Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos dias!
en estos domingos el evangelista Marcos nos está contando la acción
de Jesús contra todo tipo de mal, a favor de los sufrientes en el cuerpo
y en el espíritu: endemoniados, enfermos, pecadores… Él se presenta
como aquel que combate y vence el mal en cualquiera lo encuentre. En el
Evangelio de hoy (cfr Mc 1,40-45) su lucha enfrenta un caso
emblemático, porque el enfermo es un leproso. La lepra es una enfermedad
contagiosa y despiadada, que desfigura a la persona, y que era símbolo
de impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados y
advertir de su presencia a los pasantes. Estaba marginado de las
comunidades civil y religiosa. Era como un muerto ambulante.
El episodio de la curación del
leproso se desarrolla en tres breves pasajes: la invocación del enfermo,
la respuesta de Jesús, las consecuencias de la curación prodigiosa. El
leproso suplica a Jesús «de rodillas» y le dice: «si quieres, puedes
purificarme» (v. 40). Ante esta oración humilde y confiada, Jesús
reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión, y compasión
es una palabra muy profunda: compasión significa “padecer-con-el otro”.
El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel
hombre, acercándose a él y tocándolo. Este detalle es muy importante.
Jesús «extendió la mano y lo tocó … y en seguida la lepra desapareció y
quedó purificado» (v. 41).
La misericordia de Dios supera toda
barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no se coloca a una
distancia de seguridad y no actúa por poder, sino que se expone
directamente al contagio de nuestro mal; y así precisamente nuestro mal
se convierte en el punto del contacto: Él, Jesús, toma de nosotros
nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él su humanidad sana y
sanadora. Esto ocurre cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el
Señor Jesús nos “toca” y nos dona su gracia. En este caso pensamos
especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la
lepra del pecado.
Una vez más el Evangelio nos muestra
qué cosa hace Dios frente a nuestro mal: Dios no viene a “dar una
lección” sobre el dolor; tampoco viene a eliminar del mundo el
sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de
nuestra condición humana, a llevarlo hasta el fondo, para librarnos de
manera radical y definitiva. Así Cristo combate los males y los
sufrimientos del mundo: haciéndose cargo de ellos y venciéndolos con la
fuerza de la misericordia de Dios.
Hoy, a nosotros, el Evangelio de la
curación del leproso nos dice que, si queremos ser verdaderos discípulos
de Jesús, estamos llamados a convertirnos, unidos a Él, en instrumentos
de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación. Para ser
“imitadores de Cristo” (cfr 1 Cor 11,1) frente a un pobre o a un
enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos
con ternura y compasión, y de tocarlo y de abrazarlo. A menudo he
pedido a las personas que ayudan a los demás, hacerlo mirándolas a los
ojos, no tener miedo de tocarlos; que el gesto de ayuda sea también un
gesto de comunicación: también nosotros tenemos necesidad de ser
acogidos por ellos. Un gesto de ternura, un gesto de compasión … Yo les
pregunto: ustedes, cuando ayudan a los demás, ¿los miran a los ojos?
¿Los acogen sin miedo de tocarlos? ¿Los acogen con ternura? Piensen en
esto: ¿cómo ayudan, a la distancia o con ternura, con cercanía? Si
el mal es contagioso, también lo es el bien. Por lo tanto, es necesario
que abunde en nosotros, cada vez más, el bien. Dejémonos contagiar por
el bien y ¡contagiemos el bien!
Diario. Lunes, 3 de febrero de 2025
Hace 4 horas
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