Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy reflexionaremos sobre una cualidad característica de la vida
familiar que se aprende desde los primeros años de vida: la
convivialidad, es decir, la actitud de compartir los bienes de la vida y
ser felices de poderlo hacer. ¡Pero compartir y saber compartir es una
virtud preciosa! Su símbolo, su “ícono”, es la familia reunida alrededor
de la mesa doméstica. El compartir los alimentos – y por lo tanto,
además de los alimentos, también los afectos, los cuentos, los eventos… -
es una experiencia fundamental. Cuando hay una fiesta, un cumpleaños,
un aniversario, nos reunimos alrededor de la mesa. En algunas culturas
es habitual hacerlo también por el luto, para estar cercanos de quien se
encuentra en el dolor por la pérdida de un familiar.
La convivialidad es un termómetro seguro para medir la salud de las
relaciones: si en la familia hay algo que no está bien, o alguna herida
escondida, en la mesa se percibe enseguida. Una familia que no come casi
nunca juntos, o en cuya mesa no se habla pero se ve la televisión, o el
smartphone, es una familia “poco familia”. Cuando los hijos en la mesa
están pegados a la computadora, al móvil, y no se escuchan entre ellos,
esto no es familia, es un jubilado.
El Cristianismo tiene una especial vocación por la convivialidad,
todos lo saben. El Señor Jesús enseñaba frecuentemente en la mesa, y
representaba algunas veces el Reino de Dios como un banquete gozoso.
Jesús escogió la comida también para entregar a sus discípulos su
testamento espiritual – lo hizo en la cena – condensado en el gesto
memorial de su Sacrificio: donación de su Cuerpo y de su Sangre como
Alimento y Bebida de salvación, que nutren el amor verdadero y duradero.
En esta perspectiva, podemos bien decir que la familia es “de casa” a
la Misa, propio porque lleva a la Eucaristía la propia experiencia de
convivencia y la abre a la gracia de una convivialidad universal, del
amor de Dios por el mundo. Participando en la Eucaristía, la familia es
purificada de la tentación de cerrarse en sí misma, fortalecida en el
amor y en la fidelidad, y extiende los confines de su propia fraternidad
según el corazón de Cristo.
En nuestro tiempo, marcado por tantas cerrazones y tantos muros, la
convivialidad, generada por la familia y dilatada en la Eucaristía, se
convierte en una oportunidad crucial. La Eucaristía y la familia
nutridas por ella pueden vencer las cerrazones y construir puentes de
acogida y de caridad. Sí, la Eucaristía de una Iglesia de familias,
capaces de restituir a la comunidad la levadura dinámica de la
convivialidad y de hospitalidad recíproca, es una ¡escuela de inclusión
humana que no teme confrontaciones! No existen pequeños, huérfanos,
débiles, indefensos, heridos y desilusionados, desesperados y
abandonados, que la convivialidad eucarística de las familias no pueda
nutrir, restaurar, proteger y hospedar.
La memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender. Nosotros
mismos hemos conocido, y todavía conocemos, que milagros pueden suceder
cuando una madre tiene una mirada de atención, servicio y cuidado por
los hijos ajenos, además de los propios. ¡Hasta ayer, bastaba una mamá
para todos los niños del patio! Y además: sabemos bien la fuerza que
adquiere un pueblo cuyos padres están preparados para movilizarse para
proteger a sus hijos de todos, porque consideran a los hijos un bien
indivisible, que son felices y orgullosos de proteger.
Hoy muchos contextos sociales ponen obstáculos a la convivialidad
familiar. Es verdad, hoy no es fácil. Debemos encontrar el modo de
recuperarla; en la mesa se habla, en la mesa se escucha. Nada de
silencio, ese silencio que no es el silencio de las religiosas, es el
silencio del egoísmo: cada uno tiene lo suyo, o la televisión o el
ordenador… y no se habla. No, nada de silencio. Recuperar esta
convivialidad familiar aunque sea adaptándola a los tiempos. La
convivialidad parece que se ha convertido en una cosa que se compra y se
vende, pero así es otra cosa. Y la nutrición no es siempre el símbolo
de un justo compartir de los bienes, capaz de alcanzar a quien no tiene
ni pan ni afectos. En los Países ricos somos estimulados a gastar en una
nutrición excesiva, y luego lo hacemos de nuevo para remediar el
exceso. Y este “negocio” insensato desvía nuestra atención del hambre
verdadera, del cuerpo y del alma. Cuando no hay convivialidad hay
egoísmo, cada uno piensa en sí mismo. Es tanto así, que la publicidad la
ha reducido a un deseo de galletas y dulces. Mientras tanto, muchos
hermanos y hermanas se quedan fuera de la mesa. ¡Es un poco vergonzoso!
¿No?
Miremos el misterio del Banquete eucarístico. El Señor entrega su
Cuerpo y derrama su Sangre por todos. De verdad no existe división que
pueda resistir a este Sacrificio de comunión; solo la actitud de
falsedad, de complicidad con el mal puede excluir de ello. Cualquier
otra distancia no puede resistir a la potencia indefensa de este pan
partido y de este vino derramado, Sacramento del único Cuerpo del Señor.
La alianza viva y vital de las familias cristianas, que precede,
sostiene y abraza en el dinamismo de su hospitalidad las fatigas y las
alegrías cotidianas, coopera con la gracia de la Eucaristía, que es
capaz de crear comunión siempre nueva con la fuerza que incluye y que
salva.
La familia cristiana mostrará así, la amplitud de su verdadero
horizonte, que es el horizonte de la Iglesia Madre de todos los hombres,
de todos los abandonados y de los excluidos, en todos los pueblos.
Oremos para que esta convivialidad familiar pueda crecer y madurar en el
tiempo de gracia del próximo Jubileo de la Misericordia. Gracias.
Unidad de los cristianos y las Bodas de Caná
Hace 5 horas
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