Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio que hemos escuchado hay
una expresión de Jesús que me sorprende siempre: “Denles ustedes de
comer” (Lc 9,13). Partiendo de esta frase, me dejo guiar por tres
palabras: seguimiento, comunión, compartir.
1.- Ante todo: ¿quiénes
son aquellos a los que dar de comer? La respuesta la encontramos al
inicio del pasaje evangélico: es la muchedumbre, la multitud. Jesús está
en medio a la gente, la recibe, le habla, la sana, le muestra la
misericordia de Dios; en medio a ella elige a los Doce Apóstoles para
permanecer con Él y sumergirse como Él en las situaciones concretas del
mundo. Y la gente lo sigue, lo escucha, porque Jesús habla y actúa de
una manera nueva, con la autoridad de quien es auténtico y coherente, de
quien habla y actúa con verdad, de quien dona la esperanza que viene de
Dios, de quien es revelación del Rostro de un Dios que es amor. Y la
gente, con gozo, bendice al Señor.
Esta tarde nosotros somos la
multitud del Evangelio, también nosotros intentamos seguir a Jesús para
escucharlo, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para
acompañarlo y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo a Jesús?
Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos
recuerda que seguirlo quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de
nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.
2.-
Demos un paso adelante: ¿De dónde nace la invitación que Jesús hace a
los discípulos de saciar ellos mismos el hambre de la multitud? Nace de
dos elementos: sobre todo de la multitud que, siguiendo a Jesús, se
encuentra en un lugar solitario, lejos de los lugares habitados,
mientras cae la tarde, y luego por la preocupación de los discípulos que
piden a Jesús despedir a la gente para que vaya a los pueblos y
caseríos a buscar alojamiento y comida (cfr. Lc 9, 12). Frente a la
necesidad de la multitud, ésta es la solución de los apóstoles: que cada
uno piense en sí mismo: ¡despedir a la gente! ¡Cuántas veces nosotros
cristianos tenemos esta tentación! No nos hacemos cargo de la necesidad
de los otros, despidiéndolos con un piadoso: “¡Que Dios te ayude!”. Pero
la solución de Jesús va hacia otra dirección, una dirección que
sorprende a los discípulos: “denles ustedes de comer”. Pero ¿cómo es
posible que seamos nosotros los que demos de comer a una multitud? “No
tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos
nosotros mismos a comprar víveres para toda esta gente”. Pero Jesús no
se desanima: pide a los discípulos hacer sentar a la gente en
comunidades de cincuenta personas, eleva su mirada hacia el cielo,
pronuncia la bendición parte los panes y los da a los discípulos para
que los distribuyan. Es un momento de profunda comunión: la multitud
alimentada con la palabra del Señor, es ahora nutrida con su pan de
vida. Y todos se saciaron, escribe el Evangelista.
Esta tarde también
nosotros estamos en torno a la mesa del Señor, a la mesa del Sacrificio
eucarístico, en el que Él nos dona su cuerpo una vez más, hace presente
el único sacrificio de la Cruz. Es en la escucha de su Palabra, en el
nutrirse de su Cuerpo y de su Sangre, que Él nos hace pasar del ser
multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es
el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para
vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. Entonces tendremos todos que
preguntarnos ante el Señor: ¿Cómo vivo la Eucaristía? ¿La vivo en forma
anónima o como momento de verdadera comunión con el Señor, pero también
con tantos hermanos y hermanas que comparten esta misma mesa? ¿Cómo son
nuestras celebraciones eucarísticas?
3.- Un último elemento: ¿De
dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta se encuentra en
la invitación de Jesús a los discípulos “Denles ustedes”, “dar”,
compartir. ¿Qué cosa comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco
panes y dos peces. Pero son justamente esos panes y esos peces que en
las manos del Señor sacian el hambre de toda la gente. Y son justamente
los discípulos desorientados ante la incapacidad de sus posibilidades,
ante la pobreza de lo que pueden ofrecer, los que hacen sentar a la
muchedumbre y distribuyen - confiándose en la palabra de Jesús - los
panes y los peces que sacian el hambre de la multitud. Y esto nos indica
que en la Iglesia pero también en la sociedad existe una palabra clave a
la que no tenemos que tener miedo: “solidaridad”, o sea saber `poner a
disposición de Dios aquello que tenemos, nuestras humildes capacidades,
porque solo en el compartir, en el donarse, nuestra vida será fecunda,
dará frutos. Solidaridad: ¡una palabra mal vista por el espíritu
mundano!
