viernes, 27 de marzo de 2015

Santa Marta 20150326

Podemos imaginar la alegría de Abraham, exultante de gozo en la esperanza de llegar a ser padre, como Dios le promete (Gen 17,3-9). Abraham es viejo, igual que su mujer Sara, pero cree, abre su corazón a la esperanza y se queda lleno de alegría. Jesús, en el Evangelio de hoy, recuerda a los doctores de la ley que Abraham exultó en la esperanza de ver su día y quedó lleno de gozo (Jn 8,51-59).

Y eso es lo que no entendían aquellos doctores de la ley. No comprendían la alegría de la promesa; no entendían la alegría de la esperanza; no comprendían la alegría de la alianza. ¡No lo entendían! No sabían gozar, porque habían perdido el sentido de la alegría, que solo viene de la fe. Nuestro padre Abraham fue capaz de alegrarse porque tenía fe: fue justificado por su fe. Éstos, en cambio, habían perdido la fe. Eran doctores de la ley, ¡pero sin fe! Y peor aún: ¡habían perdido la ley! Porque el centro de la ley es el amor, el amor a Dios y al prójimo.

Solo tenían un sistema de doctrinas concretas que precisaban cada día más para que nadie lo tocase. Hombres sin fe, sin ley, apegados a doctrinas que acaban siendo una casuística: ¿se puede pagar el impuesto al César o no? ¿Esta mujer, que ha estado casada siete veces, cuando vaya al Cielo será esposa de los siete? Todo casuística… Ese era su mundo, un mundo abstracto, un mundo sin amor, un mundo sin fe, un mundo sin esperanza, un mundo sin confianza, un mundo sin Dios. ¡Por eso no podía alegrarse!

A lo mejor esos doctores de la ley podían hasta divertirse, pero sin alegría, es más, con miedo. Esa es la vida sin fe en Dios, sin confianza en Dios, sin esperanza en Dios. Y su corazón estaba petrificado. Es triste ser creyente sin alegría, y no hay alegría cuando no hay fe, cuando no hay esperanza, cuando no hay ley, sino solo prescripciones, doctrina fría. La alegría de la fe, la alegría del Evangelio es la piedra de toque de la fe de una persona. Sin alegría, esa persona no es un verdadero creyente.

Repitamos estas palabras de Jesús: Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría (Jn 8,56). Pidamos al Señor la gracia de exultar en la esperanza, la gracia de poder ver el día de Jesús, cuando nos encontremos con Él, y la gracia de la alegría.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Santa Marta 20150324

Si tenemos caprichos espirituales con Dios, y no somos capaces de aceptar el estilo divino, nos ponemos tristes, y acabamos murmurando. Es un error que hoy cometen tantos cristianos, como nos cuenta la Biblia que le pasó —en su día— al pueblo judío, cuando fue salvado de la esclavitud de Egipto.

Acabamos de leer en el Libro de los Números (21,4-9) el episodio en que los judíos se rebelan, cansados de huir por el desierto, hartos del alimento “sin cuerpo” del maná, y empiezan a murmurar contra Moisés y contra Dios. Muchos acabarán mordidos por serpientes venenosas, y morirán. Solo la oración de Moisés, que intercede por ellos y levanta un estandarte con una serpiente —símbolo de la Cruz en la que colgará Cristo (cfr. Jn 8,28)—, salvará del veneno a quien la mire. También entre los cristianos a veces nos encontramos un poco así, como envenenados ante el descontento de la vida. “Sí, es verdad, Dios es bueno, pero los cristianos… no tanto”. “Cristianos sí, pero…”. Son los que no acaban de abrir el corazón a la salvación de Dios, ¡siempre poniendo condiciones!: “sí, pero…; sí, sí, claro que quiero salvarme, pero… a mi modo...”. ¡Así se envenena el corazón!

Muchas veces, también nosotros decimos que estamos hartos del estilo divino; no aceptamos el don de Dios con su estilo: ¡y ese es el pecado, ese es el veneno! No nos gusta el estilo de Dios, y eso nos envenena el alma, nos quita la alegría y no nos deja avanzar. Sin embargo, Jesús repara ese pecado subiendo al Calvario. Él mismo toma el veneno —el pecado— y es levantado sobre la tierra. Pues bien, esa tibieza del alma, ese ser cristianos a medias —“cristianos sí, pero…”—, ese entusiasmo inicial para seguir al Señor, y que luego nos deja descontentos, solo se cura mirando la Cruz, mirando a Dios que asume nuestros pecados: ¡mis pecados están ahí!

