Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de
este domingo (Lc 12,32-48) nos habla del deseo del encuentro definitivo
con Cristo, un deseo que nos hace estar siempre preparados, con el
espíritu despierto, porque esperamos este encuentro con todo el corazón,
con todo nuestro ser. Este es un aspecto fundamental de la vida. Hay un
deseo que todos nosotros, sea explícito, sea escondido, tenemos en el
corazón, todos nosotros tenemos este deseo en el corazón.
También
es importante ver esta enseñanza de Jesús en el contexto concreto,
existencial en el que Él lo ha transmitido. En este caso, el evangelista
Lucas nos muestra a Jesús que está caminando con sus discípulos hacia
Jerusalén, hacia su Pascua de muerte y resurrección, y en este camino
los educa confiándoles a ellos aquello que Él mismo lleva en el corazón,
las actitudes profundas de su ánimo. Entre estas actitudes se
encuentran el desapego a los bienes terrenos, la confianza en la
providencia del Padre y, precisamente, la vigilancia interior, la espera
operosa del Reino de Dios. Para Jesús es la espera del retorno a la
casa del Padre. Para nosotros es la espera de Cristo mismo, que vendrá a
buscarnos para llevarnos a la fiesta sin fin, como ya ha hecho con su
Madre María Santísima, que la ha llevado al cielo, con Él.
Este
Evangelio quiere decirnos que el cristiano es uno que lleva dentro de
sí un deseo grande, profundo: aquel de encontrarse con su Señor junto a
sus hermanos, a los compañeros de camino. Y todo esto que Jesús nos dice
se resume en un famoso dicho de Jesús: «Donde está tu tesoro, allí
estará también tu corazón» (Lc 12,34).
El corazón que desea.
Todos nosotros tenemos un deseo. Pero, pobre gente aquella que no tiene
deseo, el deseo de ir adelante, hacia el horizonte. Para nosotros
cristianos este horizonte es el encuentro con Jesús, el encuentro
propiamente con él, que es nuestra vida, nuestra alegría, Aquel que nos
hace felices. Yo les haría dos preguntas, la primera: ¿Todos ustedes
tienen un corazón deseoso? Piensen y respondan en silencio en el
corazón: ¿Tú tienes un corazón que desea o tienes un corazón cerrado, un
corazón dormido, un corazón anestesiado por las cosas de la vida? El
deseo, ir adelante al encuentro con Jesús.
La segunda
pregunta:¿Dónde está tu tesoro, aquello que tú deseas, porque Jesús nos
ha dicho: “donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”? yo pregunto:
¿Dónde está tu tesoro? ¿Cuál es para ti la realidad más importante, más
preciosa, la realidad que atrae mi corazón como un imán?, ¿Qué atrae tu
corazón? ¿Puedo decir que es el amor de Dios?, ¿Que es el deseo de hacer
el bien a los otros, de vivir para el Señor y para nuestros hermanos?,
¿Puedo decir esto? Cada uno responde en su corazón.
Alguno me
responderá: Padre, pero yo soy uno que trabaja, que tiene familia, para
mí la realidad más importante es sacar adelante a mi familia, el
trabajo… Cierto, es verdad, es importante. Pero ¿Cuál es la fuerza que
tiene unida a la familia? Es justamente el amor. Y quien siembra el amor
en nuestro corazón es Dios. El amor de Dios es el que da sentido a los
pequeños compromisos cotidianos y también ayuda a afrontar las grandes
pruebas. Este es el verdadero tesoro del hombre. Ir adelante en la vida
con amor, con aquel amor que el Señor ha sembrado en el corazón.
Pero
el amor de Dios ¿Qué es? No es algo vago, un sentimiento genérico; el
amor de Dios tiene un nombre y un rostro: Jesucristo. ¡Jesús! El amor de
Dios se manifiesta en Jesús porque nosotros no podemos amar el aire, el
todo. No se puede. Amamos personas. Y la persona a la que amamos es
Jesús, el don del Padre entre nosotros. Es un amor que da valor y
belleza a todo el resto. Es un amor que da fuerza a la familia, al
trabajo, al estudio, a la amistad, al arte, a toda actividad humana. Y
también da sentido a las experiencias negativas, porque nos permite ir
más allá de estas experiencias, más allá, de no quedar prisioneros del
mal, sino que nos hace pasar más allá, nos abre siempre a la esperanza.
El amor de Dios, en Jesús, siempre nos abre a la esperanza, a aquel
horizonte de esperanza, al horizonte final de nuestra peregrinación. De
esta manera también las fatigas y las caídas encuentran un sentido,
también nuestros pecados encuentran un sentido en el amor de Dios;
porque este amor de Dios en Jesús nos perdona siempre. Nos ama tanto que
nos perdona siempre.
Queridos hermanos, hoy en la Iglesia
hacemos memoria de santa Clara de Asís, que tras las huellas de
Francisco dejó todo para consagrarse a Cristo en la pobreza. Santa Clara
nos da un testimonio muy bello de este Evangelio de hoy: que ella nos
ayude, junto con la Virgen María, a vivirlo también nosotros, cada uno
según la propia vocación.
Sic.
Hace 5 horas
No hay comentarios:
Publicar un comentario