La liturgia hoy nos invita a fijar la mirada en Jesús como Rey del
Universo. La bella oración del Prefacio nos recuerda que su reino es
«reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de
justicia, de amor y de paz». Las lecturas que hemos escuchado nos
muestran como Jesús ha realizado su reino; como lo realiza en el devenir
de la historia; y que nos pide a nosotros.
Sobre todo, como Jesús ha realizado el reino: lo ha hecho con la
cercanía y ternura hacia nosotros. Él es el Pastor, del cual nos ha
hablado el profeta Ezequiel en la primera lectura (cfr. 34,11-12.15-17).
Todo este pasaje esta tejido por verbos que indican la atención y el
amor del Pastor a su rebaño: buscar, vigilar, reunir, llevar al pasto,
hacer reposar, buscar la oveja perdida, encontrar la que se había
perdido, vendar las heridas, sanar a la enferma, cuidarlas, pastorear.
Todas estas actitudes se han hecho realidad en Jesucristo: Él es
verdaderamente el “gran Pastor de las ovejas y guardián de nuestras
almas” (cfr. Eb 13,20; 1Pt 2,25).
Y cuantos en la Iglesia estamos llamados a ser pastores, no podemos
separarnos de este modelo, si no queremos convertirnos en mercenarios.
Al respecto, el pueblo de Dios posee un olfato infalible en reconocer
los buenos pastores y distinguirlos de los mercenarios.
Después de su victoria, es decir después de su Resurrección, ¿cómo
Jesús lleva adelante su reino? El apóstol Pablo, en la primera Carta a
los Corintios, dice: «Es necesario que Él reine hasta que no haya puesto
a todos sus enemigos bajo sus pies» (15,25). Es el Padre que poco a
poco ha puesto todo bajo el Hijo, y al mismo tiempo el Hijo pone todo
bajo el Padre, y al final también Él mismo. Jesús no es un rey a la
manera de este mundo: para Él reinar no es mandar, sino obedecer al
Padre, entregarse a Él, para que se cumpla su diseño de amor y de
salvación. De este modo existe plena reciprocidad entre el Padre y el
Hijo. Por lo tanto el tiempo del reino de Cristo es el largo tiempo de
la sumisión de todo al Hijo y de la entrega de todo al Padre. «El último
enemigo en ser vencido será la muerte» (1 Cor 15,26). Y al final,
cuando todo será puesto bajo la majestad de Jesús, y todo, también Jesús
mismo, será puesto bajo el Padre, Dios será todo en todos (cfr. 1 Cor
15, 28).
El Evangelio nos dice que cosa nos pide el reino de Jesús a nosotros:
nos recuerda que la cercanía y la ternura son la regla de vida también
para nosotros, y sobre esto seremos juzgados. Este será el protocolo de
nuestro juicio. Es la gran parábola del juicio final de Mateo 25. El Rey
dice: «Vengan, benditos de mi Padre, tomen en posesión el reino
preparado para ustedes desde la creación del mundo, porque tuve hambre y
me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, era forastero y me
acogiste, estaba desnudo y me vestiste, enfermo y me visitaste, en la
cárcel y viniste a verme» (25,34-36). Los justos le preguntaran: ¿cuándo
hicimos todo esto? Y Él responderá: «En verdad les digo: que cuanto
hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron»
(Mt 25,40).
La salvación no comienza en la confesión de la soberanía de Cristo,
sino en la imitación de las obras de misericordia mediante las cuales Él
ha realizado el Reino. Quien las cumple demuestra de haber acogido la
realiza de Jesús, porque ha hecho espacio en su corazón a la caridad de
Dios. Al atardecer de la vida seremos juzgados sobre el amor, sobre la
projimidad y sobre la ternura hacia los hermanos. De esto dependerá
nuestro ingreso o no en el reino de Dios, nuestra ubicación de una o de
otra parte. Jesús, con su victoria, nos ha abierto su reino, pero está
en cada uno de nosotros entrar o no, ya a partir de esta vida – el Reino
inicia ahora – haciéndonos concretamente prójimo al hermano que pide
pan, vestido, acogida, solidaridad, catequesis. Y si verdaderamente
amamos a este hermano o aquella hermana, seremos impulsados a compartir
con él o con ella lo más precioso que tenemos, es decir ¡Jesús mismo y
su Evangelio!
Hoy la Iglesia nos pone delante como modelos los nuevos Santos que,
mediante las obras de generosa dedicación a Dios y a los hermanos, han
servido, cada uno en su propio ámbito, el reino de Dios y se han
convertido en herederos. Cada uno de ellos ha respondido con
extraordinaria creatividad al mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
Se han dedicado sin reparo al servicio de los últimos, asistiendo a los
indigentes, a los enfermos, a los ancianos, a los peregrinos. Su
predilección por los pequeños y por los pobres era el reflejo y la
medida del amor incondicional a Dios. De hecho, han buscado y
descubierto la caridad en la relación fuerte y personal con Dios, de la
cual surge el verdadero amor por el prójimo. Por eso, en la hora del
juicio, han escuchado esta dulce invitación: «Vengan, benditos de mi
Padre, tomen en posesión el reino preparado para ustedes desde la
creación del mundo» (Mt 25,34).
Con el rito de canonización, una vez más hemos confesado el misterio
del reino de Dios y honorado a Cristo Rey, Pastor lleno de amor por su
grey. Que los nuevos Santos, con su ejemplo y su intercesión, hagan
crecer en nosotros la alegría de caminar en la vía del Evangelio, la
decisión de asumirlo como la brújula de nuestra vida. Sigamos sus
huellas, imitemos su fe y su caridad, para que también nuestra esperanza
se llene de inmortalidad. No nos dejemos distraer por otros intereses
terrenos y pasajeros. Y nos guie en el camino hacia el reino de los
Cielos la Madre, Reina de todos los Santos.
Diario. Martes, 4 de febrero de 2025
Hace 15 minutos
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