¡Cuántos cristianos mueren hoy en el desierto de su tristeza, de su murmuración, por no querer el estilo de Dios! Miremos la serpiente, el veneno, allí, en el cuerpo de Cristo —el veneno de todos los pecados del mundo—, y pidamos la gracia de aceptar los momentos difíciles, de aceptar el estilo divino de la salvación, de aceptar también ese alimento tan flojo del que se quejaban los judíos, de aceptar las cosas de Dios, de aceptar los caminos por los que el Señor me saca adelante. Que esta Semana Santa —que empieza el domingo— nos ayude a salir de esa tentación de volvernos “cristianos sí, pero…”.

lunes, 16 de marzo de 2015

Santa Marta 20150316

 Dios está enamorado de nosotros y nosotros somos su sueño de amor. Ningún teólogo puede explicar esto, mientras nosotros sólo podemos llorar de alegría. De este modo podemos sintetizar cuanto afirmó el Papa Francisco en su homilía de la misa matutina celebrada en la Capilla de la Casa de Santa Marta. El sueño de Dios
Partiendo de la primera lectura del profeta Isaías, en que el Señor dice que creará “nuevos cielos y nueva tierra”, el Papa Bergoglio reafirmó que la segunda creación de Dios es más “maravillosa” aún de la primera, porque “cuando el Señor ‘rehace’ el mundo arruinado por el pecado”, lo ‘rehace’ en Jesucristo. Y en este renovar todo, Dios manifiesta su inmensa alegría:
“Encontramos que el Señor tiene tanto entusiasmo: habla de alegría y dice una palabra: ‘Gozaré de mi pueblo’. El Señor piensa en lo que hará, piensa que Él, Él mismo estará en la alegría con su pueblo. Es como si fuera un sueño del Señor: el Señor sueña. Tiene sus sueños. Sus sueños sobre nosotros. ‘Ah, qué bello será cuando nos encontraremos todos juntos, cuando nos reencontraremos allá o cuando aquella persona, aquella otra… aquella otra caminará conmigo… ¡Y yo gozaré en aquel momento!’. Para poner un ejemplo que nos pueda ayudar, como si una muchacha con su novio o el muchacho con su novia pensara: ‘Cuando estemos juntos, cuando nos casemos…’. Es el ‘sueño’ de Dios”.
Estamos en la mente y en el corazón de Dios
“Dios –  prosiguió explicando el Papa –  piensa en cada uno de nosotros” y “piensa bien, nos quiere, ‘sueña’ con nosotros. Sueña acerca de la alegría que gozará con nosotros. Por esta razón el Señor quiere ‘re-crearnos’, y hacer nuevo nuestro corazón, ‘re-crear’ nuestro corazón para hacer que la alegría triunfe”:
“¿Han pensado? ‘¡El Señor sueña conmigo! ¡Piensa en mí! ¡Yo estoy en la mente, en el corazón del Señor! ¡El Señor es capaz de cambiarme la vida!’. Y hace tantos planes: ‘Fabricaremos casas, plantaremos viñas, comeremos juntos’… todas estas ilusiones que hace sólo un enamorado… Y aquí el Señor se deja ver enamorado de su pueblo. Y cuando le dice a su pueblo: ‘Pero yo no te he elegido porque tú eres el más fuerte, el más grande, el más potente. Te he elegido porque tú eres el más pequeños de todos. También puede decir: el más miserable de todos. Pero yo te he elegido así’. Y esto es el amor”.
Ningún teólogo puede explicar el amor de Dios por nosotros
Dios “está enamorado de nosotros” –  repitió el Santo Padre al comentar el pasaje del Evangelio de la curación del hijo del funcionario real:
“Creo que no haya ningún teólogo que pueda explicar esto: no se puede explicar. Sobre esto sólo se puede pensar, sentir, llorar. De alegría. El Señor nos puede cambiar. ‘¿Y qué debo hacer?’. Creer. Creer que el Señor puede cambiarme, que Él es Todopoderoso: como hizo aquel hombre del Evangelio que tenía al hijo enfermo. ‘Señor, ven, antes que mi niño muera’. ‘Ve’, ¡tu hijo vive!’. Aquel hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Creyó. Creyó que el Señor tenía el poder de cambiar a su niños, la salud de su niño. Y ganó. La fe es hacer espacio a este amor de Dios, es hacer espacio al poder, al poder de Dios, pero no al poder de uno que es muy potente, sino al poder de uno que me ama, que está enamorado de mí y que quiere la alegría conmigo. Esto es la fe. Esto es creer: es hacer espacio al Señor para que venga y me cambie”.