Esta tarde, una vez más, el Señor distribuye para nosotros
el pan que es su cuerpo, se hace don. Y también nosotros experimentamos
la “solidaridad de Dios” con el hombre, una solidaridad que no se acaba
jamás, una solidaridad que nunca termina de sorprendernos: Dios se hace
cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la
oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el
egoísmo, la muerte. También esta tarde Jesús se dona a nosotros en la
Eucaristía, comparte nuestro mismo camino, es más se hace alimento, el
verdadero alimento que sostiene nuestra vida en los momentos en los que
el camino se hace duro, los obstáculos frenan nuestros pasos. Y en la
Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, aquel del servicio, del
compartir, del donarse, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si es
compartido, se convierte en riqueza, porque es la potencia de Dios, que
es la potencia del amor que desciende sobre nuestra pobreza para
transformarla.
Esta tarde entonces preguntémonos, adorando a Cristo
presente realmente en la Eucaristía: ¿Me dejo transformar por Él? ¿Dejo
que el Señor que se dona a mí, me guíe para salir cada vez más de mi
pequeño espacio y no tener miedo de donar, de compartir, de amarlo a Él y
a los demás?
Seguimiento, comunión, compartir. Oremos para que la
participación a la Eucaristía nos provoque siempre: a seguir al Señor
cada día, a ser instrumentos de comunión, a compartir con Él y con
nuestro prójimo aquello que somos. Entonces nuestra existencia será
verdaderamente fecunda. Amen.
viernes, 31 de mayo de 2013
jueves, 30 de mayo de 2013
Audiencia 20130529
En este enlace teneis el resumen que hace el Papa Francisco de la Audiencia de ayer en castellano.
Incluido video. http://www.opusdei.es/art.php?p=53627
Incluido video. http://www.opusdei.es/art.php?p=53627
miércoles, 22 de mayo de 2013
Audiencia 20130522
ìQueridos hermanos y hermanas, buenos días!
en el Credo, después de haber profesado la fe en el Espíritu Santo, decimos: "Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica". Hay una conexión profunda entre estas dos realidades de la fe: es el Espíritu Santo, de hecho, quién da vida a la Iglesia, guía sus pasos. Sin la presencia y la acción incesante del Espíritu Santo, la Iglesia no podría vivir y no podría cumplir con la tarea que Jesús resucitado le ha confiado de ir y hacer discípulos a todas las naciones (cf. Mt 28:18). Evangelizar es la misión de la Iglesia, no sólo de algunos, sino la mía, la tuya, nuestra misión. El apóstol Pablo exclamaba: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Cor 9,16). Cada uno de nosotros debe ser evangelizador ¡sobre todo con la vida! Pablo VI subrayaba que "... evangelizar es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (Esort. ap. Evangelii nuntiandi, 14).
¿Quién es el verdadero motor de la evangelización en nuestra vida y en la Iglesia? Pablo VI escribía con claridad: "Es él, el Espíritu Santo que, hoy como al principio de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deje poseer y conducir por Él, que le sugiere las palabras que a solas no podría encontrar, disponiendo a la vez la preparación de la mente de quien escucha para que sea receptivo a la Buena Nueva y al Reino anunciado" (ibid., 75). Para evangelizar, pues, es necesario una vez más abrirse a la acción del Espíritu de Dios, sin temor a lo que nos pida y a dónde nos guíe. ¡Confiémonos a Él! Él nos permitirá vivir y dar testimonio de nuestra fe, e iluminará el corazón de aquellos que nos encontremos. Esta ha sido la experiencia de Pentecostés, los Apóstoles reunidos con María en el Cenáculo, "aparecieron lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos, y todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otros idiomas, la manera en que el Espíritu les daba que hablasen "(Hechos 2:3-4). El Espíritu Santo al descender sobre los apóstoles, los hace salir de donde estaban encerrados por miedo, los hace salir de sí mismos, y los convierte en heraldos y testigos de las "grandes maravillas de Dios" (v. 11). Y esta transformación obrada por el Espíritu Santo se refleja en la multitud que acudió al lugar y que provenía "de todas las naciones que hay bajo el cielo" (v. 5), porque todo el mundo escucha las palabras de los apóstoles, como si estuvieran pronunciadas en su propia lengua (6).
