Queridos hermanos y hermanas
Es bello estar aquí con
ustedes. Ya desde el principio, al programar la visita a Brasil, mi
deseo era poder visitar todos los barrios de esta nación. Habría querido
llamar a cada puerta, decir «buenos días», pedir un vaso de agua
fresca, tomar un «cafezinho», no un vasito de cachaça, hablar
como amigo de casa, escuchar el corazón de cada uno, de los padres, los
hijos, los abuelos... Pero Brasil, ¡es tan grande! Y no se puede llamar
a todas las puertas. Así que elegí venir aquí, a visitar vuestra
Comunidad, que hoy representa a todos los barrios de Brasil. ¡Qué
hermoso es ser recibidos con amor, con generosidad, con alegría! Basta
ver cómo habéis decorado las calles de la Comunidad; también esto es un
signo de afecto, nace del corazón, del corazón de los brasileños, que
está de fiesta. Muchas gracias a todos por la calurosa bienvenida.
Agradezco a los esposos Rangler y Joana sus cálidas palabras.
1.
Desde el primer momento en que he tocado el suelo brasileño, y también
aquí, entre vosotros, me siento acogido. Y es importante saber acoger;
es todavía más bello que cualquier adorno. Digo esto porque, cuando
somos generosos en acoger a una persona y compartimos algo con ella
—algo de comer, un lugar en nuestra casa, nuestro tiempo— no nos hacemos
más pobres, sino que nos enriquecemos. Ya sé que, cuando alguien que
necesita comer llama a su puerta, siempre encuentran ustedes un modo de
compartir la comida; como dice el proverbio, siempre se puede «añadir
más agua a los frijoles». ¿Se puede añadir más agua a los frijoles? ¡Siempre!
Siempre!Y lo hacen con amor, mostrando que la verdadera riqueza no está en las cosas, sino en el corazón.
Y el pueblo brasileño, especialmente las personas más sencillas, pueden
dar al mundo una valiosa lección de solidaridad, una palabra a menudo
olvidada u omitida, porque es incomoda. Me gustaría hacer un llamamiento
a quienes tienen más recursos, a los poderes públicos y a todos los
hombres de buena voluntad comprometidos en la justicia social: que no se
cansen de trabajar por un mundo más justo y más solidario. Nadie puede
permanecer indiferente ante las desigualdades que aún existen en el
mundo. Que cada uno, según sus posibilidades y responsabilidades,
ofrezca su contribución para poner fin a tantas injusticias sociales. No
es la cultura del egoísmo, del individualismo, que muchas veces regula
nuestra sociedad, la que construye y lleva a un mundo más habitable,
sino la cultura de la solidaridad; no ver en el otro un competidor o un
número, sino un hermano.
Deseo alentar los esfuerzos que la
sociedad brasileña está haciendo para integrar todas las partes de su
cuerpo, incluidas las que más sufren o están necesitadas, a través de la
lucha contra el hambre y la miseria. Ningún esfuerzo de «pacificación»
será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una sociedad que
ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma.
Una sociedad así, simplemente se empobrece a sí misma; más aún, pierde
algo que es esencial para ella. No dejemos entrar en nuestro corazón la
cultura de lo descartable, porque somos hermanos y ninguno es
descartable. Recordémoslo siempre: sólo cuando se es capaz de compartir,
llega la verdadera riqueza; todo lo que se comparte se multiplica.
Pensemos en la multiplicación de los panes de Jesús. La medida de la
grandeza de una sociedad está determinada por la forma en que trata a
quien está más necesitado, a quien no tiene más que su pobreza.
2.
También quisiera decir que la Iglesia, «abogada de la justicia y
defensora de los pobres ante intolerables desigualdades sociales y
económicas, que claman al cielo» (Documento de Aparecida, 395), desea
ofrecer su colaboración a toda iniciativa que pueda significar un
verdadero desarrollo de cada hombre y de todo el hombre. Queridos
amigos, ciertamente es necesario dar pan a quien tiene hambre; es un
acto de justicia. Pero hay también un hambre más profunda, el hambre de
una felicidad que sólo Dios puede saciar. Hambre de dignidad. No hay una
verdadera promoción del bien común, ni un verdadero desarrollo del
hombre, cuando se ignoran los pilares fundamentales que sostienen una
nación, sus bienes inmateriales: la vida, que es un don de Dios, un
valor que siempre se ha de tutelar y promover; la familia, fundamento de
la convivencia y remedio contra la desintegración social; la educación
integral, que no se reduce a una simple transmisión de información con
el objetivo de producir ganancias; la salud, que debe buscar el
bienestar integral de la persona, incluyendo la dimensión espiritual,
esencial para el equilibrio humano y una sana convivencia; la seguridad,
en la convicción de que la violencia sólo se puede vencer partiendo del
cambio del corazón humano.
3. Quisiera decir una última cosa.
Aquí, como en todo Brasil, hay muchos jóvenes. Queridos jóvenes,
ustedes tienen una especial sensibilidad ante la injusticia, pero a
menudo se sienten defraudados por los casos de corrupción, por las
personas que, en lugar de buscar el bien común, persiguen su propio
interés. A ustedes y a todos les repito: nunca se desanimen, no pierdan
la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La realidad puede
cambiar, el hombre puede cambiar. Sean los primeros en tratar de hacer
el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo. La Iglesia los
acompaña ofreciéndoles el don precioso de la fe, de Jesucristo, que ha
«venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10).
Hoy digo a todos ustedes, y en particular a los habitantes de esta
Comunidad de Varginha: No están solos, la Iglesia está con ustedes, el
Papa está con ustedes. Llevo a cada uno de ustedes en mi corazón y hago
mías las intenciones que albergan en lo más íntimo: la gratitud por las
alegrías, las peticiones de ayuda en las dificultades, el deseo de
consuelo en los momentos de dolor y sufrimiento. Todo lo encomiendo a la
intercesión de Nuestra Señora de Aparecida, la Madre de todos los
pobres del Brasil, y con gran afecto les imparto mi Bendición, gracias!
Sic.
Hace 25 minutos
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