martes, 10 de marzo de 2015

Santa Marta 20150310

Dios es omnipotente, pero hasta su omnipotencia, en cierto modo, se para ante la puerta cerrada de un corazón. Un corazón que no quiera perdonar a quien le haya herido. Acabamos de verlo en el Evangelio (Mt 18,21-35), cuando Jesús explica a Pedro que hay que perdonar setenta veces siete, o sea, siempre, porque el perdón de Dios por nosotros y nuestro perdón a los demás están estrechamente conectados.
Todo empieza por cómo nos presentemos nosotros primero a Dios para pedirle  perdón. Tenemos un buen ejemplo en la Primera Lectura (Dan 3,25.34-43), cuando el profeta Azarías pide clemencia por el pecado de su pueblo, que está sufriendo, pero que también es culpable de haber abandonado la ley del Señor. Azarías no protesta, no se queja ante Dios por los sufrimientos; más bien reconoce los errores del pueblo y se arrepiente. Pedir perdón es muy distinto a “lo siento”. ¿Me equivoco? Pues, lo siento, perdona, me he equivocado. ¿He pecado?... ¡Nada que ver una cosa con la otra! El pecado no es un simple error. El pecado es idolatría, es adorar al ídolo del orgullo, de la vanidad, del dinero, del yo, del bienestar…, y tantos ídolos como tenemos. Por eso Azarías no se excusa: ¡pide perdón!
El perdón hay que pedirlo sinceramente, con el corazón, y también de corazón hay que perdonar a quien nos haya hecho algo malo. Como el señor de la parábola evangélica contada por Jesús, que perdona una deuda enorme a un siervo suyo porque se compadece de sus súplicas. Y no como ese mismo siervo hizo con un compañero suyo, tratándolo sin piedad y metiéndolo en la cárcel, cuando solo le debía una cantidad irrisoria.
La dinámica del perdón es la que nos enseña Jesús en el Padrenuestro: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6,12). Si yo no soy capaz de perdonar, no soy capaz de pedir perdón. —Pero yo voy a confesarme…¿Y qué haces antes de confesarte? —Pues pienso en lo que he hecho mal…. —Bien. —Y pido perdón al Señor y prometo no hacerlo más… —Bien. ¿Y luego vas al sacerdote? Pues antes te falta una cosa: ¿has perdonado a los que te han hecho algún mal?
En una palabra, el perdón que Dios te dé requiere el perdón que tú des a los demás. Esa es la enseñanza de Jesús sobre el perdón. Primero: pedir perdón no es un simple excusarse, sino ser conscientes del pecado, de la idolatría cometida. Segundo: Dios siempre perdona, ¡siempre!, pero pide que yo perdone. Si yo no perdono, en cierto sentido, le cierro la puerta al perdón de Dios. Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.