Éste es un primer efecto importante de la acción del Espíritu Santo que guía y anima el anuncio del Evangelio: la unidad, la comunión. En Babel, según la Biblia, había comenzado la dispersión de los pueblos y la confusión de las lenguas, como resultado del acto de soberbia y de orgullo del hombre que quería construir con sus propias fuerzas, sin Dios, "una ciudad y una torre cuya cúspide llegara hasta el cielo "(Génesis 11:04). En Pentecostés, estas divisiones se superan. Ya no hay orgullo con Dios, ni cerrazón entre unos y otros, sino apertura hacia Dios: el salir para anunciar su Palabra: una nueva lengua, la del amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones (cf. Rom 5,5), una lengua que todos pueden entender y que, una vez acogida, puede expresarse en cualquier vida y en todas las culturas. La lengua del Espíritu, la lengua del Evangelio es la lengua de la comunión, que invita a superar la cerrazón y la indiferencia, divisiones y conflictos. Todos debemos preguntarnos ¿cómo me dejo guiar por el Espíritu Santo, para que mi testimonio de fe sea de unidad y de comunión? ¿Llevo la palabra de reconciliación y de amor, que es el Evangelio, en los lugares donde yo vivo? A veces parece que se repita hoy lo que sucedió en Babel: divisiones, incapacidad para entenderse entre sí, rivalidad, envidia, egoísmo. ¿Yo que hago con mi vida? Creo unidad a mí alrededor, o divido, divido, divido con las críticas, la envidia. ¿Qué hago? Pensemos en ello. Llevar el Evangelio es proclamar y vivir, nosotros en primer lugar, la reconciliación, el perdón, la paz, la unidad, el amor que el Espíritu Santo nos da. Recordemos las palabras de Jesús: "En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros " (Jn 13:34-35).
Un segundo elemento: el día de Pentecostés, Pedro, lleno del Espíritu Santo, se pone de pie "con los once" y "en voz alta" (Hechos 2:14), "con confianza" (v. 29) anuncia la buena nueva de Jesús, que dio su vida por nuestra salvación y que Dios lo resucitó de entre los muertos. Éste es otro efecto de la acción del Espíritu Santo: el coraje de proclamar la novedad del Evangelio de Jesús a todos, con franqueza (parresia), en voz alta, en todo tiempo y en todo lugar. Y esto ocurre incluso hoy para la Iglesia y para cada uno de nosotros: del fuego de Pentecostés, de la acción del Espíritu Santo, se desprenden siempre nuevas energías de misión, nuevas formas para proclamar el mensaje de la salvación, nuevo valor para evangelizar. ¡No nos cerremos nunca a esta acción! ¡Vivamos con humildad y valentía el Evangelio! Demos testimonio de la novedad, la esperanza, la alegría que el Señor trae a la vida. Escuchemos en nosotros "la dulce y confortadora alegría de evangelizar" (Pablo VI, Exhortación Apostólica. Ap. Evangelii nuntiandi, 80). Porque evangelizar y anunciar a Jesús nos da alegría. En cambio el egoísmo nos da amargura, tristeza, nos lleva hacia abajo. Evangelizar nos lleva hacia arriba.
Menciono sólo un tercer elemento, que, sin embargo, es particularmente importante: una nueva evangelización, una Iglesia que evangeliza debe comenzar siempre con la oración, con el pedir, como los Apóstoles en el Cenáculo, el fuego del Espíritu Santo. Sólo la relación fiel e intensa con Dios permite salir de la propia cerrazón y anunciar el Evangelio con parresia. Sin la oración nuestras acciones se convierten en vacío y nuestro anunciar no tiene alma, no está animado por el Espíritu.
