martes, 22 de septiembre de 2015

Santiago 20150922

Estamos en familia. Y cuando uno está en familia se siente en casa. Gracias familias a ustedes familias cubanas, gracias cubanos por hacerme sentir todos estos días en familia, por hacerme sentir en casa. Gracias por todo esto. Este encuentro con ustedes viene a ser como «la frutilla de la torta». Terminar mi visita viviendo este encuentro en familia es un motivo para dar gracias a Dios por el «calor» que brota de gente que sabe recibir, que sabe acoger, que sabe hacer sentir en casa. Gracias a todos los cubanos.
Agradezco a Mons. Dionisio García, Arzobispo de Santiago, el saludo que me ha dirigido en nombre de todos y al matrimonio que ha tenido la valentía de compartir con todos nosotros sus anhelos y esfuerzos por vivir el hogar como una «iglesia doméstica».
El Evangelio de Juan nos presenta como primer acontecimiento público de Jesús las Bodas de Caná, en la fiesta de una familia. Ahí está con María su madre y algunos de sus discípulos compartiendo la fiesta familiar.
Las bodas son momentos especiales en la vida de muchos. Para los «más veteranos», padres, abuelos, es una oportunidad para recoger el fruto de la siembra. Da alegría al alma ver a los hijos crecer y que puedan formar su hogar. Es la oportunidad de ver, por un instante, que todo por lo que se ha luchado valió la pena. Acompañar a los hijos, sostenerlos, estimularlos para que puedan animarse a construir sus vidas, a formar sus familias, es un gran desafío para todos los padres. A su vez, la alegría de los jóvenes esposos. Todo un futuro que comienza, todo tiene «sabor» a casa nueva, a esperanza. En las bodas, siempre se une el pasado que heredamos y el futuro que nos espera. Hay memoria y esperanza. Siempre se abre la oportunidad para agradecer todo lo que nos permitió llegar hasta el hoy con el mismo amor que hemos recibido.
Y Jesús comienza su vida pública precisamente en una boda. Se introduce en esa historia de siembras y cosechas, de sueños y búsquedas, de esfuerzos y compromisos, de arduos trabajos que araron la tierra para que ésta dé su fruto. Jesús comienza su vida en el interior de una familia, en el seno de un hogar. Y es en el seno de nuestros hogares donde continuamente Él se sigue introduciendo, Él sigue siendo parte. Le gusta meterse en la familia.
Es interesante observar cómo Jesús se manifiesta también en las comidas, en las cenas. Comer con diferentes personas, visitar diferentes casas fue un lugar privilegiado por Jesús para dar a conocer el proyecto de Dios. Él va a la casa de sus amigos –Marta y María–, pero no es selectivo, no le importa si hay publicanos o pecadores, como Zaqueo. Va a la casa de Zaqueo. No sólo Él actuaba así, sino cuando envió a sus discípulos a anunciar la buena noticia del Reino de Dios, les dijo: «Quédense en la casa que los reciba, coman y beban de los que ellos tengan» (Lc 10,7). Bodas, visitas a los hogares, cenas, algo de «especial» tendrán estos momentos en la vida de las personas para que Jesús elija manifestarse allí.
Recuerdo en mi diócesis anterior que muchas familias me comentaban que el único momento que tenían para estar juntos era normalmente en la cena, a la noche, cuando se volvía de trabajar, donde los más chicos terminaban la tarea de la escuela. Era un momento especial de vida familiar. Se comentaba el día, lo que cada uno había hecho, se ordenaba el hogar, se acomodaba la ropa, se organizaban tareas fundamentales para los demás días, los chicos se peleaban, pero era el momento. Son momentos en los que uno llega también cansado y alguna que otra discusión, alguna que otra «pelea» aparece, pero no hay que tenerla miedo. Yo tengo miedo a los matrimonios que nunca tuvieron una discusión, raro, es raro. . Jesús elije estos momentos para mostrarnos el amor de Dios, Jesús elije estos espacios para entrar en nuestras casas y ayudarnos a descubrir el Espíritu vivo y actuando en nuestras cosas cotidianas. Es en casa donde aprendemos la fraternidad, la solidaridad, donde aprendemos a no ser avasalladores. Es en casa donde aprendemos a recibir y a agradecer la vida como una bendición y que cada uno necesita a los demás para salir adelante. Es en casa donde experimentamos el perdón, y estamos continuamente invitados a perdonar, a dejarnos transformar. Que curioso, en casa no hay lugar para las «caretas», somos lo que somos y de una u otra manera estamos invitados a buscar lo mejor para los demás.
 Por eso la comunidad cristiana llama a las familias con el nombre de iglesias domésticas, porque en el calor del hogar es donde la fe empapa cada rincón, ilumina cada espacio, construye comunidad. Porque en momentos así es como las personas iban aprendiendo a descubrir el amor concreto y el amor operante de Dios.