lunes, 9 de marzo de 2015

Santa Marta 20150309

Dios actúa en la humildad y en el silencio, su estilo no es el espectáculo, reiteró el Papa Francisco en la Misa matutina en la Casa de Santa Marta. En el Evangelio del día, Jesús reprocha a los habitantes de Nazaret por su falta de fe. Al comienzo, lo escuchan con admiración, pero luego estalla ‘la ira, la indignación’:«En aquel momento, a esta gente, que escuchaba con gusto lo que decía Jesús, no le gustó lo que decía a uno, dos o tres, y quizá algún chismoso se levantó y dijo: ‘¿Pero de qué viene a hablarnos éste? ¿Dónde estudió para decirnos estas cosas? ¡Que nos muestre su doctorado! ¿En qué Universidad estudió? Éste es el hijo del carpintero y lo conocemos bien’. Estalló la furia, también la violencia. Lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina, para despeñarlo».
Es un estilo que atraviesa ‘toda la historia de la salvación’
La primera lectura habla de Naamán, comandante del ejército sirio, leproso. El profeta Elíseo le dice que se bañe siete veces en el Jordán para sanarse y también él se indigna, porque pensaba en un gesto más grande. Luego escucha el consejo de los siervos, hace lo que el profeta le dice y la lepra desaparece. Tanto los habitantes de Nazaret como Naamán – señaló el Papa – ‘querían espectáculo’, pero ‘el estilo del buen Dios no es el de dar espectáculo: Dios actúa en la humildad, en el silencio, en las cosas pequeñas’. Ello a partir de la Creación, donde el Señor no agarra una ‘varilla mágica’, sino que crea al hombre ‘con el fango’. Es un estilo que atraviesa ‘toda la historia de la salvación’:
«Cuando quiso liberar a su pueblo, lo liberó por la fe y la confianza de un hombre, Moisés. Cuando quiso hacer caer la poderosa ciudad de Jericó, lo hizo a través de una prostituta. También para la conversión de los samaritanos pidió el trabajo de otra pecadora. Cuando él envió a David a luchar contra Goliat, parecía una locura: el pequeño David ante ese gigante, que tenía una espada, tenía tantas cosas. Y David sólo una honda y piedras. Cuando le dijo a los Magos que había nacido el Rey, el Gran Rey ¿qué encontraron ellos? A un niño, en un pesebre. Las cosas simples, la humildad de Dios, éste es el estilo divino, nunca el espectáculo».
Así actúa el Señor, en la humildad y lo mismo nos pide a nosotros
El Papa recordó que ‘también una de las tres tentaciones de Jesús en el desierto: el espectáculo’. Satanás lo invita a tirarse desde el pináculo del Templo para que, viendo el milagro, la gente pueda creer en Él. Pero ‘el Señor se revela en la sencillez y en la humildad’. ‘Nos hará bien en esta Cuaresma – concluyó el Papa Francisco – pensar en nuestra vida, sobre cómo el Señor nos ha ayudado, cómo el Señor nos hecho ir adelante, y encontraremos que siempre lo ha hecho con cosas simples’:
«Así actúa el Señor: hace las cosas simplemente. Te habla silenciosamente al corazón. Recordemos en nuestra vida las tantas veces que hemos oído estas cosas: la humildad de Dios es su estilo.  Y también en la celebración litúrgica, en los sacramentos, qué lindo es que se manifieste la humildad de Dios y no en el espectáculo mundano. Nos hará bien recorrer nuestra vida y pensar en las tantas veces que el Señor nos ha visitado con su gracia. Y siempre con este estilo humilde, el estilo que también Él nos pide a nosotros: la humildad».

domingo, 8 de marzo de 2015

Angelus 20150308

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
 
