jueves, 25 de diciembre de 2014

Mensaje de Navidad

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Navidad!
Jesús, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, nos ha nacido. Ha nacido en Belén de una virgen, cumpliendo las antiguas profecías. La virgen se llama María, y su esposo José.
Son personas humildes, llenas de esperanza en la bondad de Dios, que acogen a Jesús y lo reconocen. Así, el Espíritu Santo iluminó a los pastores de Belén, que fueron corriendo a la cueva y adoraron al niño. Y luego el Espíritu guió a los ancianos Simeón y Ana en el templo de Jerusalén, y reconocieron en Jesús al Mesías. «Mis ojos han visto a tu Salvador – exclama Simeón –, a quien has presentado ante todos los pueblos» (Lc 2,30).
Sí, hermanos, Jesús es la salvación para todas las personas y todos los pueblos.
Para él, el Salvador del mundo, le pido que guarde a nuestros hermanos y hermanas de Irak y de Siria, que padecen desde hace demasiado tiempo los efectos del conflicto que aún perdura y, junto con los pertenecientes a otros grupos étnicos y religiosos, sufren una persecución brutal. Que la Navidad les traiga esperanza, así como a tantos desplazados, profugos y refugiados, niños, adultos y ancianos, de aquella región y de todo el mundo; que la indiferencia se transforme en cercanía y el rechazo en acogida, para que los que ahora están sumidos en la prueba reciban la ayuda humanitaria necesaria para sobrevivir a los rigores del invierno, puedan regresar a sus países y vivir con dignidad. Que el Señor abra los corazones a la confianza y otorgue la paz a todo el Medio Oriente, a partir la tierra bendecida por su nacimiento, sosteniendo los esfuerzos de los que se comprometen activamente en el diálogo entre israelíes y palestinos.
Que Jesús, Salvador del mundo, custodie a cuantos están sufriendo en Ucrania y conceda a esa amada tierra superar las tensiones, vencer el odio y la violencia y emprender un nuevo camino de fraternidad y reconciliación.
Que Cristo Salvador conceda paz a Nigeria, donde se derrama más sangre y demasiadas personas son apartadas injustamente de sus seres queridos y retenidas como rehenes o masacradas. También invoco la paz para otras partes del continente africano. Pienso, en particular, en Libia, el Sudán del Sur, la República Centroafricana y varias regiones de la República Democrática del Congo; y pido a todos los que tienen responsabilidades políticas a que se comprometan, mediante el diálogo, a superar contrastes y construir una convivencia fraterna duradera.
Que Jesús salve a tantos niños víctimas de la violencia, objeto de tráfico ilícito y trata de personas, o forzados a convertirse en soldados. Que consuele a las familias de los niños muertos en Pakistán la semana pasada. Que sea cercano a los que sufren por enfermedad, en particular a las víctimas de la epidemia de ébola, especialmente en Liberia, Sierra Leona y Guinea. Agradezco de corazón a los que se están esforzando con valentía para ayudar a los enfermos y sus familias, y renuevo un llamamiento ardiente a que se garantice la atención y el tratamiento necesario.
Hay verdaderamente muchas lágrimas en esta Navidad junto con las lágrimas del Niño Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, que el Espíritu Santo ilumine hoy nuestros corazones, para que podamos reconocer en el Niño Jesús, nacido en Belén de la Virgen María, la salvación que Dios nos da a cada uno de nosotros, a todos los hombres y todos los pueblos de la tierra. Que el poder de Cristo, que es liberación y servicio, se haga oír en tantos corazones que sufren la guerra, la persecución, la esclavitud. Que este poder divino, con su mansedumbre, extirpe la dureza de corazón de muchos hombres y mujeres sumidos en lo mundano y la indiferencia. Que su fuerza redentora transforme las armas en arados, la destrucción en creatividad, el odio en amor y ternura. Así podremos decir con júbilo: «Nuestros ojos han visto a tu Salvador».
Feliz Navidad a todos.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Angelus 20141221