En muchas culturas hoy en día van despareciendo estos espacios, van desapareciendo estos momentos familiares, poco a poco todo lleva a separarse, aislarse; escasean momentos en común, para estar juntos, para estar en familia. Entonces no se sabe esperar, no se sabe pedir permiso ni perdón, no se sabe dar gracias, porque la casa va quedando vacía, no de gente, sino vacía de relaciones, vacía de contactos, vacía de encuentros, de padres, hijos abuelos, nietros, hermanos. Hace poco, una persona que trabaja conmigo me contaba que su esposa e hijos se habían ido de vacaciones y él se había quedado solo, porque le tocaba trabajar esos días. El primer día, la casa estaba toda en silencio, «en paz», nada estaba desordenado. Al tercer día, cuando le pregunto cómo estaba, me dice: quiero que vengan ya todos de vuelta. Sentía que no podía vivir sin su esposa y sus hijos, y eso es lindo, eso es lindo.
Sin familia, sin el calor de hogar, la vida se vuelve vacía, comienzan a faltar las redes que nos sostienen en la adversidad, las redes que nos alimentan en la cotidianidad y motivan la lucha para la prosperidad. La familia nos salva de dos fenómenos actuales: la fragmentación (la división) y la masificación. En ambos casos, las personas se transforman en individuos aislados fáciles de manipular y de gobernar. Y entonces encontramos en el mundo sociedades divididas, rotas, separadas o altamente masificadas son consecuencia de la ruptura de los lazos familiares, cuando se pierden las relaciones que nos constituyen como personas, que nos enseñan a ser personas. Uno se olvida de como se dice mamá, papa… se van como olvidando esas relaciones que son el fundamento del nombre que tenemos.
La familia es escuela de humanidad, que enseña a poner el corazón en las necesidades de los otros, a estar atento a la vida de los demás. Cuando vivimos bien en familia, los egoísmo quedan chiquitos, existen porque todos tenemos algo de egoísta, pero sino se crean esas familias que podemos llamar así “yo me mí, que no saben de discusiones, de solidaridad…”
A pesar de tantas dificultades como aquejan hoy a nuestras familias, no nos olvidemos de algo, por favor: las familias no son un problema, son principalmente una oportunidad. Una oportunidad que tenemos que cuidar, proteger, acompañar. Es una manera de decir que son una bendición. Cuando vos comenzar a vivir la vida como un problema te estancás, porque estás muy centrado en ti mismo.
Mucho se discute sobre el futuro, sobre qué mundo queremos dejarle a nuestros hijos, qué sociedad queremos para ellos. Creo que una de las posibles respuestas se encuentra en mirarlos a ustedes: dejemos un mundo con familias, es la mejor herencia, dejemos un mundo con familias. Es cierto, no existe la familia perfecta, no existen esposos perfectos, padres perfectos ni hijos perfectos, ni suegra perfecta, pero eso no impide que no sean la respuesta para el mañana. Dios nos estimula al amor y el amor siempre se compromete con las personas que ama, el amor siempre se compromete con las personas que ama. Por eso, cuidemos a nuestras familias, verdaderas escuelas del mañana. Cuidemos a nuestras familias, verdaderos espacios de libertad. Cuidemos a nuestras familias, verdaderos centros de humanidad.
Y aquí me viene una imagen cuando en las audiencias de los miércoles paso a saludar a la gente, tantas, tantas mujeres me muestran la panza y me dicen “¿Padre me lo bendice?”, le voy a proponer algo, a todas aquellas mujeres que están embarazadas de esperanza que en este momento se toquen la panza, o las que están escuchando por radio o por televisión, y yo a cada una de ellas y a cada niño le doy la bendición, y deseo que venga sanito, que crezca bien, que lo pueda criar bien, que lo acaricien”.
No quiero terminar sin hacer mención a la Eucaristía. Se habrán dado cuenta que Jesús quiere utilizar como espacio de su memorial, una cena. Elige como espacio de su presencia entre nosotros un momento concreto en la vida familiar. Un momento vivido y entendible por todos, la cena.
Y la Eucaristía es la cena de la familia de Jesús, que a lo largo y ancho de la tierra se reúne para escuchar su Palabra y alimentarse con su Cuerpo. Jesús es el Pan de Vida de nuestras familias, Él quiere estar siempre presente alimentándonos con su amor, sosteniéndonos con su fe, ayudándonos a caminar con su esperanza, para que en todas las circunstancias podamos experimentar que es el verdadero Pan del cielo.