El Evangelio de hoy nos presenta el episodio de la expulsión de los vendedores del templo.  Jesús  «hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes » (Jn 2,15). El dinero, todo. Este gesto suscitó una fuerte impresión, en la gente y los discipulos. Aparece claramente como un gesto profético, tan es así que algunos de los presentes preguntaron a Jesús: «¿Qué signo nos das para obrar así?» (v. 18) ¿Quién eres tú para actuar así? –  o sea una señal divina, prodigiosa que muestre a Jesús como enviado de Dios. Y  Él respondió:  «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar» (v. 19). Le replicaron: «han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo,  ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» (v. 20).  No habían entendido que el Señor se refería al templo vivo de su cuerpo, que habría sido destruído con la muerte en la cruz, pero que habría resucitado al tercer día. Por esto, en tres días.  «Cuando Jesús resucitó – escribe el Evangelista-  sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado» (v. 22).
En efecto, este gesto de Jesús y su mensaje profético se entienden completamente a la luz de su Pascua.  Aquí tenemos, según el Evangelista Juan, el primer anuncio de la muerte y resurrección de Cristo: su cuerpo, destruído en la cruz por la violencia del pecado, en la Resurrección se convertirá en el lugar del encuentro universal entre Dios y los hombres. Y Cristo Resucitado es precisamente el lugar del encuentro universal - ¡de todos ! - entre Dios y los hombres. Por esto su humanidad es el verdadero templo, donde Dios se revela, habla, se deja encontrar; y los verdaderos adoradores de Dios no son los custodios del templo material, los detentores del poder y del saber religioso, sino aquellos que adoran a Dios «en espíritu y verdad» (Jn 4,23).
En este tiempo de Cuaresma nos estamos preparando para la celebración de la Pascua, donde renovaremos las promesas de nuestro Bautismo. Caminemos por el mundo como Jesús y hagamos de toda nuestra existencia un signo de su amor por nuestros hermanos, especialmente los más débiles y los más pobres,  nosotros construimos a Dios un templo en nuestra vida.  Y de esta manera lo hacemos “encontrable”  para tantas personas que encontramos en nuestro camino. Si somos testimonios de este Cristo vivo, mucha gente encontrará a Jesús en nosotros, en nuestro testimonio.  Pero – nos preguntamos  y cada uno de nosotros se puede preguntar – ¿en mi vida el Señor se siente verdaderamente a casa?.  ¿Lo dejamos hacer “limpieza” en nuestro corazón y expulsar a los ídolos, o sea aquellas actitudes de codicia, celos, mundanidad, envidia, odio, aquella costumbre de hablar mal de los otros? ¿Lo dejo hacer limpieza de todos los comportamientos contra Dios, contra el prójimo y contra nosotros mismos, como hoy hemos escuchado en la primera Lectura? Cada uno se puede responder, en silencio en su corazón: “¿Dejo que Jesús haga un poco de limpieza en mi corazón?”. “ ¡Padre, tengo miedo que me apalee!”. Jesús jamás apalea. Jesús limpiará con ternura, con misericordia, con amor. La misericordia es su manera de limpiar. Dejemos, cada uno de nosotros, dejemos que el Señor entre con su misericordia - no con el látigo, no, con su misericordia - a hacer limpieza en nuestros corazones.  El látigo de Jesús es su misericordia. Abrámosle la puerta para que limpie un poco.
Cada Eucaristía que celebramos con fe nos hace crecer como templo vivo del Señor, gracias a la comunión con su Cuerpo crucificado y resucitado. Jesús conoce aquello que hay en cada uno de nosotros, y conoce también  nuestro más ardiente anhelo: ser habitado por Él, sólo por Él. Dejémoslo entrar en nuestra vida, en nuestra familia, en nuestros corazones. Que María Santísima, morada privilegiada del Hijo de Dios, nos acompañe y nos sostenga en el itinerario cuaresmal, para que podamos redescubrir la belleza del encuentro con Cristo, que nos libra y nos salva.

