Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Sínodo de los Obispos sobre la Familia, apenas
celebrado, ha sido la primera etapa de un camino, que se concluirá el
próximo octubre con la celebración de otra Asamblea sobre el tema
“Vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el mundo”. La
oración y la reflexión que deben acompañar este camino involucran a todo
el Pueblo de Dios. Quisiera que también las meditaciones habituales de las audiencias del miércoles se inserten en este camino común.
Por esto, he decidido reflexionar con ustedes, en este año, precisamente sobre la familia, sobre este gran don
que el Señor hizo al mundo desde el principio, cuando confirió a Adán y
Eva la misión de multiplicarse y de llenar la tierra (cfr Gen 1,28).
Aquel don que Jesús ha confirmado y sellado en su Evangelio.
Y la cercanía de la Navidad enciende sobre este misterio una gran luz. La encarnación de Hijo de Dios
abre un nuevo inicio en la historia universal del hombre y de la mujer.
Y este nuevo inicio acaece en el seno de una familia, en Nazaret. Jesús
nació en una familia. Él podía venir especularmente, o como un
guerrero, un emperador…No, no. Viene como un hijo de familia, en una familia. Esto es importante: mirar en el pesebre esta escena tan bella.
Dios ha elegido nacer en una familia humana, que ha formado Él mismo. La ha formado en un apartado pueblo de la periferia
del Imperio Romano. No en Roma, que es la ciudad capital del Imperio,
no en una gran ciudad, sino en una periferia casi invisible, o mejor
dicho, más bien de mala fama. Lo recuerdan también los
Evangelios, casi como un modo de decir: “De Nazaret, ¿puede salir alguna
vez algo bueno?” (Jn, 1,46). Quizás, en muchas partes del mundo,
nosotros mismos hablamos todavía así, cuando escuchamos el nombre de
algún lugar periférico de una gran ciudad. Pues bien, precisamente
desde allí, de aquella periferia del gran Imperio, ¡inició la historia
más santa y más buena, aquella de Jesús entre los hombres! Y allí estaba
esta familia.
Jesús permaneció en esa periferia por más de treinta
años. El evangelista Lucas resume este periodo así: “…vivía sujeto a
ellos", es decir a María y José. Pero uno dice: ¿pero este Dios que
viene a salvarnos ha perdido treinta años allí, en aquella periferia de
mala fama? ¡Ha perdido treinta años! Y Él ha querido esto. El camino de Jesús estaba en esa familia. "La madre conservaba todas estas cosas en su corazón.
Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de
Dios y de los hombres”. (2, 51-52). No se habla de milagros o
curaciones, de predicaciones – no hizo ninguna en aquel tiempo – no se
habla de predicaciones, de muchedumbres que se aglomeran; en Nazaret
todo parece suceder “normalmente”, según las costumbres de una pía y trabajadora
familia israelí: se trabajaba, la mamá cocinaba, hacía todas las cosas
de la casa, planchaba las camisas…todas cosas de mamá. El papá,
carpintero, trabajaba, enseñaba al hijo a trabajar. Treinta años: “¡pero
que desperdicio padre! Pero, nunca se sabe. Los caminos de Dios son misteriosos.
¡Pero aquello era importante, allí estaba la familia! ¡Y eso no era un
desperdicio, eh! Eran grandes santos: María, la mujer más santa,
inmaculada, y José, el hombre más justo. La familia.
Ciertamente estaríamos enternecidos por el relato de cómo Jesús
adolescente afrontaba los encuentros de la comunidad religiosa y los
deberes de la vida social; en el conocer cómo, cuando era un joven
obrero, trabajaba con José; y luego su modo de
participar en la escucha de las Escrituras, en la oración de los salmos y
en tantas otras costumbres de la vida cotidiana. Los Evangelios, en su
sobriedad, no refieren nada acerca de la adolescencia de Jesús y
dejan esta tarea a nuestra afectuosa meditación. El arte, la
literatura, la música han recorrido esta vía de la imaginación.
Ciertamente, ¡no es difícil imaginar cuánto las mamás podrían aprender
de los cuidados de María por el hijo! ¡Y cuánto los papás podrían ganar
del ejemplo de José, hombre justo, que dedicó su vida a sostener y a
defender al niño y a la esposa – su familia – en los momentos difíciles!
¡Y no digamos cuánto los jóvenes podrían ser alentados por Jesús
adolescente a comprender la necesidad y la belleza de cultivar su
vocación más profunda y de soñar a la grande!
Y Jesús ha cultivado en aquellos treinta años su vocación por la cual
el Padre lo ha enviado, ¿no? El Padre Dios. Jesús jamás en aquel tiempo
se desalentó, sino que creció en coraje para seguir adelante con su misión.
Cada familia cristiana – como hicieron María y José
- puede en primer lugar acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él,
custodiarlo, protegerlo, crecer con Él; y así mejorar el mundo. Hagamos
espacio en nuestro corazón y en nuestras jornadas al Señor. Así
hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas dificultades
tuvieron que superar! No era una familia fingida, no era una familia
irreal. La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y
la misión de la familia, de cada familia. Y como sucedió en aquellos
treinta años en Nazaret, así puede suceder también para nosotros: hacer
que se transforme en normal el amor y no el odio, hacer que se convierta
en común la mutua ayuda, no la indiferencia o la enemistad. Entonces,
no es casualidad, que Nazaret signifique “Aquella que custodia”, como María,
que – dice el Evangelio “… conservaba estas cosas y las meditaba en su
corazón.” (cfr Lc 2, 19-51)). Desde entonces, cada vez que hay una
familia que custodia este misterio, aunque esté en la periferia del
mundo, el misterio del Hijo de Dios, el misterio de Jesús que viene a
salvarnos, está obrando. Y viene para salvar al mundo. Y ésta es la
grande misión de la familia: hacer lugar a Jesús que viene, recibir a
Jesús en la familia, en la persona de los hijos, del marido, de la
esposa, de los abuelos, porque Jesús está allí. Recibirlo allí, para que
crezca espiritualmente en esa familia. Que el Señor nos de esta gracia
en estos últimos días antes de Navidad. Gracias.
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Hace 4 horas
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