En unos días participaré junto a familias del mundo en el Encuentro Mundial de las Familias y en menos de un mes en el Sínodo de Obispos, que tiene como tema la Familia. Los invito a rezar, les pido por favor que recen por estas dos instancias, para que sepamos entre todos ayudarnos a cuidar la familia, para que sepamos seguir descubriendo al Emmanuel, es decir al Dios que vive en medio de su Pueblo haciendo de cada familia y de todas las familias su hogar. Cuento con la oración de ustedes.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Audiencia 20150916

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta es nuestra reflexión conclusiva sobre el tema del matrimonio y de la familia. Estamos en las vísperas de eventos bellos y que requieren empeño y compromiso que están directamente relacionados con este gran tema: el Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia y el Sínodo de los Obispos aquí en Roma. Ambos tienen un respiro mundial, que corresponde a la dimensión universal del cristianismo, pero también al alcance universal de esta comunidad humana fundamental e insustituible que es la familia.
El actual pasaje de civilización aparece marcado por los efectos a largo plazo de una sociedad administrada por la tecnocracia económica. La subordinación de la ética a la lógica de la ganancia tiene grandes recursos y de apoyo mediático enorme. En este escenario, una nueva alianza del hombre y de la mujer se convierte no solo en necesaria sino también en estratégica por la emancipación de los pueblos de la colonización del dinero. Esta alianza ¡debe volver a orientar la política, la economía y la convivencia civil! Esta decide la habitabilidad de la tierra, la transmisión del sentimiento de la vida, los vínculos de la memoria y de la esperanza.
De esta alianza, la comunidad conyugal-familiar del hombre y de la mujer es la gramática generativa, el “nudo de oro” podemos decir. La fe la recoge de la sabiduría de la creación de Dios: que ha confiado a la familia, no el cuidado de una intimidad en sí misma, sino con el emocionante proyecto de hacer “doméstico” el mundo. La familia está al inicio, a la base de esta cultura mundial que nos salva; nos salva de tantos, tantos ataques, tantas destrucciones, de tantas colonizaciones, como aquella del dinero o como aquellas ideologías que amenazan tanto el mundo. La familia es la base para defenderse.
Precisamente de la Palabra bíblica de la creación hemos tomado nuestra inspiración fundamental, en nuestras breves meditaciones de los miércoles sobre la familia. A esta Palabra podemos y debemos nuevamente recoger con amplitud y profundidad. Es un gran trabajo, aquel que nos espera, pero también es muy entusiasmante. La creación de Dios no es una simple premisa filosófica: ¡es el horizonte universal de la vida y de la fe! No hay un designio divino diverso de la creación y de su salvación. Es por la salvación de la creatura -de cada creatura- que Dios se ha hecho hombre: «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», como dice el Credo. Y Jesús resucitado es el «primogénito de cada creatura» (Col 1,15).
El mundo creado está confiado al hombre y a la mujer: lo que pasa entre ellos da la marca a todo. El rechazo de la bendición de Dios llega fatalmente a un delirio de omnipotencia que arruina cada cosa. Es lo que llamamos “pecado original”. Y todos venimos al mundo con la herencia de esta enfermedad.
A pesar de eso, no somos malditos, ni abandonados a nosotros mismos. La antigua narración del primer amor de Dios por el hombre y la mujer, ¡tenía ya páginas escritas con fuego, al respecto! «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo» (Gen 3,15a). Son las palabras que Dios dirige a la serpiente engañadora, encantadora. Con estas palabras Dios marca a la mujer con una barrera protectora contra el mal, a la cual ella puede recurrir –si quiere- por cada generación. Quiere decir que la mujer tiene una secreta y especial bendición, ¡para la defensa de su creatura del Maligno! Como la Mujer del Apocalipsis, que corre a esconder el hijo del Dragón. Y Dios la protege (cfr Ap 12,6)
¡Piensen cuál profundidad se abre aquí! Existen muchos lugares comunes, a veces incluso ofensivos, sobre la mujer tentadora que inspira el mal. En cambio hay espacio para una teología de la mujer que esté a la altura de esta bendición de Dios ¡para ella y para la generación!
La misericordiosa protección de Dios hacia el hombre y la mujer, en cada caso, nunca falta a ambos. ¡No olvidemos esto! El lenguaje simbólico de la Biblia nos dice que antes de alejarlos del jardín del Edén, Dios hace al hombre y a la mujer túnicas de piel y los viste (cfr Gen 3,21). Este gesto de ternura significa que también en las dolorosas consecuencias de nuestro pecado, Dios no quiere que nos quedemos desnudos y abandonados a nuestro destino de pecadores. Esta ternura divina, este cuidado hacia nosotros, la vemos encarnada en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios «nacido de mujer» (Gal 4,4). Y siempre san Pablo dice todavía: «mientras éramos todavía pecadores, Cristo ha muerto por nosotros» (Rom 5,8). Cristo, nacido de mujer, de una mujer. Es la caricia de Dios sobre nuestras llagas, sobre nuestros errores, sobre nuestros pecados. Pero Dios nos ama como somos y quiere llevarnos hacia adelante con este proyecto, y la mujer es la más fuerte que lleva adelante este proyecto.