Queridos amigos, como dijo Benedicto XVI, hoy la Iglesia "siente sobre todo el viento del Espíritu Santo que nos ayuda, nos muestra el camino justo; y así, con nuevo entusiasmo, estamos en camino y damos gracias al Señor" (palabras en la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, 27 de octubre de 2012). Renovemos cada día la confianza en la acción del Espíritu Santo, la confianza que Él obra en nosotros, Él está dentro de nosotros. Él nos da el fervor apostólico, nos da la paz, nos da la alegría. Renovemos esta confianza, dejémonos guiar por Él, seamos hombres y mujeres de oración, que dan testimonio del Evangelio con valentía, convirtiéndose en instrumentos en nuestro mundo de la unidad y de la comunión de Dios. Gracias.
en el Credo, después de haber profesado la fe en el Espíritu Santo, decimos: "Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica". Hay una conexión profunda entre estas dos realidades de la fe: es el Espíritu Santo, de hecho, quién da vida a la Iglesia, guía sus pasos. Sin la presencia y la acción incesante del Espíritu Santo, la Iglesia no podría vivir y no podría cumplir con la tarea que Jesús resucitado le ha confiado de ir y hacer discípulos a todas las naciones (cf. Mt 28:18). Evangelizar es la misión de la Iglesia, no sólo de algunos, sino la mía, la tuya, nuestra misión. El apóstol Pablo exclamaba: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Cor 9,16). Cada uno de nosotros debe ser evangelizador ¡sobre todo con la vida! Pablo VI subrayaba que "... evangelizar es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (Esort. ap. Evangelii nuntiandi, 14).
¿Quién es el verdadero motor de la evangelización en nuestra vida y en la Iglesia? Pablo VI escribía con claridad: "Es él, el Espíritu Santo que, hoy como al principio de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deje poseer y conducir por Él, que le sugiere las palabras que a solas no podría encontrar, disponiendo a la vez la preparación de la mente de quien escucha para que sea receptivo a la Buena Nueva y al Reino anunciado" (ibid., 75). Para evangelizar, pues, es necesario una vez más abrirse a la acción del Espíritu de Dios, sin temor a lo que nos pida y a dónde nos guíe. ¡Confiémonos a Él! Él nos permitirá vivir y dar testimonio de nuestra fe, e iluminará el corazón de aquellos que nos encontremos. Esta ha sido la experiencia de Pentecostés, los Apóstoles reunidos con María en el Cenáculo, "aparecieron lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos, y todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otros idiomas, la manera en que el Espíritu les daba que hablasen "(Hechos 2:3-4). El Espíritu Santo al descender sobre los apóstoles, los hace salir de donde estaban encerrados por miedo, los hace salir de sí mismos, y los convierte en heraldos y testigos de las "grandes maravillas de Dios" (v. 11). Y esta transformación obrada por el Espíritu Santo se refleja en la multitud que acudió al lugar y que provenía "de todas las naciones que hay bajo el cielo" (v. 5), porque todo el mundo escucha las palabras de los apóstoles, como si estuvieran pronunciadas en su propia lengua (6).
Éste es un primer efecto importante de la acción del Espíritu Santo que guía y anima el anuncio del Evangelio: la unidad, la comunión. En Babel, según la Biblia, había comenzado la dispersión de los pueblos y la confusión de las lenguas, como resultado del acto de soberbia y de orgullo del hombre que quería construir con sus propias fuerzas, sin Dios, "una ciudad y una torre cuya cúspide llegara hasta el cielo "(Génesis 11:04). En Pentecostés, estas divisiones se superan. Ya no hay orgullo con Dios, ni cerrazón entre unos y otros, sino apertura hacia Dios: el salir para anunciar su Palabra: una nueva lengua, la del amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones (cf. Rom 5,5), una lengua que todos pueden entender y que, una vez acogida, puede expresarse en cualquier vida y en todas las culturas. La lengua del Espíritu, la lengua del Evangelio es la lengua de la comunión, que invita a superar la cerrazón y la indiferencia, divisiones y conflictos. Todos debemos preguntarnos ¿cómo me dejo guiar por el Espíritu Santo, para que mi testimonio de fe sea de unidad y de comunión? ¿Llevo la palabra de reconciliación y de amor, que es el Evangelio, en los lugares donde yo vivo? A veces parece que se repita hoy lo que sucedió en Babel: divisiones, incapacidad para entenderse entre sí, rivalidad, envidia, egoísmo. ¿Yo que hago con mi vida? Creo unidad a mí alrededor, o divido, divido, divido con las críticas, la envidia. ¿Qué hago? Pensemos en ello. Llevar el Evangelio es proclamar y vivir, nosotros en primer lugar, la reconciliación, el perdón, la paz, la unidad, el amor que el Espíritu Santo nos da. Recordemos las palabras de Jesús: "En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros " (Jn 13:34-35).