lunes, 2 de marzo de 2015

Santa Marta 20150302

La capacidad de avergonzarse y acusarse a sí mismo, sin descargar la culpa siempre en los demás para juzgarlos y condenarlos, es el primer paso en el camino de la vida cristiana que conduce a pedir al Señor el don la misericordia. Es este el examen de conciencia sugerido por el Papa en la misa que celebró el lunes 2 de marzo, en la capilla de la Casa Santa Marta.
Para su reflexión el Papa Francisco partió de la primera lectura, tomada del libro de Daniel (9, 4-10). Está, explicó, «el pueblo de Dios» que «pide perdón, pero no es un perdón de palabra: este pedir perdón es un perdón que viene del corazón porque el pueblo se siente pecador». Y el pueblo «no se siente pecador en teoría —porque todos nosotros podemos decir “somos todos pecadores”, es verdad, es una verdad: ¡todos aquí!— pero ante el Señor dice las cosas malas que hizo y lo que no hizo de bueno». Se lee, en efecto, en la Escritura: «Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos. No hicimos caso a tus siervos los profetas, que hablaban en tu nombre a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres y a todo el pueblo de la tierra».

En esencia, hizo notar el Papa Francisco, en estas palabras del pueblo está «la descripción de todo lo malo que hicieron». Y, así, «el pueblo de Dios, en este momento, se acusa a sí mismo». Y no se descarga con «los que nos persiguen», con los «enemigos». Más bien se mira a sí mismo y dice: «Me acuso a mí mismo ante ti, Señor, y me avergüenzo». Palabras claras, que encontramos también en el pasaje de Daniel: «Señor, a nosotros nos abruma la vergüenza».
«Este pasaje de la Biblia —sugirió el Papa— nos hace reflexionar sobre una virtud cristiana, es más, en más de una virtud». En efecto, «la capacidad de acusarse a sí mismo, la acusación de sí mismo» es «el primer paso para encaminarse como cristiano». En cambio, «todos nosotros somos maestros, somos doctores en justificarnos a nosotros mismos» con expresiones como: «Yo no fui, no, no es culpa mía; pues sí, pero no era tanto... Las cosas no son así...».
En definitiva, dijo el Papa Francisco, «todos encontramos una excusa» para justificarnos «de nuestras faltas, de nuestros pecados». Es más, añadió, «muchas veces somos capaces de poner esa cara de “¡yo no lo sé!”, cara de “yo no lo hice, tal vez será otro”». En pocas palabras, estamos siempre listos para «pasar por inocente». Pero así, advirtió el Papa, «no se avanza en la vida cristiana».
Por lo tanto, reafirmó, «el primer paso» es la capacidad de acusarse a sí mismo. Y es ciertamente «bueno» hacerlo con el sacerdote en la confesión. Pero, preguntó el Papa Francisco, «antes y después de la confesión, en tu vida, en tu oración, ¿eres capaz de acusarte a tí mismo? ¿O es más fácil acusar a los demás?».
Esta experiencia, destacó el obispo de Roma, suscita «algo un poco extraño pero que, al final, nos da paz y salud». En efecto, «cuando comenzamos a mirar todo aquello de lo que somos capaces, nos sentimos mal, sentimos repugnancia» y llegamos a preguntarnos: «¿Pero yo soy capaz de hacer esto?». Por ejemplo, «cuando encuentro en mi corazón una envidia y sé que esa envidia es capaz de hablar mal del otro y matarlo moralmente», me tengo que preguntar: «¿Soy capaz de ello? Sí, yo soy capaz». Y precisamente «así comienza esta sabiduría, esta sabiduría de acusarse a sí mismo».
Por consiguiente, «si no aprendemos este primer paso de la vida —afirmó el Papa Francisco— jamás daremos pasos hacia adelante por el camino de la vida cristiana, de la vida espiritual». Porque, precisamente, «el primer paso» es siempre el de «acusarse a sí mismo», incluso «sin decirlo: yo y mi conciencia».
Al respecto el Papa propuso un ejemplo concreto. Cuando vamos por la calle y pasamos ante una prisión, dijo, podríamos pensar que los detenidos «se lo merecen». Pero –invitó a considerar– «¿sabes que si no hubiese sido por la gracia de Dios, tú estarías allí? ¿Has pensado que eres capaz de hacer las cosas que ellos hicieron, incluso peores?». Esto, precisamente, «es acusarse a sí mismo, no esconder a uno mismo las raíces de pecado que están en nosotros, las tantas cosas que somos capaces de hacer, aunque no se vean».
Es una actitud, prosiguió el Papa Francisco, que «nos lleva a la vergüenza delante de Dios, y esta es una virtud: la vergüenza delante de Dios». Para «avergonzarse» hay que decir: «Mira, Señor, siento repugnancia de mí mismo, pero tú eres grande: a mí la vergüenza, a ti –y la pido– la misericordia». Precisamente como dice la Escritura: «Señor, nos abruma la vergüenza, porque hemos pecado contra ti». Y lo «podemos decir, porque soy capaz de pecar y hacer muchas cosas malas: “A ti, Señor, nuestro Dios, la misericordia y el perdón. La vergüenza para mí y a ti la misericordia y el perdón”». Es un «diálogo con el Señor» que «nos hará bien en esta Cuaresma: la acusación de nosotros mismos».
«Pidamos misericordia» volvió a proponer el Papa refiriéndose especialmente al pasaje de la liturgia de san Lucas (6, 36-38). Jesús «es claro: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Por lo demás, explicó el Papa Francisco, «cuando uno aprende a acusarse a sí mismo es misericordioso con los demás». Y puede decir: «¿Pero quién soy yo para juzgarlo, si soy capaz de hacer cosas peores?». Es una frase importante: «¿quién soy yo para juzgar al otro?». Esto se comprende a la luz de la palabra de Jesús «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» y con su invitación a «no juzgar». En cambio, reconoció el Pontífice, «cómo nos gusta juzgar a los demás, hablar mal de ellos». Sin embargo, el Señor es claro: «no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados». Es un camino ciertamente «no fácil», que «inicia con la acusación de uno mismo, inicia con esa vergüenza delante de Dios y con la petición de perdón a Él: pedir misericordia». Precisamente «de ese primer paso se llega a esto que el Señor nos pide: ser misericordiosos, no juzgar a nadie, no condenar a nadie, ser generosos con los demás».
En esta perspectiva, el Papa invitó a orar para que «el Señor, en esta Cuaresma, nos dé la gracia de aprender a acusarnos a nosotros mismos, cada uno en su soledad», preguntándose uno mismo: «¿Soy capaz de hacer esto? ¿Con este sentimiento soy capaz de hacer esto? ¿Con este sentir que tengo en mi interior soy capaz de las cosas más perversas?». Y al orar así: «ten piedad de mí, Señor, ayúdame a avergonzarme y dame misericordia, así podré ser misericordioso con los demás».