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, cuarto y último Domingo de Adviento, la liturgia quiere prepararnos a la Navidad, ya a las puertas, invitándonos a meditar el relato del anuncio de Ángel a María. El Arcángel Gabriel revela a la Virgen la voluntad del Señor, que ella se convierta en la madre de su Hijo unigénito: “Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo” (Lc 1, 31-32).
Fijemos la mirada sobre esta sencilla muchacha de Nazaret, en el momento en que se vuelve disponible al mensaje divino con su “sí”; captamos dos aspectos esenciales de su actitud, que es para nosotros modelo de cómo prepararse a la Navidad.
Dos actitudes de María, modelo de preparación a la Navidad
Ante todo, su fe, su actitud de fe, que consiste en escuchar la Palabra de Dios para abandonarse a esta Palabra con plena disponibilidad de mente y de corazón. Al responder al Ángel María dijo: “Yo soy la sierva del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (v. 38). En su “sí” lleno de fe, María no sabe por cuáles caminos deberá aventurarse, cuáles dolores deberá padecer, cuáles riesgos afrontar. Pero es consciente que es el Señor quien pide y ella se fía totalmente de Él, se abandona a su amor. Ésta es la fe de María.
Otro aspecto es la capacidad de la Madre de Cristo de reconocer el tiempo de Dios. María es aquella que ha hecho posible la encarnación del Hijo de Dios, “revelando un misterio que fue guardado en secreto desde la eternidad” (Rm 16, 25). Ha hecho posible la encarnación del Verbo gracias precisamente a su “sí” humilde y valiente. María nos enseña a comprender el momento favorable en que Jesús pasa por nuestra vida y pide una respuesta rápida y generosa.
Y Jesús pasa. En efecto, el misterio del nacimiento de Jesús en Belén, que se produjo históricamente hace ya más de dos mil años, se produce como evento espiritual, en el “hoy” de la Liturgia. El Verbo, que encontró morada en el seno virginal de María, en la celebración de la Navidad viene a llamar nuevamente al corazón de cada cristiano. Pasa y llama. Cada uno de nosotros está llamado a responder, como María, con un “sí” personal y sincero, poniéndose plenamente a disposición de Dios y de su misericordia, de su amor.
Eh, cuántas veces Jesús pasa por nuestra vida. Y cuántas veces nos envía un ángel. Y cuántas veces no nos damos cuenta, porque estamos tan ocupados e inmersos en nuestros pensamientos, en nuestros asuntos e incluso, en estos días, en nuestra preparación de la Navidad, que no nos damos cuenta que Él pasa y llama a la puerta de nuestro corazón pidiendo acogida, pidiendo un “sí”, como el de María.
Un santo decía: “Tengo temor de que el Señor pase”. ¿Saben por qué tenía temor? Temor de no darse cuenta y dejarlo pasar. Cuando nosotros sentimos en nuestro corazón: “Pero yo querría ser más bueno, más buena, me he arrepentido de esto que he hecho, aquí está precisamente el Señor que llama, que te hace sentir ganas de ser mejor, las ganas de permanecer más cerca de los demás, de Dios. Si tú sientes esto, detente. Allí está el Señor. Y ve a rezar, tal vez a la Confesión. A limpiar un poco el orujo. Eso hace bien. Pero acuérdate bien, si tú sientes esas ganas de mejorar, es Él quien llama. No lo dejes pasar.
Presencia silenciosa de San José
En el misterio de la Navidad, junto a María está la silenciosa presencia de San José, tal como es representada en todo pesebre, también en el que pueden admirar aquí, en la Plaza de San Pedro.
Jesús se ha hecho nuestro hermano por amor
El ejemplo de María y de José es para todos nosotros una invitación a recibir acoger, con total apertura del alma a Jesús, que por amor se ha hecho nuestro hermano.
El don precioso de la Navidad es la paz
Él viene a traer al mundo el don de la paz: “En la tierra, paz a los hombres que él ama” (Lc 2, 14), como anunciaron a coro los ángeles a los pastores. El don precioso de la Navidad es la paz, y Cristo es nuestra paz verdadera. Y Cristo llama a nuestros corazones para darnos la paz. La paz del alma. Abramos las puertas a Cristo.
Nos encomendamos a la intercesión de nuestra Madre y de San José, para vivir una Navidad verdaderamente cristiana, libres de toda mundanidad, dispuestos a acoger al Salvador, el Dios-con-nosotros.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Audiencia 10141217