La promesa que Dios hace al hombre y a la mujer, al inicio de la historia, incluye todos los seres humanos, hasta el final de la historia. Si tenemos fe suficiente, las familias de los pueblos de la tierra se reconocerán en esta bendición. De todos modos, cualquiera que se deja conmover por esta visión, a cualquier pueblo, nación, religión pertenezca, se ponga en camino con nosotros. Será nuestro hermano, nuestra hermana. Sin hacer proselitismo, no… Caminamos juntos, bajo esta bendición, bajo este objetivo de Dios, de hacernos a todos hermanos en la vida, en un mundo que va hacia adelante que nace propio de la familia, de la unión del hombre y de la mujer.
¡Dios les bendiga, familias de cada rincón de la tierra! y ¡Dios les bendiga a todos ustedes!     

domingo, 13 de septiembre de 2015

Angelus 20150913

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús que, en camino hacia Cesarea de Filippo, interroga a los discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (Mc 8, 27). Ellos respondieron lo que decía la gente: que algunos lo consideran Juan el Bautista, redivivo, otros Elías o uno de los grandes Profetas. La gente apreciaba a Jesús, lo consideraba un “enviado de Dios”, pero no lograba aún reconocerlo como el Mesías, aquel Mesías preanunciado y esperado por todos. Y Jesús mira a los apóstoles y pregunta una vez más:
“¿Y ustedes quién dicen que yo soy?” (v. 29). He aquí la pregunta más importante, con la que Jesús se dirige directamente a aquellos que lo han seguido, para verificar su fe. Pedro, en nombre de todos, exclama con pureza: “Tú eres Cristo” (v. 29). Jesús queda sorprendido por la fe de Pedro, reconoce que ella es fruto de una gracia, de una gracia especial de Dios Padre. Y entonces revela abiertamente a los discípulos lo que le espera en Jerusalén, y dice que “el Hijo del hombre deberá sufrir mucho… ser condenado a muerte y resucitar después de tres días” (v. 31).
Al escuchar esto, el mismo Pedro, que acaba de profesar su fe en Jesús como Mesías, se siente escandalizado. Llama al Maestro y lo regaña. ¿Y cómo reacciona Jesús? A su vez reprende a Pedro por esto, con palabras muy severas: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás!”. ¡Pero le dice ‘Satanás’! “Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (v. 33).
Jesús se da cuenta de que en Pedro, como en los demás discípulos – ¡y también en cada uno de nosotros! – a la gracia del Padre se opone la tentación del Maligno, que quiere apartarnos de la voluntad de Dios.
Anunciando que deberá sufrir y ser condenado a muerte para resucitar después, Jesús quiere hacer comprender a quienes lo siguen que Él es un Mesías humilde y servidor. Es el Siervo obediente a la palabra y a la voluntad del Padre, hasta el sacrificio completo de su propia vida.
Por esto, dirigiéndose a toda la muchedumbre que estaba allí, declara que quien quiere ser su discípulo debe aceptar ser siervo, como Él se ha hecho siervo, y advierte: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (v. 35).
Ponerse en el seguimiento de Jesús significa tomar la propia cruz – todos la tenemos… –  para acompañarlo en su camino, un camino incómodo que no, no es el del éxito, de la gloria pasajera, sino el que conduce a la verdadera libertad, la que nos libera del egoísmo y del pecado.
Se trata de realizar un neto rechazo de aquella mentalidad mundana que pone el propio “yo” y los propios intereses en el centro de la existencia: y no, ¡eso no es lo que Jesús quiere de nosotros! En cambio Jesús nos invita a perder la propia vida por Él, por el Evangelio, para recibirla renovada, realizada, y auténtica.
Estamos seguros, gracias a Jesús, que este camino conduce, al final, a la resurrección, a la vida plena y definitiva con Dios. Decidir seguirlo a Él, a nuestro Maestro y Señor que se ha hecho Siervo de todos, exige caminar detrás de Él y escucharlo atentamente en su Palabra –  acuérdense: leer todos los días un pasaje del Evangelio – y en los Sacramentos.
Hay jóvenes aquí, en la plaza: chicos y chicas. Yo sólo les pregunto: ¿han sentido ganas de seguir a Jesús más de cerca? Piensen. Recen.  Y dejen que el Señor les hable.
Que la Virgen María, que ha seguido a Jesús hasta el Calvario, nos ayude a purificar siempre nuestra fe de falsas imágenes de Dios, para adherir plenamente a Cristo y a su Evangelio.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Audiencia 20150909

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Quisiera hoy detener nuestra atención en el vínculo entre la familia y la comunidad cristiana. Es un vínculo, por así decir, “natural”, porque la Iglesia es una familia espiritual y la familia es una pequeña Iglesia (cfr Lumen Gentium, 9).
