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Vigilia del Sínodo 3 de octubre de 2015
Queridas familias, buenas tardes.
¿Vale la pena encender una pequeña vela en la oscuridad que nos
rodea? ¿No se necesitaría algo más para disipar la oscuridad? Pero, ¿se
pueden vencer las tinieblas?
En ciertas épocas de la vida –de esta vida llena de recursos
estupendos–, preguntas como esta se imponen con apremio. Frente a las
exigencias de la existencia, existe la tentación de echarse para atrás,
de desertar y encerrarse, a lo mejor en nombre de la prudencia y del
realismo, escapando así de la responsabilidad de cumplir a fondo el
propio deber.
¿Recuerdan la experiencia de Elías? El cálculo humano le causa al
profeta un miedo que lo empuja a buscar refugio. «Entonces Elías tuvo
miedo, se levantó y se fue para poner a salvo su vida […] Caminó
cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios. Allí
se introdujo en la cueva y pasó la noche. Le llegó la palabra del Señor
preguntando: “¿Qué haces aquí, Elías?”» (1 R 19,3.8-9). Luego, en el
Horeb, la respuesta no la encontrará en el viento impetuoso que sacude
las rocas, ni en el terremoto, ni tampoco en el fuego. La gracia de Dios
no levanta la voz, es un rumor que llega a cuantos están dispuestos a
escuchar la suave brisa: los exhorta a salir, a regresar al mundo, a ser
testigos del amor de Dios por el hombre, para que el mundo crea…
Con este espíritu, hace precisamente un año, en esta misma plaza,
invocábamos al Espíritu Santo pidiéndole que los Padres sinodales –al
poner atención en el tema de la familia– supieran escuchar y
confrontarse teniendo fija la mirada en Jesús, Palabra última del Padre y
criterio de interpretación de la realidad.
Esta noche, nuestra oración no puede ser diferente. Pues, como
recordaba el Patriarca Atenágoras, sin el Espíritu Santo, Dios resulta
lejano, Cristo permanece en el pasado, la Iglesia se convierte en una
simple organización, la autoridad se transforma en dominio, la misión en
propaganda, el culto en evocación y el actuar de los cristianos en una
moral de esclavos.
Oremos, pues, para que el Sínodo que se abre mañana sepa reorientar
la experiencia conyugal y familiar hacia una imagen plena del hombre;
que sepa reconocer, valorizar y proponer todo lo bello, bueno y santo
que hay en ella; abrazar las situaciones de vulnerabilidad que la ponen a
prueba: la pobreza, la guerra, la enfermedad, el luto, las relaciones
laceradas y deshilachadas de las que brotan dificultades, resentimientos
y rupturas; que recuerde a estas familias, y a todas las familias, que
el Evangelio sigue siendo la «buena noticia» desde la que se puede
comenzar de nuevo. Que los Padres sepan sacar del tesoro de la tradición
viva palabras de consuelo y orientaciones esperanzadoras para las
familias, que están llamadas en este tiempo a construir el futuro de la
comunidad eclesial y de la ciudad del hombre.
Cada familia es siempre una luz, por más débil que sea, en medio de la oscuridad del mundo.
La andadura misma de Jesús entre los hombres toma forma en el seno de
una familia, en la cual permaneció treinta años. Una familia como
tantas otras, asentada en una aldea insignificante de la periferia del
Imperio.
Charles de Foucauld intuyó, quizás como pocos, el alcance de la
espiritualidad que emana de Nazaret. Este gran explorador abandonó muy
pronto la carrera militar fascinado por el misterio de la Sagrada
Familia, por la relación cotidiana de Jesús con sus padres y sus
vecinos, por el trabajo silencioso, por la oración humilde. Contemplando
a la Familia de Nazaret, el hermano Charles se percató de la
esterilidad del afán por las riquezas y el poder; con el apostolado de
la bondad se hizo todo para todos; atraído por la vida eremítica,
entendió que no se crece en el amor de Dios evitando la servidumbre de
las relaciones humanas, porque amando a los otros es como se aprende a
amar a Dios; inclinándose al prójimo es como nos elevamos hacia Dios. A
través de la cercanía fraterna y solidaria a los más pobres y
abandonados entendió que, a fin de cuentas, son precisamente ellos los
que nos evangelizan, ayudándonos a crecer en humanidad.
Para entender hoy a la familia, entremos también nosotros –como
Charles de Foucauld– en el misterio de la Familia de Nazaret, en su vida
escondida, cotidiana y ordinaria, como es la vida de la mayor parte de
nuestras familias, con sus penas y sus sencillas alegrías; vida
entretejida de paciencia serena en las contrariedades, de respeto por la
situación de cada uno, de esa humildad que libera y florece en el
servicio; vida de fraternidad que brota del sentirse parte de un único
cuerpo.
La familia es lugar de santidad evangélica, llevada a cabo en las
condiciones más ordinarias. En ella se respira la memoria de las
generaciones y se ahondan las raíces que permiten ir más lejos. Es el
lugar de discernimiento, donde se nos educa para descubrir el plan de
Dios para nuestra vida y saber acogerlo con confianza. La familia es
lugar de gratuidad, de presencia discreta, fraterna, solidaria, que nos
enseña a salir de nosotros mismos para acoger al otro, a perdonar y ser
perdonados.
Volvamos a Nazaret para que sea un Sínodo que, más que hablar sobre
la familia, sepa aprender de ella, en la disponibilidad a reconocer
siempre su dignidad, su consistencia y su valor, no obstante las muchas
penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar.
En la «Galilea de los gentiles» de nuestro tiempo encontraremos de
nuevo la consistencia de una Iglesia que es madre, capaz de engendrar la
vida y atenta a comunicar continuamente la vida, a acompañar con
dedicación, ternura y fuerza moral. Porque si no somos capaces de unir
la compasión a la justicia, terminamos siendo seres inútilmente severos y
profundamente injustos.
Una Iglesia que es familia sabe presentarse con la proximidad y el
amor de un padre, que vive la responsabilidad del custodio, que protege
sin reemplazar, que corrige sin humillar, que educa con el ejemplo y la
paciencia. A veces, con el simple silencio de una espera orante y
abierta.
Una Iglesia sobre todo de hijos, que se reconocen hermanos, nunca
llega a considerar al otro sólo como un peso, un problema, un coste, una
preocupación o un riesgo: el otro es esencialmente un don, que sigue
siéndolo aunque recorra caminos diferentes.
La Iglesia es una casa abierta, lejos de grandezas exteriores,
acogedora en el estilo sobrio de sus miembros y, precisamente por ello,
accesible a la esperanza de paz que hay dentro de cada hombre, incluidos
aquellos que –probados por la vida– tienen el corazón lacerado y
dolorido.
Esta Iglesia puede verdaderamente iluminar la noche del hombre,
indicarle con credibilidad la meta y compartir su camino, sencillamente
porque ella es la primera que vive la experiencia de ser incesantemente
renovada en el corazón misericordioso del Padre.
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