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Jesús sigue orando e intercediendo por nosotros, mostrando al Padre el
precio de nuestra salvación: sus llagas. Lo dijo el Papa Francisco en la
misa de la mañana en la Casa de Santa Marta, en el día en que la
Iglesia celebra los Santos Simón y Judas, Apóstoles.
Al centro
de la homilía de hoy estuvo el pasaje del Evangelio en el que Jesús pasa
toda la noche orando al Padre antes de elegir a los Doce Apóstoles:
“Jesús compone su equipo” - subrayó el Obispo de Roma - y luego se
encuentra rodeado por una gran multitud de gente “llegada para
escucharlo y ser curada” porque “de Él brotaba una fuerza que sanaba a
todos”. Son las “tres relaciones de Jesús” - observó Francisco - “Jesús
con el Padre, Jesús con sus apóstoles y Jesús con la gente”. Jesús
oraba al Padre por los Apóstoles y por la gente. Y aún hoy reza:
“Es
el intercesor, el que reza, y reza a Dios con nosotros y ante nosotros.
Jesús nos ha salvado, hizo esta gran oración, su sacrificio, su vida,
para salvarnos, para justificarnos: estamos justificados gracias a Él.
Ahora se ha ido, y reza ¿Pero Jesús es un espíritu? ¡Jesús no es un
espíritu! Jesús es una persona, un hombre, con carne como la nuestra,
pero en la gloria. Jesús tiene las llagas en las manos, en los pies, en
el costado y cuando ora al Padre muestra este precio de la
justificación, y reza por nosotros, como diciendo: ‘Pero, Padre, que
esto no se pierda'”.
Jesús “tiene la primicia de nuestras
oraciones”, porque “es el primero en orar” y como “nuestro hermano” y
“un hombre como nosotros”, intercede por nosotros:
“Al
principio, Él realizó la redención, justificó a todos, pero ahora, ¿qué
hace? Intercede, reza por nosotros. Pienso en qué habrá sentido Pedro
cuando lo renegó, y luego Jesús lo miró y él lloraba. Podía
arrepentirse. Muchas veces, entre nosotros, nos decimos: 'Reza por mí,
¿eh?, lo necesito, tengo tantos problemas, tantas cosas: Reza por mí’. Y
eso es bueno, ¿eh?, porque nosotros hermanos debemos rezar los unos por
los otros”.
Por ello el Santo Padre nos exhortó a pedir: “Reza por mí, Señor, Tú eres el intercesor”:
“Él
reza por mí; reza por todos nosotros y reza con coraje porque hace ver
al Padre el precio de nuestra justicia: Sus llagas. Pensemos tanto en
esto y demos gracias al Señor. Agradezcamos por tener un hermano que
reza con nosotros y reza por nosotros, intercede por nosotros. Y
hablemos con Jesús, digámosle: ‘Señor, Tú eres el intercesor, Tú me has
salvado, me has justificado. Pero ahora, reza por mí’. Y confiemos
nuestros problemas, nuestra vida, tantas cosas a Él , para que Él las
lleve al Padre”.
Moisés, Juan el Bautista, San Pablo. El Papa Francisco centró su homilía
de la misa de esta mañana en la Casa de Santa Marta, en estos tres
personajes, destacando que ninguno de ellos se salvó de la angustia,
pero el Señor no los abandonó. Pensando en los muchos sacerdotes y
monjas que viven en hogares de ancianos, el Papa ha invitado a los
fieles a visitarlos porque, aseguró, son verdaderos “santuarios de
santidad y de apostolicidad”.