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Sínodo de los Obispos sobre la Familia, apenas celebrado, ha sido la primera etapa de un camino, que se concluirá el próximo octubre con la celebración de otra Asamblea sobre el tema “Vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el mundo”. La oración y la reflexión que deben acompañar este camino involucran a todo el Pueblo de Dios. Quisiera que también las meditaciones habituales de las audiencias del miércoles se inserten en este camino común.
Por esto, he decidido reflexionar con ustedes, en este año, precisamente sobre la familia, sobre este gran don que el Señor hizo al mundo desde el principio, cuando confirió a Adán y Eva la misión de multiplicarse y de llenar la tierra (cfr Gen 1,28). Aquel don que Jesús ha confirmado y sellado en su Evangelio.
Y la cercanía de la Navidad enciende sobre este misterio una gran luz. La encarnación de Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia universal del hombre y de la mujer. Y este nuevo inicio acaece en el seno de una familia, en Nazaret. Jesús nació en una familia. Él podía venir especularmente, o como un guerrero, un emperador…No, no. Viene como un hijo de familia, en una familia. Esto es importante: mirar en el pesebre esta escena tan bella.
Dios ha elegido nacer en una familia humana, que ha formado Él mismo. La ha formado en un apartado pueblo de la periferia del Imperio Romano. No en Roma, que es la ciudad capital del Imperio, no en una gran ciudad, sino en una periferia casi invisible, o mejor dicho, más bien de mala fama. Lo recuerdan también los Evangelios, casi como un modo de decir: “De Nazaret, ¿puede salir alguna vez algo bueno?” (Jn, 1,46). Quizás, en muchas partes del mundo, nosotros mismos hablamos todavía así, cuando escuchamos el nombre de algún lugar periférico de una gran ciudad. Pues bien, precisamente desde allí, de aquella periferia del gran Imperio, ¡inició la historia más santa y más buena, aquella de Jesús entre los hombres! Y allí estaba esta familia.
Jesús permaneció en esa periferia por más de treinta años. El evangelista Lucas resume este periodo así: “…vivía sujeto a ellos", es decir a María y José. Pero uno dice: ¿pero este Dios que viene a salvarnos ha perdido treinta años allí, en aquella periferia de mala fama? ¡Ha perdido treinta años! Y Él ha querido esto. El camino de Jesús estaba en esa familia. "La madre conservaba todas estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres”. (2, 51-52). No se habla de milagros o curaciones, de predicaciones – no hizo ninguna en aquel tiempo – no se habla de predicaciones, de muchedumbres que se aglomeran; en Nazaret todo parece suceder “normalmente”, según las costumbres de una pía y trabajadora familia israelí: se trabajaba, la mamá cocinaba, hacía todas las cosas de la casa, planchaba las camisas…todas cosas de mamá. El papá, carpintero, trabajaba, enseñaba al hijo a trabajar. Treinta años: “¡pero que desperdicio padre! Pero, nunca se sabe. Los caminos de Dios son misteriosos. ¡Pero aquello era importante, allí estaba la familia! ¡Y eso no era un desperdicio, eh! Eran grandes santos: María, la mujer más santa, inmaculada, y José, el hombre más justo. La familia.
Ciertamente estaríamos enternecidos por el relato de cómo Jesús adolescente afrontaba los encuentros de la comunidad religiosa y los deberes de la vida social; en el conocer cómo, cuando era un joven obrero, trabajaba con José; y luego su modo de participar en la escucha de las Escrituras, en la oración de los salmos y en tantas otras costumbres de la vida cotidiana. Los Evangelios, en su sobriedad, no refieren nada acerca de la adolescencia de Jesús y dejan esta tarea a nuestra afectuosa meditación. El arte, la literatura, la música han recorrido esta vía de la imaginación. Ciertamente, ¡no es difícil imaginar cuánto las mamás podrían aprender de los cuidados de María por el hijo! ¡Y cuánto los papás podrían ganar del ejemplo de José, hombre justo, que dedicó su vida a sostener y a defender al niño y a la esposa – su familia – en los momentos difíciles! ¡Y no digamos cuánto los jóvenes podrían ser alentados por Jesús adolescente a comprender la necesidad y la belleza de cultivar su vocación más profunda y de soñar a la grande! Y Jesús ha cultivado en aquellos treinta años su vocación por la cual el Padre lo ha enviado, ¿no? El Padre Dios. Jesús jamás en aquel tiempo se desalentó, sino que creció en coraje para seguir adelante con su misión.
Cada familia cristiana – como hicieron María y José -  puede en primer lugar acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer con Él;  y así mejorar el mundo. Hagamos espacio en nuestro corazón y en nuestras jornadas al Señor. Así hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas dificultades tuvieron que superar! No era una familia fingida, no era una familia irreal. La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de la familia, de cada familia. Y como sucedió en aquellos treinta años en Nazaret, así puede suceder también para nosotros: hacer que se transforme en normal el amor y no el odio, hacer que se convierta en común la mutua ayuda, no la indiferencia o la enemistad. Entonces, no es casualidad, que Nazaret signifique “Aquella que custodia”, como María, que – dice el Evangelio “… conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.” (cfr Lc 2, 19-51)). Desde entonces, cada vez que hay una familia que custodia este misterio, aunque esté en la periferia del mundo, el misterio del Hijo de Dios, el misterio de Jesús que viene a salvarnos, está obrando. Y viene para salvar al mundo. Y ésta es la grande misión de la familia: hacer lugar a Jesús que viene, recibir a Jesús en la familia, en la persona de los hijos, del marido, de la esposa, de los abuelos, porque Jesús está allí. Recibirlo allí, para que crezca espiritualmente en esa familia. Que el Señor nos de esta gracia en estos últimos días antes de Navidad. Gracias.