La Comunidad cristiana es la casa de aquellos que creen en Jesús como la fuente de la fraternidad entre todos los hombres. La Iglesia camina en medio de los pueblos, en la historia de los hombres y de las mujeres, de los padres y de las madres, de los hijos y de las hijas: esta es la historia que cuenta para el Señor. Los grandes eventos de las potencias mundanas se escriben en los libros de historia, y allí permanecen. Pero la historia de los afectos humanos se escribe directamente en el corazón de Dios; y es la historia que permanece eternamente. Es este el lugar de la vida y de la fe. La familia es el lugar de nuestra iniciación – insustituible, indeleble – a esta historia.
Esta historia de vida plena que terminará en la contemplación de Dios para toda la eternidad en el cielo, pero que comienza en la familia y por eso, es tan importante la familia.
El Hijo de Dios aprendió la historia humana por este camino, y la recorre hasta el final (cfr Eb 2,18; 5,8). Es bonito volver a contemplar a Jesús y ¡los signos de este vínculo! Él nació en una familia y allí “aprendió el mundo”: una tienda, cuatro casas, un pueblo. Y sin embargo, viviendo por treinta años esta experiencia, Jesús asimiló la condición humana, acogiéndola en su comunión con el Padre y en su misma misión apostólica. Después, cuando dejó Nazaret y comenzó la vida pública, Jesús formó a su alrededor una comunidad, una “asamblea”, es decir una con-vocación de personas. Este es el significado de la palabra “iglesia”.
En los Evangelios, la asamblea de Jesús tiene la forma de una familia y de una familia hospitalaria, no de una secta exclusiva, cerrada: nos encontramos con Pedro y Juan, pero también el hambriento y el sediento, el extranjero y el perseguido, la pecadora y el publicano, los fariseos y la multitud. Y Jesús no cesa de recibir y de hablar con todos, también con quien no espera más encontrar a Dios en su vida. ¡Es una lección fuerte para la Iglesia! Los discípulos mismos han sido elegidos para cuidar esta asamblea, esta familia de huéspedes de Dios.
Para que sea viva hoy esta realidad de la asamblea de Jesús, es indispensable reavivar la alianza entre la familia y la comunidad cristiana. Podremos decir que la familia y la parroquia son dos lugares en donde se realiza esta comunión de amor que encuentra su fuente última en Dios mismo. Una Iglesia de verdad según el Evangelio no puede no tener la forma de una casa acogedora con las puertas abiertas siempre. Las iglesias, las parroquias, las instituciones con las puertas cerradas no se deben llamar iglesias, se deben llamar museos.
Hoy, esta es una alianza crucial. «En contra de los “centros de poder” ideológicos, financieros y políticos, volvemos a poner nuestras esperanzas en estos centros ¿de poder? ¡No! en centros del amor. Nuestra esperanza está en estos centros del amor. Centros evangelizadores, ricos de calor humano, basados en la solidaridad y la participación» también en el perdón entre nosotros. (Pont. Cons. para la familia, Papa Francisco sobre la familia y sobre la vida 1999-2014 LEV 2014, 189).
Reforzar el vínculo entre la familia y la comunidad cristiana es hoy indispensable y urgente. Cierto, es necesario una fe generosa para reencontrar la inteligencia y la valentía para renovar esta alianza. Las familias a veces dan un paso atrás, diciendo que no están a la altura: “Padre, somos una pobre familia y también un poco destartalada”, “no somos capaces”, “tenemos ya tantos problemas en casa”, “no tenemos la fuerza”. Es verdad. Pero ninguno es digno, ninguno está a la altura, ¡ninguno tiene las fuerzas! Sin la gracia de Dios, no podremos hacer nada. Todo se nos da gratuitamente. Y el Señor no llega nunca a una nueva familia sin hacer algún milagro. ¡Recordemos lo que hizo en las bodas de Caná! Si, el Señor, si nos ponemos en sus manos, nos hace hacer milagros, pero esos milagros de todos los días cuando está el Señor en esa familia.
Naturalmente, también la comunidad cristiana debe hacer su parte. Por ejemplo, buscar superar actitudes demasiado directivas y demasiado funcionales, favorecer el diálogo interpersonal y el conocimiento y la estima recíproca. Las familias tomen la iniciativa y sientan la responsabilidad de llevar los propios dones preciosos para la comunidad. Todos debemos ser conscientes que la fe cristiana se juega en el campo abierto de la vida compartida con todos, la familia y la parroquia deben cumplir el milagro de una vida más comunitaria para la sociedad completa.
En Caná, estaba la Madre de Jesús, la “madre del buen consejo”. Escuchemos nosotros sus palabras: “Hagan todo lo que él les diga” (cfr Jn 2, 5). Queridas familias, queridas comunidades parroquiales, dejémonos inspirar de esta Madre hagamos todo lo que Jesús nos dirá y ¡nos encontraremos frente al milagro, al milagro de cada día! Gracias.

