Venerado Hermano, queridos miembros de la Pontificia
Comisión Bíblica:
Me alegra acogerlos al término de su Asamblea plenaria anual. Agradezco al
Presidente, el Arzobispo Gerhard Ludwig Müller, sus palabras de saludo y la
concisa exposición del tema que ha sido objeto de atenta reflexión en el curso
de sus trabajos. Se han reunido nuevamente para profundizar un argumento muy
importante: la inspiración y la verdad de la Biblia. Se trata de un tema que
atañe no sólo a cada creyente, sino a la Iglesia entera, puesto que la vida y
la misión de la Iglesia se fundan en la Palabra de Dios, que es alma de la
teología y, al mismo tiempo, inspiradora de toda la existencia cristiana.
Como sabemos, las Sagradas Escrituras son el testimonio en forma escrita, de la
Palabra divina, el memorial canónico que atestigua el evento de la Revelación.
La Palabra de Dios, por tanto, precede y excede la Biblia. Por esta razón
nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación
y, sobre todo, a una Persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne.
Precisamente porque el horizonte de la Palabra divina abraza y se extiende más
allá de la Escritura, para comprenderla adecuadamente es necesaria la constante
presencia del Espíritu Santo que “guía toda la verdad” (Jn 16, 13). Es
necesario colocarse en la corriente de la gran Tradición que, bajo la
asistencia del Espíritu Santo y la guía del Magisterio, ha reconocido los
escritos canónicos como Palabra que Dios dirige a su pueblo y jamás ha dejado
de meditarlos y de descubrir sus inagotables riquezas. El Concilio Vaticano II
lo reafirmó con gran claridad en la Constitución dogmática Dei Verbum:
“Por que todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura,
está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el
ministerio divino de conservar y de interpretar la Palabra de Dios” (n. 12).
Como nos recuerda también la mencionada Constitución conciliar, existe una
unidad inseparable entre la Sagrada Escritura y la Tradición, porque ambas
provienen de una misma fuente: “Así, pues, la Sagrada Tradición y la Sagrada
Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de
la misma divina fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin. Ya
que la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios en cuanto se consigna por
escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición
transmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la Palabra de Dios, a
ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo para que, con la luz
del Espíritu de la verdad la guarden fielmente, la expongan y la difundan con
su predicación; de donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la
Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas. Por eso se
han de recibir y venerar ambas con un mismo espíritu de piedad” (Ibíd.,
9).
Se desprende por tanto que el exégeta debe estar atento a percibir la Palabra
de Dios presente en los textos bíblicos colocándolo dentro de la misma fe de la
Iglesia. La interpretación de las Sagradas Escrituras no puede ser sólo un
esfuerzo científico individual, sino que debe ser siempre confrontada, inserida
y autenticada por la tradición viva de la Iglesia. Esta norma es decisiva para
precisar la correcta y recíproca relación entre la exégesis y el Magisterio de
la Iglesia. Los textos inspirados por Dios han sido confiados a la Comunidad de
los creyentes, a la Iglesia de Cristo, para alimentar la fe y guiar la vida de
la caridad. El respeto de esta naturaleza profunda de las Escrituras condiciona
la misma validez y la eficacia de la hermenéutica bíblica. Esto comporta la
insuficiencia de toda interpretación subjetiva o sencillamente limitada a un
análisis incapaz de acoger en sí ese sentido global que en el curso de los
siglos ha constituido la Tradición del entero Pueblo de Dios, que “in
credendo falli nequit” (Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución
dogmática Lumen gentium, 12).
Queridos Hermanos, deseo concluir mi intervención formulando a todos ustedes mi
agradecimiento y animándolos en su valioso trabajo. Que el Señor Jesucristo,
Verbo de Dios encarnado y divino Maestro que ha abierto la mente y el corazón
de sus discípulos a la inteligencia de las Escrituras (Cfr. Lc 24,
45), guíe y sostenga siempre su actividad. Que la Virgen María, modelo de
docilidad y obediencia a la Palabra de Dios, les enseñe a acoger plenamente la
riqueza inagotable de la Sagrada Escritura no sólo a través de la investigación
intelectual, sino en la oración y en toda su vida de creyentes, sobre todo en
este Año de la fe, a fin de que su trabajo contribuya a hacer resplandecer la
luz de la Sagrada Escritura en el corazón de los fieles. Deseándoles una
fructuosa continuación de sus actividades, invoco sobre ustedes la luz del
Espíritu Santo e imparto a todos mi Bendición Apostólica.