viernes, 16 de octubre de 2015

Homilía 20151016

Es necesario rezar mucho para no dejarse contagiar por el “virus” de la hipocresía, esa actitud farisaica que seduce con las mentiras estando en la sombra. Es el apremio de Jesús que el Papa Francisco invitó a acoger al comentar el Evangelio del día durante la homilía de la Misa matutina celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta.El Santo Padre afirmó que la hipocresía no tiene color, sino que más bien juega con las tonalidades. Se insinúa y seduce en “claroscuro”, con “la fascinación de la mentira”. El Papa se detuvo a considerar la escena presentada en el pasaje evangélico de LucasJesús y los discípulos en medio de una muchedumbre en la que se atropellaban unos a otros – poniendo de manifiesto la genuina advertencia de Cristo a los suyos: “Cuídense de la levadura de los fariseos”. Francisco observó que la levadura “es algo pequeñísimo”, pero Jesús habla como si quisiera decir “virus”. Como “un médico” que dice “a sus colaboradores” que estén atentos a los riesgos de un “contagio”:
“La hipocresía es ese modo de vivir, de obrar, de hablar, que no es claro. Quizás sonríe,  tal vez está serio… No es luz, no es tiniebla… Se mueve de una manera que parece no amenazar a nadie, como la serpiente, pero tiene el atractivo del claroscuro. Tiene esa fascinación de no mostrar las cosas claras, de no decir las cosas claramente; la fascinación de la mentira, de las apariencias… A los fariseos hipócritas, Jesús también les decía que estaban llenos de sí mismos, de vanidad, que a ellos les agradaba pasear por las plazas haciendo ver que eran importantes, gente culta…”.
Sin embargo Jesús tranquiliza a la multitud. “No tengan miedo”, afirma, porque “no hay nada oculto que no deba ser revelado, ni nada secreto que no deba ser conocido”. Como si quisiera decir – observó Francisco –  que esconderse “no ayuda”, si bien “la levadura de los fariseos” llevaba y lleva “a la gente a amar más a las tinieblas que a la luz”:
“Esta levadura es un virus que enferma y te hará morir. ¡Estén atentos! Esta levadura te lleva a las tinieblas. ¡Estén atentos! Pero hay uno que es más grande que esto: es el Padre que está en el Cielo. ‘¿Acaso cinco pájaros no se venden por dos monedas? Y sin embargo, Dios no olvida a ninguno de ellos. También los cabellos de su cabeza están todos contados’. Y después la exhortación final: ‘¡No tengan miedo! ¡Valen más que muchos pájaros!’. Ante todos estos temores que nos ponen aquí y allá, y allá, y que nos pone el virus, la levadura de la hipocresía farisea, Jesús nos dice: ‘Hay un Padre. Hay un Padre que los ama. Hay un Padre que los cuida’”.
Hay un solo modo para evitar el contagio – sostuvo el Papa Bergoglio –. Es el camino que indica Jesús: orar. La única solución – concluyó – para no caer en esa “actitud farisaica que no es ni luz ni tinieblas”, sino que está “a mitad” de un camino que “jamás llevará a la luz de Dios”:
“Oremos. Oremos tanto. ‘Señor, custodia tu Iglesia, que somos todos nosotros: custodia a tu pueblo, el que se había reunido y se apretujaba entre sí. Custodia a tu pueblo, para que ame la luz, la luz que viene del Padre, que viene de Tu Padre, que te ha enviado a Ti para salvarnos. Custodia a tu pueblo para que no se vuelva hipócrita, para que no caiga en la tibieza de la vida. Custodia a tu pueblo para que tenga la alegría de saber que hay un Padre que nos ama tanto”.