martes, 8 de septiembre de 2015

Homilía 20150908

Dios reconcilia y pacifica en lo pequeño, caminando con su pueblo: afirmó el Papa Francisco en la homilía de la Misa matutina celebrada en la Capilla de la Casa de Santa Marta. Francisco se inspiró en la memoria del día de hoy del nacimiento de la Virgen para subrayar que todos nosotros estamos llamados a ser humildes y cercanos al prójimo, como nos enseñan las Bienaventuranzas y el capítulo 25 del Evangelio de Mateo.
“¿Cómo reconcilia Dios?” “¿Cuál es el estilo de reconciliación de Dios?” El Papa Francisco desarrolló su homilía partiendo de esta interrogación en el día en que se recuerda el nacimiento de la Virgen María. La tarea de Jesús, dijo, fue precisamente “reconciliar y pacificar”. Pero – advirtió – Dios para reconciliar no hace “una gran asamblea”, no firma “un documento”. Dios – dijo – “pacifica con una  modalidad especial. Reconcilia y pacifica en lo pequeño y en el camino”.
Dios reconcilia en las pequeñas cosas, caminando con el pueblo
Francisco se refirió a la primera Lectura, del Libro del profeta Miqueas en donde se habla de la pequeña Belén, que será grande porque de aquel “pequeño viene la paz”. Siempre – remarcó – el Señor elige “las pequeñas cosas, las cosas humildes para hacer las grandes obras”. Y también nos aconseja que nos hagamos pequeños como niños para poder entrar en el Reino de los Cielos”. Dios – recalcó – “reconcilia y pacifica en lo pequeño”.
“Pero también en el camino: caminando. El Señor no ha querido pacificar y reconciliar con la varita mágica: hoy ¡pum! ¡Todo hecho! No. Se puso a caminar con su pueblo. Y cuando escuchamos este pasaje del Evangelio de Mateo: pero, ¿es un poco aburrido, no? Éste generó a éste, éste generó a este otro, éste generó a aquél… Es una lista: ¡pero es el camino de Dios! El camino de Dios entre los hombres, buenos y malos, porque en esta lista hay tantos santos y hay tantos criminales, pecadores también. Hay tanto pecado aquí. Pero Dios no se asusta: camina. Camina con su pueblo”.
Y en este camino – agregó – “hace crecer la esperanza de su pueblo, la esperanza en el Mesías”. El nuestro, dijo retomando un pasaje del Deuteronomio, es un “Dios cercano”. Camina con su pueblo. Y “este caminar con buenos y malos nos da nuestro estilo de vida”.
Dios sueña cosas bellas para su pueblo
“¿Cómo debemos caminar como cristianos para pacificar como lo hizo Jesús?” – se pregunta el Papa. Poniendo en práctica el protocolo del amor por el prójimo, es su respuesta, el capítulo 25 del Evangelio de Mateo:
“El pueblo soñaba la liberación. El pueblo de Israel tenía este sueño porque le había sido prometido, que iba a ser liberado, que iba a ser pacificado y reconciliado. José sueña: el sueño de José es un poco como el resumen del sueño de toda esta historia de camino de Dios con su pueblo. Pero no sólo José tiene sueños: Dios sueña. Nuestro Padre Dios tiene sueños, y sueña cosas bellas par su pueblo, para cada uno de nosotros porque es Padre y siendo Padre piensa y sueña lo mejor para sus hijos”.
En lo pequeño está todo, la paz de Dios y su reconciliación
Dios es omnipotente y grande, dijo Francisco, pero nos “enseña a hacer la gran obra de la pacificación y de la reconciliación en lo pequeño, en el camino, en el no perder la esperanza con aquella capacidad de soñar de los grandes sueños, de los grandes horizontes”. Hoy – subrayó – “en la conmemoración de una etapa determinante de la historia de la salvación, el nacimiento de la Virgen, pidamos la gracia de la unidad, de la reconciliación y de la paz”.
“Pero siempre en camino, con cercanía a los otros, como nos enseñan las Bienaventuranzas y Mateo 25 y también, con los grandes sueños. Y continuamos la celebración ahora de la memoria del Señor en lo ‘pequeño’: un pequeño pedazo de pan, un poco de vino…en lo ‘pequeño’. Pero en este ‘pequeño’ está todo. Está el sueño de Dios, está su amor, está su paz, está su reconciliación, está Jesús: Él es todo esto”.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Angelus 20150906

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (Mc 7, 31-37) relata la curación de un sordomudo por parte de Jesús, un evento prodigioso que muestra cómo Jesús restablece la plena comunicación del hombre con Dios y con los otros hombres. El milagro está ambientado en la zona de la Decápolis, es decir, en pleno territorio pagano; por lo tanto, aquel sordomudo que es llevado a Jesús se transforma en el símbolo del no-creyente que cumple un camino hacia la fe. En efecto, su sordera expresa la incapacidad de escuchar y de comprender no sólo las palabras de los hombres, sino también la Palabra de Dios. Y San Pablo nos recuerda que “la fe nace de la escucha de la predicación” (Rm. 10,17).
