Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta es nuestra reflexión conclusiva sobre el tema del matrimonio y
de la familia. Estamos en las vísperas de eventos bellos y que requieren
empeño y compromiso que están directamente relacionados con este gran
tema: el Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia y el Sínodo de
los Obispos aquí en Roma. Ambos tienen un respiro mundial, que
corresponde a la dimensión universal del cristianismo, pero también al alcance universal de esta comunidad humana fundamental e insustituible que es la familia.
El actual pasaje de civilización aparece marcado por los efectos a
largo plazo de una sociedad administrada por la tecnocracia económica.
La subordinación de la ética a la lógica de la ganancia tiene grandes
recursos y de apoyo mediático enorme. En este escenario, una nueva alianza del hombre y de la mujer se convierte no solo en necesaria sino también en estratégica por la emancipación de los pueblos de la colonización del dinero.
Esta alianza ¡debe volver a orientar la política, la economía y la
convivencia civil! Esta decide la habitabilidad de la tierra, la
transmisión del sentimiento de la vida, los vínculos de la memoria y de
la esperanza.
De esta alianza, la comunidad conyugal-familiar del hombre y de la
mujer es la gramática generativa, el “nudo de oro” podemos decir. La fe
la recoge de la sabiduría de la creación de Dios: que ha confiado a la
familia, no el cuidado de una intimidad en sí misma, sino con el
emocionante proyecto de hacer “doméstico” el mundo. La familia está al
inicio, a la base de esta cultura mundial que nos salva; nos salva de
tantos, tantos ataques, tantas destrucciones, de tantas colonizaciones,
como aquella del dinero o como aquellas ideologías que amenazan tanto el
mundo. La familia es la base para defenderse.
Precisamente de la Palabra bíblica de la creación hemos tomado
nuestra inspiración fundamental, en nuestras breves meditaciones de los
miércoles sobre la familia. A esta Palabra podemos y debemos nuevamente
recoger con amplitud y profundidad. Es un gran trabajo, aquel que nos
espera, pero también es muy entusiasmante. La creación de Dios no es una
simple premisa filosófica: ¡es el horizonte universal de la vida y de
la fe! No hay un designio divino diverso de la creación y de su
salvación. Es por la salvación de la creatura -de cada creatura- que
Dios se ha hecho hombre: «por nosotros los hombres y por nuestra
salvación», como dice el Credo. Y Jesús resucitado es el «primogénito de
cada creatura» (Col 1,15).
El mundo creado está confiado al hombre y a la mujer: lo que pasa
entre ellos da la marca a todo. El rechazo de la bendición de Dios llega
fatalmente a un delirio de omnipotencia que arruina cada cosa. Es lo
que llamamos “pecado original”. Y todos venimos al mundo con la herencia
de esta enfermedad.
A pesar de eso, no somos malditos, ni abandonados a nosotros mismos.
La antigua narración del primer amor de Dios por el hombre y la mujer,
¡tenía ya páginas escritas con fuego, al respecto! «Pondré enemistad
entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo» (Gen 3,15a). Son las
palabras que Dios dirige a la serpiente engañadora, encantadora. Con
estas palabras Dios marca a la mujer con una barrera protectora contra
el mal, a la cual ella puede recurrir –si quiere- por cada generación.
Quiere decir que la mujer tiene una secreta y especial bendición,
¡para la defensa de su creatura del Maligno! Como la Mujer del
Apocalipsis, que corre a esconder el hijo del Dragón. Y Dios la protege
(cfr Ap 12,6)
¡Piensen cuál profundidad se abre aquí! Existen muchos lugares
comunes, a veces incluso ofensivos, sobre la mujer tentadora que inspira
el mal. En cambio hay espacio para una teología de la mujer que esté a
la altura de esta bendición de Dios ¡para ella y para la generación!
La misericordiosa protección de Dios hacia el hombre y la mujer,
en cada caso, nunca falta a ambos. ¡No olvidemos esto! El lenguaje
simbólico de la Biblia nos dice que antes de alejarlos del jardín del
Edén, Dios hace al hombre y a la mujer túnicas de piel y los viste (cfr Gen 3,21).
Este gesto de ternura significa que también en las dolorosas
consecuencias de nuestro pecado, Dios no quiere que nos quedemos
desnudos y abandonados a nuestro destino de pecadores. Esta ternura
divina, este cuidado hacia nosotros, la vemos encarnada en Jesús de
Nazaret, Hijo de Dios «nacido de mujer» (Gal 4,4). Y siempre san Pablo dice todavía: «mientras éramos todavía pecadores, Cristo ha muerto por nosotros» (Rom
5,8). Cristo, nacido de mujer, de una mujer. Es la caricia de Dios
sobre nuestras llagas, sobre nuestros errores, sobre nuestros pecados.
Pero Dios nos ama como somos y quiere llevarnos hacia adelante con este
proyecto, y la mujer es la más fuerte que lleva adelante este proyecto.
La promesa que Dios hace al hombre y a la mujer, al inicio de la
historia, incluye todos los seres humanos, hasta el final de la
historia. Si tenemos fe suficiente, las familias de los pueblos de la
tierra se reconocerán en esta bendición. De todos modos, cualquiera que
se deja conmover por esta visión, a cualquier pueblo, nación, religión
pertenezca, se ponga en camino con nosotros. Será nuestro hermano,
nuestra hermana. Sin hacer proselitismo, no… Caminamos juntos, bajo esta
bendición, bajo este objetivo de Dios, de hacernos a todos hermanos en
la vida, en un mundo que va hacia adelante que nace propio de la
familia, de la unión del hombre y de la mujer.
¡Dios les bendiga, familias de cada rincón de la tierra! y ¡Dios les bendiga a todos ustedes!
23 de enero, ocho años del Prelado del Opus Dei.
Hace 6 horas
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