domingo, 4 de octubre de 2015

Vigilia del Sínodo 3 de octubre de 2015


Queridas familias, buenas tardes.
¿Vale la pena encender una pequeña vela en la oscuridad que nos rodea? ¿No se necesitaría algo más para disipar la oscuridad? Pero, ¿se pueden vencer las tinieblas?
En ciertas épocas de la vida –de esta vida llena de recursos estupendos–, preguntas como esta se imponen con apremio. Frente a las exigencias de la existencia, existe la tentación de echarse para atrás, de desertar y encerrarse, a lo mejor en nombre de la prudencia y del realismo, escapando así de la responsabilidad de cumplir a fondo el propio deber.
¿Recuerdan la experiencia de Elías? El cálculo humano le causa al profeta un miedo que lo empuja a buscar refugio. «Entonces Elías tuvo miedo, se levantó y se fue para poner a salvo su vida […] Caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios. Allí se introdujo en la cueva y pasó la noche. Le llegó la palabra del Señor preguntando: “¿Qué haces aquí, Elías?”» (1 R 19,3.8-9). Luego, en el Horeb, la respuesta no la encontrará en el viento impetuoso que sacude las rocas, ni en el terremoto, ni tampoco en el fuego. La gracia de Dios no levanta la voz, es un rumor que llega a cuantos están dispuestos a escuchar la suave brisa: los exhorta a salir, a regresar al mundo, a ser testigos del amor de Dios por el hombre, para que el mundo crea…
Con este espíritu, hace precisamente un año, en esta misma plaza, invocábamos al Espíritu Santo pidiéndole que los Padres sinodales –al poner atención en el tema de la familia– supieran escuchar y confrontarse teniendo fija la mirada en Jesús, Palabra última del Padre y criterio de interpretación de la realidad.
Esta noche, nuestra oración no puede ser diferente. Pues, como recordaba el Patriarca Atenágoras, sin el Espíritu Santo, Dios resulta lejano, Cristo permanece en el pasado, la Iglesia se convierte en una simple organización, la autoridad se transforma en dominio, la misión en propaganda, el culto en evocación y el actuar de los cristianos en una moral de esclavos.
Oremos, pues, para que el Sínodo que se abre mañana sepa reorientar la experiencia conyugal y familiar hacia una imagen plena del hombre; que sepa reconocer, valorizar y proponer todo lo bello, bueno y santo que hay en ella; abrazar las situaciones de vulnerabilidad que la ponen a prueba: la pobreza, la guerra, la enfermedad, el luto, las relaciones laceradas y deshilachadas de las que brotan dificultades, resentimientos y rupturas; que recuerde a estas familias, y a todas las familias, que el Evangelio sigue siendo la «buena noticia» desde la que se puede comenzar de nuevo. Que los Padres sepan sacar del tesoro de la tradición viva palabras de consuelo y orientaciones esperanzadoras para las familias, que están llamadas en este tiempo a construir el futuro de la comunidad eclesial y de la ciudad del hombre.
Cada familia es siempre una luz, por más débil que sea, en medio de la oscuridad del mundo.
La andadura misma de Jesús entre los hombres toma forma en el seno de una familia, en la cual permaneció treinta años. Una familia como tantas otras, asentada en una aldea insignificante de la periferia del Imperio.
Charles de Foucauld intuyó, quizás como pocos, el alcance de la espiritualidad que emana de Nazaret. Este gran explorador abandonó muy pronto la carrera militar fascinado por el misterio de la Sagrada Familia, por la relación cotidiana de Jesús con sus padres y sus vecinos, por el trabajo silencioso, por la oración humilde. Contemplando a la Familia de Nazaret, el hermano Charles se percató de la esterilidad del afán por las riquezas y el poder; con el apostolado de la bondad se hizo todo para todos; atraído por la vida eremítica, entendió que no se crece en el amor de Dios evitando la servidumbre de las relaciones humanas, porque amando a los otros es como se aprende a amar a Dios; inclinándose al prójimo es como nos elevamos hacia Dios. A través de la cercanía fraterna y solidaria a los más pobres y abandonados entendió que, a fin de cuentas, son precisamente ellos los que nos evangelizan, ayudándonos a crecer en humanidad.
Para entender hoy a la familia, entremos también nosotros –como Charles de Foucauld– en el misterio de la Familia de Nazaret, en su vida escondida, cotidiana y ordinaria, como es la vida de la mayor parte de nuestras familias, con sus penas y sus sencillas alegrías; vida entretejida de paciencia serena en las contrariedades, de respeto por la situación de cada uno, de esa humildad que libera y florece en el servicio; vida de fraternidad que brota del sentirse parte de un único cuerpo.
La familia es lugar de santidad evangélica, llevada a cabo en las condiciones más ordinarias. En ella se respira la memoria de las generaciones y se ahondan las raíces que permiten ir más lejos. Es el lugar de discernimiento, donde se nos educa para descubrir el plan de Dios para nuestra vida y saber acogerlo con confianza. La familia es lugar de gratuidad, de presencia discreta, fraterna, solidaria, que nos enseña a salir de nosotros mismos para acoger al otro, a perdonar y ser perdonados.
Volvamos a Nazaret para que sea un Sínodo que, más que hablar sobre la familia, sepa aprender de ella, en la disponibilidad a reconocer siempre su dignidad, su consistencia y su valor, no obstante las muchas penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar.
En la «Galilea de los gentiles» de nuestro tiempo encontraremos de nuevo la consistencia de una Iglesia que es madre, capaz de engendrar la vida y atenta a comunicar continuamente la vida, a acompañar con dedicación, ternura y fuerza moral. Porque si no somos capaces de unir la compasión a la justicia, terminamos siendo seres inútilmente severos y profundamente injustos.
Una Iglesia que es familia sabe presentarse con la proximidad y el amor de un padre, que vive la responsabilidad del custodio, que protege sin reemplazar, que corrige sin humillar, que educa con el ejemplo y la paciencia. A veces, con el simple silencio de una espera orante y abierta.
Una Iglesia sobre todo de hijos, que se reconocen hermanos, nunca llega a considerar al otro sólo como un peso, un problema, un coste, una preocupación o un riesgo: el otro es esencialmente un don, que sigue siéndolo aunque recorra caminos diferentes.
La Iglesia es una casa abierta, lejos de grandezas exteriores, acogedora en el estilo sobrio de sus miembros y, precisamente por ello, accesible a la esperanza de paz que hay dentro de cada hombre, incluidos aquellos que –probados por la vida– tienen el corazón lacerado y dolorido.
Esta Iglesia puede verdaderamente iluminar la noche del hombre, indicarle con credibilidad la meta y compartir su camino, sencillamente porque ella es la primera que vive la experiencia de ser incesantemente renovada en el corazón misericordioso del Padre.