. Culpa mía.
Si alguien se ha sentido ofendido por lo que he escrito, es señal de que no he
sabido explicarme bien, y le ruego que acepte mis disculpas más sinceras.