Queridos hermanos y hermanas, buenos días y ¡buena fiesta de la Virgen!
Hoy la Iglesia celebra una de las
fiestas más importantes dedicadas a la Santísima Virgen María: la fiesta
de su Asunción. Al final de su vida terrena, la Madre de Cristo subió
en cuerpo y alma al Cielo, es decir, en la gloria de la vida eterna, en
plena comunión con Dios.
El Evangelio de hoy (Lc 1,39-56) nos
presenta a María, que, inmediatamente después de haber concebido a Jesús
por obra del Espíritu Santo, se dirige a ver a su anciana pariente
Isabel, también ella milagrosamente a la espera de un hijo. En este
encuentro lleno del Espíritu Santo, María expresa su alegría con el
cántico del Magnificat, porque ha tomado plena conciencia de las grandes
cosas que están ocurriendo en su vida: a través de ella se llega al
cumplimiento de toda la espera de su pueblo.
Pero el Evangelio también nos muestra
cual es el motivo más verdadero de la grandeza de María y de su
beatitud: el motivo es la fe. De hecho Isabel la saluda con estas
palabras: «Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue
anunciado de parte del Señor». (Lc 1:45). La fe es el corazón de toda la
historia de María; ella es la creyente, la gran creyente; ella sabe - y
así lo dice - que en la historia pesa la violencia de los prepotentes,
el orgullo de los ricos, la arrogancia de los soberbios. Sin embargo,
María cree y proclama que Dios no deja solos a sus hijos, humildes y
pobres, sino que los socorre con misericordia, con premura, derribando a
los poderosos de sus tronos, dispersando a los orgullosos en las tramas
de sus corazones. Y ésta es la fe de nuestra Madre, ¡esta es la fe de
María!
El Cántico de la Virgen también nos
permite intuir el sentido cumplido de la vivencia de María: si la
misericordia del Señor es el motor de la historia, entonces no podía
«conocer la corrupción del sepulcro aquella que, de un modo inefable,
dio vida en su seno y carne de su carne al autor de toda vida»
(Prefacio). Todo esto no tiene que ver sólo con María. Las “grandes
cosas” hechas en ella por el Omnipotente nos tocan profundamente, nos
hablan de nuestro viaje por la vida, nos recuerdan la meta que nos
espera: la casa del Padre. Nuestra vida, vista a la luz de María asunta
al Cielo, no es un deambular sin rumbo, sino una peregrinación que, aún
con todas sus incertidumbres y sufrimientos, tiene una meta segura: la
casa de nuestro Padre, que nos espera con amor. Es bello pensar en esto:
que nosotros tenemos un Padre que nos espera con amor y que nuestra
Madre María también está allá arriba, y nos espera con amor.
Mientras tanto, mientras transcurre
la vida, Dios hace resplandecer «para su pueblo, todavía peregrino sobre
la tierra, un signo de consuelo y de segura esperanza». Aquel signo
tiene un rostro, aquel signo tiene un nombre: el rostro radiante de la
Madre del Señor, el nombre bendito de María, la llena de gracia, bendita
porque ella creyó en la palabra del Señor. ¡La gran creyente! Como
miembros de la Iglesia, estamos destinados a compartir la gloria de
nuestra Madre, porque, gracias a Dios, también nosotros creemos en el
sacrificio de Cristo en la cruz y, mediante el Bautismo, somos
insertados en este misterio de salvación.
Hoy todos juntos le rezamos para que, mientras se desanuda nuestro
camino sobre esta tierra, ella vuelva sobre nosotros sus ojos
misericordiosos, nos despeje el camino, nos indique la meta, y nos
muestre después de este exilio a Jesús, fruto bendito de su vientre. Y
decimos juntos: ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!
Prelado Opus Dei.
Hace 1 hora
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