La primera cosa que Jesús hace es llevar a aquel hombre lejos de la muchedumbre: no quiere hacer publicidad al gesto que está por realizar, pero no quiere tampoco que su palabra sea cubierta por el bullicio de las voces y de las habladurías del ambiente. La Palabra de Dios que Cristo nos transmite tiene necesidad de silencio para ser escuchada como Palabra que sana, que reconcilia y restablece la comunicación.
Se evidencian después dos gestos de Jesús. Él toca las orejas y la lengua del sordomudo. Para restablecer la relación con aquel hombre “bloqueado” en la comunicación, busca primero restablecer el contacto. Pero el milagro es un don que viene de lo alto, que Jesús implora al Padre; por esto, levanta los ojos al cielo y ordena: “¡Ábrete!”  Y las orejas del sordo se abren, se desata el nudo de su lengua y comienza a hablar correctamente (cfr. v. 35).
La enseñanza que obtenemos de este episodio es que Dios no está cerrado en sí mismo, sino que se abre y se pone en comunicación con la humanidad. En su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran “constructor de puentes” que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre.
Pero este Evangelio nos habla también de nosotros: a menudo nosotros estamos replegados y encerrados en nosotros mismos, y creamos tantas islas inaccesibles e inhospitalarias. Incluso las relaciones humanas más elementales a veces crean realidades incapaces de apertura recíproca: la pareja cerrada, la familia cerrada, el grupo cerrado, la parroquia cerrada…Y aquello no es de Dios. Esto es nuestro, es nuestro pecado.
Sin embargo en el origen de nuestra vida cristiana, en el Bautismo, están precisamente aquel gesto y aquella palabra de Jesús: “¡Effatá!” – “¡Ábrete!”. Y el milagro se cumplió: fuimos curados de la sordera del egoísmo y del mutismo de la cerrazón y del pecado y fuimos insertados en la gran familia de la Iglesia; podemos escuchar a Dios que nos habla y comunicar su Palabra a cuantos no la han escuchado nunca o a quien la ha olvidado, o sepultado bajo las espinas de las preocupaciones y de los engaños del mundo.
Pidamos a la Virgen Santa, mujer de la escucha y del testimonio alegre, que nos sostenga en el compromiso de profesar nuestra fe y de comunicar las maravillas del Señor a quienes encontramos en nuestro camino.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Carta 20150901

CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
CON LA QUE SE CONCEDE LA INDULGENCIA
CON OCASIÓN DEL JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA

Al venerado hermano
Monseñor Rino Fisichella
Presidente del Consejo pontificio
para la promoción de la nueva evangelización

La cercanía del Jubileo extraordinario de la Misericordia me permite centrar la atención en algunos puntos sobre los que considero importante intervenir para facilitar que la celebración del Año Santo sea un auténtico momento de encuentro con la misericordia de Dios para todos los creyentes. Es mi deseo, en efecto, que el Jubileo sea experiencia viva de la cercanía del Padre, como si se quisiese tocar con la mano su ternura, para que se fortalezca la fe de cada creyente y, así, el testimonio sea cada vez más eficaz.
Mi pensamiento se dirige, en primer lugar, a todos los fieles que en cada diócesis, o como peregrinos en Roma, vivirán la gracia del Jubileo. Deseo que la indulgencia jubilar llegue a cada uno como genuina experiencia de la misericordia de Dios, la cual va al encuentro de todos con el rostro del Padre que acoge y perdona, olvidando completamente el pecado cometido. Para vivir y obtener la indulgencia los fieles están llamados a realizar una breve peregrinación hacia la Puerta Santa, abierta en cada catedral o en las iglesias establecidas por el obispo diocesano y en las cuatro basílicas papales en Roma, como signo del deseo profundo de auténtica conversión. Igualmente dispongo que se pueda ganar la indulgencia en los santuarios donde se abra la Puerta de la Misericordia y en las iglesias que tradicionalmente se identifican como Jubilares. Es importante que este momento esté unido, ante todo, al Sacramento de la Reconciliación y a la celebración de la santa Eucaristía con un reflexión sobre la misericordia. Será necesario acompañar estas celebraciones con la profesión de fe y con la oración por mí y por las intenciones que llevo en el corazón para el bien de la Iglesia y de todo el mundo.
