Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (Mc 7, 31-37)
relata la curación de un sordomudo por parte de Jesús, un evento
prodigioso que muestra cómo Jesús restablece la plena comunicación del
hombre con Dios y con los otros hombres. El milagro está ambientado en
la zona de la Decápolis, es decir, en pleno territorio pagano; por lo
tanto, aquel sordomudo que es llevado a Jesús se transforma en el
símbolo del no-creyente que cumple un camino hacia la fe. En efecto, su
sordera expresa la incapacidad de escuchar y de comprender no sólo las
palabras de los hombres, sino también la Palabra de Dios. Y San Pablo
nos recuerda que “la fe nace de la escucha de la predicación” (Rm.
10,17).
La primera cosa que Jesús hace es
llevar a aquel hombre lejos de la muchedumbre: no quiere hacer
publicidad al gesto que está por realizar, pero no quiere tampoco que su
palabra sea cubierta por el bullicio de las voces y de las habladurías
del ambiente. La Palabra de Dios que Cristo nos transmite tiene
necesidad de silencio para ser escuchada como Palabra que sana, que
reconcilia y restablece la comunicación.
Se evidencian después dos gestos de
Jesús. Él toca las orejas y la lengua del sordomudo. Para restablecer la
relación con aquel hombre “bloqueado” en la comunicación, busca primero
restablecer el contacto. Pero el milagro es un don que viene de lo
alto, que Jesús implora al Padre; por esto, levanta los ojos al cielo y
ordena: “¡Ábrete!” Y las orejas del sordo se abren, se desata el nudo
de su lengua y comienza a hablar correctamente (cfr. v. 35).
La enseñanza que obtenemos de este
episodio es que Dios no está cerrado en sí mismo, sino que se abre y se
pone en comunicación con la humanidad. En su inmensa misericordia,
supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a
nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios
se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los
profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra
hecha carne. Jesús es el gran “constructor de puentes” que construye en
sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre.
Pero este Evangelio nos habla también
de nosotros: a menudo nosotros estamos replegados y encerrados en
nosotros mismos, y creamos tantas islas inaccesibles e inhospitalarias.
Incluso las relaciones humanas más elementales a veces crean realidades
incapaces de apertura recíproca: la pareja cerrada, la familia cerrada,
el grupo cerrado, la parroquia cerrada…Y aquello no es de Dios. Esto es
nuestro, es nuestro pecado.
Sin embargo en el origen de nuestra
vida cristiana, en el Bautismo, están precisamente aquel gesto y aquella
palabra de Jesús: “¡Effatá!” – “¡Ábrete!”. Y el milagro se cumplió:
fuimos curados de la sordera del egoísmo y del mutismo de la cerrazón y
del pecado y fuimos insertados en la gran familia de la Iglesia; podemos
escuchar a Dios que nos habla y comunicar su Palabra a cuantos no la han
escuchado nunca o a quien la ha olvidado, o sepultado bajo las espinas
de las preocupaciones y de los engaños del mundo.
Pidamos a la Virgen Santa, mujer de
la escucha y del testimonio alegre, que nos sostenga en el compromiso de
profesar nuestra fe y de comunicar las maravillas del Señor a quienes
encontramos en nuestro camino.
23 de enero, ocho años del Prelado del Opus Dei.
Hace 6 horas
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