El comienzo de la vida apostólica y el
ocaso del apóstol Pablo. Francisco se inspiró en las lecturas del día
para detenerse en estos dos extremos de la existencia del cristiano. Al
inicio de la vida apostólica, observó, comentando el Evangelio de hoy,
los discípulos eran “jóvenes” y “fuertes” y también los “demonios iban
por delante” para “la predicación”. La primera lectura, agregó, nos
muestra a San Pablo al final de su vida. “Es el ocaso del Apóstol”:
“El
apóstol tiene un comienzo alegre, entusiasta, entusiasta con Dios
dentro, ¿no? Pero tampoco le fue ahorrado el ocaso. Y me hace bien
pensar en el ocaso del Apóstol... Se me ocurren tres iconos: Moisés,
Juan el Bautista y Pablo. Moisés es aquel que es el jefe del pueblo de
Dios, valiente, luchando contra los enemigos y también luchando con Dios
para salvar al pueblo: ¡fuerte! Y al final está sólo sobre el Monte
Nebo, mirando a la tierra prometida, pero sin poder entrar allí. No
podía entrar en la promesa. Juan el Bautista: en los últimos tiempos no
le fueron ahorradas angustias”.
Juan el Bautista, continuó el
Pontífice, debe enfrentar también una “angustia dudosa que lo
atormentaba” y “terminó bajo el poder de un gobernante débil, borracho y
corrupto, bajo el poder de la envidia de la adúltera y del capricho de
una bailarina”. Y también el apóstol Pablo, en la primera lectura, habla
de aquellos que lo han abandonado, de quienes le han causado daño
ensañándose contra su predicación. Cuenta que nadie le ayudó en el
tribunal. Todos lo han abandonado. Pero, dice San Pablo, “El Señor
estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el mensaje fuera
proclamado”:
“Esto es lo grande del Apóstol, quien, con su vida
hace lo que dijo Juan el Bautista: ‘Es necesario que él crezca, y yo
disminuya’. El apóstol es el que da la vida para que el Señor crezca. Y
al final este se apaga así... También Pedro con la promesa: ‘Cuando
serás viejo te llevarán a donde tú no querrás ir’. Y cuando pienso al
ocaso del Apóstol, me viene al corazón el recuerdo de esos santuarios de
la apostolicidad y santidad que son las casas de reposo de los
sacerdotes y monjas: buenos sacerdotes, buenas monjas, envejecidos, con
el peso de la soledad, esperando que venga el Señor a llamar a la puerta
de su corazón. Estos son verdaderos santuarios de la apostolicidad y
santidad que tenemos en la Iglesia. No los olvidemos, ¡eh!”
Si
observamos “más profundamente”, dijo el Papa, estos lugares “son
bellísimos”. A menudo escucho decir que “se peregrina al Santuario de
Nuestra Señora”, “de San Francisco”, “de San Benito”, “tantas
peregrinaciones”:
“Me pregunto si nosotros cristianos tenemos el
deseo de hacer una visita - ¡que será una verdadera peregrinación! - ¿a
estos santuarios de santidad y de apostolicidad, que son las casas de
reposo de los sacerdotes y monjas? Uno de ustedes me dijo hace unos
días, que cuando iba a un país de misión, iba al cementerio y veía todas
las tumbas de los antiguos misioneros, sacerdotes y monjas, sepultados
allí desde hace 50, 100, 200 años, desconocidos. Y me decía, ' pero,
todo estos puede ser canonizados, porque al final cuenta sólo la
santidad cotidiana, esta santidad de todos los días’. En los hogares de
ancianos, estas hermanas y estos sacerdotes esperan al Señor un poco
como Pablo: un poco tristes, de verdad, pero también con una cierta paz,
con el rostro alegre”.
“Hará bien a todos nosotros - concluyó
el Obispo de Roma - pensar en esta etapa de la vida que es el ocaso del
apóstol y orar al Señor: 'Cuida a los que están en el momento del
despojo final, sólo para decir una vez más ‘Sí, Señor, quiero seguirte’”
Breve rsumen de la Audiencia de hoy
Queridos hermanos y hermanas:
En el Credo decimos que la
Iglesia es «apostólica», expresando así el profundo vínculo que tiene
con los Doce Apóstoles, a los que Jesús llamó para que estuvieran con Él
y para enviarlos a predicar. «Apóstol» es una palabra griega que
significa «mandado», «enviado». Y aplicada a la Iglesia, puede tener
tres significados. En primer lugar, la Iglesia es apostólica porque está
edificada sobre el cimiento de los Apóstoles, sobre su testimonio y
sobre la autoridad que Cristo mismo les ha dado. En segundo lugar, la
Iglesia es apostólica porque «guarda y transmite, con la ayuda del
Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las
sanas palabras oídas a los Apóstoles», es decir, conserva el precioso
tesoro de la Sagrada Escritura, la Tradición Apostólica, los Sacramentos
que nos permiten ser fieles a Cristo y participar de su misma vida. Y,
en tercer lugar, la Iglesia es apostólica porque en ella pervive el
mandato misionero que el Señor confió a sus Apóstoles. La Iglesia
continúa en la historia la tarea de llevar el Evangelio a todo el mundo.
Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México y los
demás países latinoamericanos. Invito a todos a ser testigos auténticos
de Cristo Resucitado y a anunciar el Evangelio a todas las gentes, en
comunión con los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Muchas gracias.
En el Salmo hemos recitado: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal 97,1).
Hoy
nos encontramos ante una de esas maravillas del Señor: ¡María! Una
criatura humilde y débil como nosotros, elegida para ser Madre de Dios,
Madre de su Creador.
Precisamente mirando a María a la luz de las
lecturas que hemos escuchado, me gustaría reflexionar con ustedes sobre
tres puntos: primero, Dios nos sorprende, segundo, Dios nos pide fidelidad, tercero, Dios es nuestra fuerza.
1. El primero: Dios nos sorprende.
La historia de Naamán, jefe del ejército del rey de Aram, es llamativa:
para curarse de la lepra se presenta ante el profeta de Dios, Eliseo,
que no realiza ritos mágicos, ni le pide cosas extraordinarias, sino
únicamente fiarse de Dios y lavarse en el agua del río; y no en uno de
los grandes ríos de Damasco, sino en el pequeño Jordán. Es un
requerimiento que deja a Naamán perplejo, también sorprendido: ¿qué Dios
es este que pide una cosa tan simple? Decide marcharse, pero después da
el paso, se baña en el Jordán e inmediatamente queda curado. Dios nos
sorprende; precisamente en la pobreza, en la debilidad, en la humildad
es donde se manifiesta y nos da su amor que nos salva, nos cura y nos
fortalece. Sólo pide que sigamos su palabra y nos fiemos de Él.
Ésta
es también la experiencia de la Virgen María: ante el anuncio del Ángel,
no oculta su asombro. Es el asombro de ver que Dios, para hacerse
hombre, la ha elegido precisamente a Ella, una sencilla muchacha de
Nazaret, que no vive en los palacios del poder y de la riqueza, que no
ha hecho cosas extraordinarias, pero que está abierta a Dios, se fía de
Él, aunque no lo comprenda del todo: “He aquí la esclava el Señor,
hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Es su respuesta. Dios
nos sorprende siempre, rompe nuestros esquemas, pone en crisis nuestros
proyectos, y nos dice: Fíate de mí, no tengas miedo, déjate sorprender,
sal de ti mismo y sígueme.
Preguntémonos hoy todos nosotros si
tenemos miedo de lo que el Señor pudiera pedirnos o de lo que nos está
pidiendo. ¿Me dejo sorprender por Dios, como hizo María, o me cierro en
mis seguridades, seguridades materiales, seguridades intelectuales,
seguridades ideológicas, seguirdades de mis proyectos? ¿Dejo entrar a
Dios verdaderamente en mi vida? ¿Cómo le respondo?
2. En la lectura
de San Pablo que hemos escuchado, el Apóstol se dirige a su discípulo
Timoteo diciéndole: Acuérdate de Jesucristo, si perseveramos con Él,
reinaremos con Él. Éste es el segundo punto: acordarse siempre de
Cristo, la memoria de Jesucristo, y esto es perseverar en la fe: Dios
nos sorprende con su amor, pero nos pide que le sigamos fielmente.