Pienso, además, en quienes por diversos motivos se verán imposibilitados de llegar a la Puerta Santa, en primer lugar los enfermos y las personas ancianas y solas, a menudo en condiciones de no poder salir de casa. Para ellos será de gran ayuda vivir la enfermedad y el sufrimiento como experiencia de cercanía al Señor que en el misterio de su pasión, muerte y resurrección indica la vía maestra para dar sentido al dolor y a la soledad. Vivir con fe y gozosa esperanza este momento de prueba, recibiendo la comunión o participando en la santa misa y en la oración comunitaria, también a través de los diversos medios de comunicación, será para ellos el modo de obtener la indulgencia jubilar. Mi pensamiento se dirige también a los presos, que experimentan la limitación de su libertad. El Jubileo siempre ha sido la ocasión de una gran amnistía, destinada a hacer partícipes a muchas personas que, incluso mereciendo una pena, sin embargo han tomado conciencia de la injusticia cometida y desean sinceramente integrarse de nuevo en la sociedad dando su contribución honesta. Que a todos ellos llegue realmente la misericordia del Padre que quiere estar cerca de quien más necesita de su perdón. En las capillas de las cárceles podrán ganar la indulgencia, y cada vez que atraviesen la puerta de su celda, dirigiendo su pensamiento y la oración al Padre, pueda este gesto ser para ellos el paso de la Puerta Santa, porque la misericordia de Dios, capaz de convertir los corazones, es también capaz de convertir las rejas en experiencia de libertad.
He pedido que la Iglesia redescubra en este tiempo jubilar la riqueza contenida en las obras de misericordia corporales y espirituales. La experiencia de la misericordia, en efecto, se hace visible en el testimonio de signos concretos como Jesús mismo nos enseñó. Cada vez que un fiel viva personalmente una o más de estas obras obtendrá ciertamente la indulgencia jubilar. De aquí el compromiso a vivir de la misericordia para obtener la gracia del perdón completo y total por el poder del amor del Padre que no excluye a nadie. Será, por lo tanto, una indulgencia jubilar plena, fruto del acontecimiento mismo que se celebra y se vive con fe, esperanza y caridad.
La indulgencia jubilar, por último, se puede ganar también para los difuntos. A ellos estamos unidos por el testimonio de fe y caridad que nos dejaron. De igual modo que los recordamos en la celebración eucarística, también podemos, en el gran misterio de la comunión de los santos, rezar por ellos para que el rostro misericordioso del Padre los libere de todo residuo de culpa y pueda abrazarlos en la bienaventuranza que no tiene fin.
Uno de los graves problemas de nuestro tiempo es, ciertamente, la modificación de la relación con la vida. Una mentalidad muy generalizada que ya ha provocado una pérdida de la debida sensibilidad personal y social hacia la acogida de una nueva vida. Algunos viven el drama del aborto con una consciencia superficial, casi sin darse cuenta del gravísimo mal que comporta un acto de ese tipo. Muchos otros, en cambio, incluso viviendo ese momento como una derrota, consideran no tener otro camino por donde ir. Pienso, de forma especial, en todas las mujeres que han recurrido al aborto. Conozco bien los condicionamientos que las condujeron a esa decisión. Sé que es un drama existencial y moral. He encontrado a muchas mujeres que llevaban en su corazón una cicatriz por esa elección sufrida y dolorosa. Lo sucedido es profundamente injusto; sin embargo, sólo el hecho de comprenderlo en su verdad puede consentir no perder la esperanza. El perdón de Dios no se puede negar a todo el que se haya arrepentido, sobre todo cuando con corazón sincero se acerca al Sacramento de la Confesión para obtener la reconciliación con el Padre. También por este motivo he decidido conceder a todos los sacerdotes para el Año jubilar, no obstante cualquier cuestión contraria, la facultad de absolver del pecado del aborto a quienes lo han practicado y arrepentidos de corazón piden por ello perdón. Los sacerdotes se deben preparar para esta gran tarea sabiendo conjugar palabras de genuina acogida con una reflexión que ayude a comprender el pecado cometido, e indicar un itinerario de conversión verdadera para llegar a acoger el auténtico y generoso perdón del Padre que todo lo renueva con su presencia.
Una última consideración se dirige a los fieles que por diversos motivos frecuentan las iglesias donde celebran los sacerdotes de la Fraternidad de San Pío X. Este Año jubilar de la Misericordia no excluye a nadie. Desde diversos lugares, algunos hermanos obispos me han hablado de su buena fe y práctica sacramental, unida, sin embargo, a la dificultad de vivir una condición pastoralmente difícil. Confío que en el futuro próximo se puedan encontrar soluciones para recuperar la plena comunión con los sacerdotes y los superiores de la Fraternidad. Al mismo tiempo, movido por la exigencia de corresponder al bien de estos fieles, por una disposición mía establezco que quienes durante el Año Santo de la Misericordia se acerquen a los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X para celebrar el Sacramento de la Reconciliación, recibirán válida y lícitamente la absolución de sus pecados.
Confiando en la intercesión de la Madre de la Misericordia, encomiendo a su protección la preparación de este Jubileo extraordinario.
Vaticano, 1 de septiembre de 2015.
Francisco