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La lectura del Libro del Apocalipsis (18,1-2.21-23;19,1-3.9a) habla de
tres voces. La primera es el grito del
ángel: Cayó, cayó la gran Babilonia, la que sembraba corrupción en los
corazones de la gente y la que nos lleva a
todos por esa senda de la corrupción. La corrupción es el modo de vivir
en la blasfemia, la corrupción es una forma de blasfemia,
el lenguaje de esa Babilonia, de esa mundanidad, es blasfemia, no está
Dios: está el dios dinero, el dios bienestar, el dios
explotación. Pero esa mundanidad que seduce a los grandes de la tierra
caerá. Esa civilización caerá y el grito del
ángel es un grito de victoria: cayó, ha caído la que engañaba con sus
seducciones. Y el imperio de la vanidad, del
orgullo, caerá, como cayó Satanás.
Contrario al grito del ángel, que era un grito de victoria por la caída
de la civilización corrupta, hay otra voz poderosa, el
grito de la gente que alaba a Dios: La salvación, la gloria y el poder
son de nuestro Dios. Es la voz potente de la adoración, la
adoración del pueblo de Dios que se salva y también del pueblo en
camino, que todavía está en la tierra. El pueblo de
Dios, pecador, pero no corrupto: pecador que sabe pedir perdón, pecador
que busca la salvación de Jesucristo.
Ese pueblo se alegra cuando ve el fin y la alegría de la victoria se
convierte en adoración. No podemos quedarnos solo con el primer
grito del ángel, sino con esta voz potente de la adoración de Dios. Pero
a los cristianos les cuesta adorar. Somos muy buenos para rezar
pidiendo algo, pero la oración de alabanza no es fácil hacerla. Hay que
aprenderla, debemos aprenderla ahora para no aprenderla de prisa
cuando lleguemos allá. Es muy hermosa la oración de adoración ante el
Sagrario. Una oración que solo dice: Tú
eres Dios. Yo soy un pobre hijo amado por ti.
Finalmente, la tercera voz es un susurro. El ángel que dice:
escribe, Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero.
La
invitación del Señor no es un grito sino una voz suave, como cuando Dios
habla con Elías. La voz de Dios cuando habla al
corazón es así: como un hilo de silencio sonoro. Y esa invitación a las
bodas del Cordero será el final, nuestra
salvación. Los que hayan entrado al banquete, según la parábola de
Jesús, son de hecho los que estaban en los cruces de
los caminos, buenos y malos, ciegos, sordos, cojos, todos nosotros
pecadores, pero con la humildad suficiente para decir: Soy un pecador y
Dios
me salvará. Y si tenemos eso en el corazón, Él nos invitará, y oiremos
esa voz susurrante que nos invita al banquete. El
Evangelio acaba con esa voz. Cuando empiece a suceder esto —o sea la
destrucción de la soberbia, de la vanidad, todo
eso—, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación, es
decir, te están invitando a las bodas del Cordero. Que el
Señor nos dé la gracia de esperar esa voz, de prepararnos para oír esa
voz: Ven, ven, ven siervo fiel —pecador pero
fiel—, ven, ven al banquete de tu Señor.
Las lecturas de la liturgia en esta última semana del Año Litúrgico son como una llamada del
Señor a pensar en serio en el final, el final de cada uno de nosotros, porque cada uno tendrá su fin.
No nos gusta pensar en esas cosas, pero es la verdad. Y cuando uno se haya ido, pasarán los años y casi nadie nos recordará. Yo
tengo una agenda donde escribo cuando muere una persona y cada día veo los aniversarios y ¡cómo ha pasado el tiempo!
Esto nos obliga a pensar en lo que dejamos, en cuál es la huella de
nuestra vida. Y después del fin, como se cuenta en la lectura de hoy
del Apocalipsis de Juan (Ap 14,14-19), tendrá lugar el juicio para cada
uno de nosotros. Nos vendrá bien pensar: ¿Cómo
será aquel día cuando esté delante de Jesús? Cuando Él me pregunte por
los talentos que me dio, ¿qué
he hecho con ellos? Cuando me pregunte cómo ha estado mi corazón cuando
cayó la semilla, ¿como un camino o como las
espinas? Son las Parábolas del Reino de Dios. ¿Cómo recibí la Palabra?
¿Con corazón abierto? ¿La ha
hecho germinar por el bien de todos o a escondidas?
Cada uno estará delante de Jesús en el día del juicio. Por tanto,
retomando las palabras del Evangelio de Lucas (Lc
21,5-11), mirad que nadie os engañe. Y el engaño del que habla es la
alienación, el engaño de las cosas
superficiales, que no tienen trascendencia, el engaño de vivir como si
nunca fuera a morir. Cuando venga el Señor, ¿cómo
me encontrará? ¿Esperando, o en medio de tantas alienaciones de la vida?
Recuerdo que siendo niño, cuando iba al catecismo, nos
enseñaban cuatro cosas: muerte, juicio, infierno o gloria. Después del
juicio existen esas posibilidades. Pero, Padre, eso es para
asuntarnos. No, ¡es la verdad! Porque si no cuidas tu corazón para que
el Señor esté contigo, y vives siempre alejado
del Señor, quizá exista el peligro de continuar así de alejado del Señor
por toda la eternidad. ¡Y eso es
tremendo!
Por tanto, pensemos cómo será nuestro fin y qué pasará delante del Señor. Y el remedio para no tener miedo en ese
momento está en el Apocalipsis: Sé fiel hasta la muerte —dice el Señor— y te daré la corona de la
vida. La fidelidad al Señor, y Él no defrauda. Si cada uno de nosotros es fiel al Señor, cuando venga la muerte,
diremos: ¡Ven, hermana muerte! No nos asusta. Y cuando llegue el día del juicio, miraremos al Señor y le
diremos: Señor tengo tantos pecados, pero he procurado ser fiel. Y el Señor es bueno. Así pues, os doy este
consejo: Sé fiel hasta la muerte —dice el Señor— y te daré la corona de la vida. Con esa fidelidad no
tendremos miedo del fin, ni nos asustará el día del juicio.