Un segundo elemento: el día de Pentecostés, Pedro, lleno del Espíritu Santo, se pone de pie "con los once" y "en voz alta" (Hechos 2:14), "con confianza" (v. 29) anuncia la buena nueva de Jesús, que dio su vida por nuestra salvación y que Dios lo resucitó de entre los muertos. Éste es otro efecto de la acción del Espíritu Santo: el coraje de proclamar la novedad del Evangelio de Jesús a todos, con franqueza (parresia), en voz alta, en todo tiempo y en todo lugar. Y esto ocurre incluso hoy para la Iglesia y para cada uno de nosotros: del fuego de Pentecostés, de la acción del Espíritu Santo, se desprenden siempre nuevas energías de misión, nuevas formas para proclamar el mensaje de la salvación, nuevo valor para evangelizar. ¡No nos cerremos nunca a esta acción! ¡Vivamos con humildad y valentía el Evangelio! Demos testimonio de la novedad, la esperanza, la alegría que el Señor trae a la vida. Escuchemos en nosotros "la dulce y confortadora alegría de evangelizar" (Pablo VI, Exhortación Apostólica. Ap. Evangelii nuntiandi, 80). Porque evangelizar y anunciar a Jesús nos da alegría. En cambio el egoísmo nos da amargura, tristeza, nos lleva hacia abajo. Evangelizar nos lleva hacia arriba.
Menciono sólo un tercer elemento, que, sin embargo, es particularmente importante: una nueva evangelización, una Iglesia que evangeliza debe comenzar siempre con la oración, con el pedir, como los Apóstoles en el Cenáculo, el fuego del Espíritu Santo. Sólo la relación fiel e intensa con Dios permite salir de la propia cerrazón y anunciar el Evangelio con parresia. Sin la oración nuestras acciones se convierten en vacío y nuestro anunciar no tiene alma, no está animado por el Espíritu.
Queridos amigos, como dijo Benedicto XVI, hoy la Iglesia "siente sobre todo el viento del Espíritu Santo que nos ayuda, nos muestra el camino justo; y así, con nuevo entusiasmo, estamos en camino y damos gracias al Señor" (palabras en la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, 27 de octubre de 2012). Renovemos cada día la confianza en la acción del Espíritu Santo, la confianza que Él obra en nosotros, Él está dentro de nosotros. Él nos da el fervor apostólico, nos da la paz, nos da la alegría. Renovemos esta confianza, dejémonos guiar por Él, seamos hombres y mujeres de oración, que dan testimonio del Evangelio con valentía, convirtiéndose en instrumentos en nuestro mundo de la unidad y de la comunión de Dios. Gracias.
martes, 21 de mayo de 2013
Homilía en Santa Marta 20130521
"El verdadero poder es el servicio. Cómo lo hizo Él,
que no vino para ser servido, sino para servir, y su servicio ha sido el
servicio de la Cruz.
Él se humilló hasta la muerte, la muerte en la Cruz, por nosotros, para servirnos a nosotros,
para salvarnos. Y no hay otro camino en la Iglesia para seguir adelante. Para el cristiano,
ir adelante, progresar significa abajarse. Si no aprendemos esta regla
cristiana, nunca, nunca seremos capaces de entender el verdadero mensaje de
Jesús sobre el poder".
"El camino del Señor es Su servicio: igual que Él hizo
Su servicio, nosotros tenemos que ir tras él, en el camino del servicio. Este
es el verdadero poder de la Iglesia. Quisiera hoy rezar por todos nosotros,
para que el Señor nos dé la gracia de comprender que el verdadero poder en la Iglesia es el servicio. Y
también para comprender la regla de oro que Jesús nos enseñó con Su ejemplo:
para un cristiano, progresar, avanzar significa abajarse, ser menor. Pidamos
esta gracia".
domingo, 19 de mayo de 2013
Homilía 20130519
Queridos hermanos y hermanas:
En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios».
A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.
1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta?
2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial, y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?
3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión.
La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.
En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios».
A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.
1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta?
2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial, y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?
3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión.
La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.
miércoles, 8 de mayo de 2013
Audiencia 20130508
Queridos hermanos y hermanas, buenos días
El tiempo pascual, que estamos viviendo con alegría, guiados
por la liturgia de la Iglesia,
es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo dado sin medida por Jesús
crucificado y resucitado. Este tiempo de gracia concluye con la fiesta de
Pentecostés, en la que la
Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y los
Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.