Pensemos cuántas veces nos hemos entusiasmado con una cosa, con un
proyecto, con una tarea, pero después, ante las primeras dificultades,
hemos tirado la toalla. Y esto, desgraciadamente, sucede también con
nuestras opciones fundamentales, como el matrimonio. La dificultad de
ser constantes, de ser fieles a las decisiones tomadas, a los
compromisos asumidos. A menudo es fácil decir “sí”, pero después no se
consigue repetir este “sí” cada día. No se consigue a ser fieles.
María
ha dicho su “sí” a Dios, un “sí” que ha cambiado su humilde existencia
de Nazaret, pero no ha sido el único, más bien ha sido el primero de
otros muchos “sí” pronunciados en su corazón tanto en los momentos
gozosos como en los dolorosos; todos estos “sí” culminaron en el
pronunciado bajo la Cruz. Hoy, aquí hay muchas madres; piensen hasta qué
punto ha llegado la fidelidad de María a Dios: hasta ver a su Hijo
único en la Cruz. La mujer fiel, de pie, destruida dentro, pero fiel y
fuerte.
Y yo me pregunto: ¿Soy un cristiano a ratos o soy siempre
cristiano? La cultura de lo provisional, de lo relativo entra también en
la vida de fe. Dios nos pide que le seamos fieles cada día, en las
cosas ordinarias, y añade que, a pesar de que a veces no somos fieles,
Él siempre es fiel y con su misericordia no se cansa de tendernos la
mano para levantarnos, para animarnos a retomar el camino, a volver a Él
y confesarle nuestra debilidad para que Él nos dé su fuerza. Es éste el
camino definitivo, siempre con el Señor, también en nuestras
debilidades, también en nuestros pecados. Jamás caminar sobre el camino
de lo provisional. Esto sí mata. La fe es fidelidad definitiva, como
aquella de María.
3. El último punto: Dios es nuestra fuerza.
Pienso en los diez leprosos del Evangelio curados por Jesús: salen a su
encuentro, se detienen a lo lejos y le dicen a gritos: “Jesús, maestro,
ten compasión de nosotros” (Lc 17,13). Están enfermos, necesitados de
amor y de fuerza, y buscan a alguien que los cure. Y Jesús responde
liberándolos a todos de su enfermedad. Llama la atención, sin embargo,
que solamente uno regrese alabando a Dios a grandes gritos y dando
gracias. Jesús mismo lo indica: diez han dado gritos para alcanzar la
curación y uno solo ha vuelto a dar gracias a Dios a gritos y reconocer
que en Él está nuestra fuerza. Saber agradecer, dar gloria a Dios por lo
que hace por nosotros.
Miremos a María: después de la Anunciación,
lo primero que hace es un gesto de caridad hacia su anciana pariente
Isabel; y las primeras palabras que pronuncia son: “Proclama mi alma la
grandeza del Señor”, o sea, un cántico de alabanza y de acción de
gracias a Dios no sólo por lo que ha hecho en Ella, sino por lo que ha
hecho en toda la historia de salvación. Todo es don suyo. Si nosotros
podemos entender que todo es don de Dios, ¡cuánta felicidad hay en
nuestro corazón! Todo es don suyo ¡Él es nuestra fuerza! ¡Decir gracias
es tan fácil, y sin embargo tan difícil! ¿Cuántas veces nos decimos
gracias en la familia? Es una de las palabras claves de la convivencia.
"Permiso", "disculpa", "gracias": si en una familia se dicen estas tres
palabras, la familia va adelante. "Permiso", "perdóname", "gracias".
¿Cuántas veces decimos "gracias" en familia? ¿Cuántas veces damos las
gracias a quien nos ayuda, se acerca a nosotros, nos acompaña en la
vida? ¡Muchas veces damos todo por descontado! Y así hacemos también con
Dios. Es fácil dirigirse al Señor para pedirle algo, pero ir a
agradecerle: "Uy, no me dan ganas".
Continuemos la Eucaristía
invocando la intercesión de María para que nos ayude a dejarnos
sorprender por Dios sin oponer resistencia, a ser hijos fieles cada día,
a alabarlo y darle gracias porque Él es nuestra fuerza. Amén.