¿Pero, quien es el Espíritu Santo? En el Credo decimos con
fe: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida”. La primera verdad a la
que nos adherimos en el Credo es que el Espíritu Santo es Kyrios, Señor. Esto
significa que El es verdaderamente Dios como lo son el Padre y el Hijo, objeto,
de nuestra parte, del mismo acto de adoración y de glorificación con el que nos
dirigimos al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad;
es el gran don de Cristo resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a
la fe en Jesús como Hijo enviado del Padre que nos guía a la amistad, a la
comunión con Dios.
Querría detenerme en el hecho que el Espíritu Santo es la fuente inagotable de la vida de Dios en
nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una
vida llene y bella, justa y buena, una vida que sea manchada por la muerte, que
pueda madurar y crecer hasta su plenitud. El hombre es como un caminante que,
atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva, cristalina y
fresca, capaz de satisfacer totalmente su deseo profundo de luz, de amor, de
belleza y de paz. ¡Todos sentimos este deseo! Y Jesús nos da el agua viva: esta
es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús envía a nuestros
corazones. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”, nos
dice Jesús.
Jesús promete a la samaritana un “agua viva”, con abundancia
y para siempre, a todos que lo reconozcan como el Hijo enviado del Padre para
salvarnos. Jesús ha venido a darnos esta “agua viva” que es el Espíritu Santo,
para que nuestra vida sea guiada por Dios, sea animada por Dios, sea alimentada
por Dios. Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual entendemos
que es una persona que piensa y actúa según Dios, según el Espíritu Santo. Pero
me hago una pregunta: y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según Dios?
¿O nos dejamos guiar de tantas otras cosas que no son propiamente Dios? Cada
uno debe responder a esto desde el fondo de su corazón.
En este momento podemos preguntarnos: ¿Por qué esta agua
debe empaparnos hasta el fondo? Sabemos que el agua es esencial para la vida;
sin agua se muere; ella empapa, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos
encontramos esta expresión: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”. El “agua viva”, el
Espíritu Santo, Don del Resucitado viviendo en nosotros, nos purifica, nos
ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace participes de la misma
vida de Dios que es Amor. Por esto el Apóstol Pablo afirma que la vida del
cristiano es animada del Espíritu y de sus frutos, que son “amor, alegría, paz,
magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, paciencia, dominio de si” (Gal
5, 22-23). El Espíritu Santo nos
introduce en la vida divina como hijos en el Hijo Unigénito. En otro lugar
de la Carta a
los Romanos, que hemos recordado otras veces, san Pablo lo sintetiza con estas
palabras: “Todos aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de
Dios. Y vosotros… habéis recibido el Espíritu que os hace hijos adoptivos, por
el cual gritamos “Abba Padre”. El mismo Espíritu, junto con nuestro espíritu,
testifica que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos:
herederos de Dios, coherederos con Cristo, si nos unimos a su pasión para
participar también de su gloria”
Este es el don precioso que el Espíritu Santo trae a
nuestros corazones: la misma vida de Dios, vida de verdaderos hijos, una
relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la
misericordia de Dios, que tiene como efecto necesario una mirada nueva hacia
los demás, vecinos y lejanos, que vemos como hermanos y hermanas en Jesús para
respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a
vivir la vida como la ha vivido Cristo, a comprender la vida como la ha
comprendido Cristo. He aquí por que el agua viva que es el Espíritu Santo
empapa nuestra vida, por qué se dice que somos amados de Dios como hijos, que
`podemos amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como
hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros, ¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué nos
dice el Espíritu Santo? Nos dice: Dios te ama. Nos dice esto. Dios te ama, Dios
te quiere. Nosotros ¿amamos verdaderamente a Dios y a los demás, como Jesús?
Dejémonos guiar por el Espíritu Santo, dejemos que Él nos hable al corazón y
nos diga esto: que Dios es amor, que Dios nos espera, que Dios es el Padre, nos
ama como verdadero Papa, nos ama verdaderamente y esto lo dice el Espíritu
Santo solamente al corazón. Escuchemos al Espíritu Santo, escuchemos al
Espíritu Santo y vayamos adelante por esta vía del amor, de la misericordia y
del perdón. Gracias.
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