martes, 16 de diciembre de 2014

Homilía 20141216

Dios salva un corazón arrepentido, mientras quien no se confía en Él atrae a sí mismo la condena. Lo ha subrayado el Papa Francisco en su homilía matutina en la capilla de la Casa de Santa Marta.
La humildad salva al hombre ante los ojos de Dios, la soberbia lo hace perderse. La llave está en el corazón. Aquel del humilde es abierto, sabe arrepentirse, aceptar una corrección y se confía en Dios. Aquel soberbio es exactamente el opuesto: arrogante, cerrado, no conoce la vergüenza, es impermeable a la voz de Dios. El pasaje del profeta Sofonías y aquel del Evangelio sugieren al Papa Francisco una reflexión paralela. Ambos textos, observa, hablan de un juicio del cual dependen salvación y condena.
La situación descrita por el profeta Sofonías es aquella de una ciudad rebelde, en la cual no obstante, hay un grupo que se arrepiente de los propios pecados: esto, subraya el Papa, es el “pueblo de Dios” que tiene en sí las “tres características” de “humildad, pobreza, confianza en el Señor”. Pero en la ciudad están también aquellos que, dice Francisco, “no han aceptado la corrección, no han confiado en el Señor”. A ellos les tocará la condena:
“Estos no pueden recibir la salvación. Ellos están cerrados a la salvación. ‘Dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre; confiará en el nombre del Señor’ para toda la vida. Y esto hasta hoy, ¿no? Cuando vemos al santo pueblo de Dios que es humilde, que tiene sus riquezas en la fe en el Señor, en la confianza en el Señor – el pueblo humilde, pobre, que confía en el Señor: y estos son los salvados y éste es el camino de la Iglesia ¿no? Debe ir por este camino, no por otro camino que no escucha la voz, que no acepta la corrección y no confía en el Señor”.
La escena del Evangelio es aquella del contraste entre los dos hijos invitados por el padre a trabajar en la viña. El primero, rechaza, pero luego se arrepiente y va; el segundo dice sí al padre, pero en realidad lo engaña. Jesús cuenta esta historia a los jefes del pueblo, afirmando con claridad que son ellos que no han querido escuchar la voz de Dios a través de Juan y que por esto, en el Reino de los cielos serán superados por publicanos y prostitutas, que en cambio han creído en Juan. Y el escándalo suscitado por esta última afirmación, observa el Papa, es idéntico a aquel de tantos cristianos que se sienten “puros” sólo porque van a misa y hacen la comunión. Pero Dios, dice Francisco, tiene necesidad de otra cosa:
“Si tu corazón no es un corazón arrepentido, si no escuchas al Señor, no aceptas las correcciones y no confías en Él, tienes un corazón no arrepentido. Estos hipócritas que se escandalizaban de esto que dice Jesús sobre los publicanos y las prostitutas, pero luego, a escondidas, iban a buscarlos o para desahogar sus pasiones o para hacer negocios – pero todo a escondidas – eran puros. Y a estos el Señor no los quiere".
Este juicio “nos da esperanza” asegura el Papa Francisco. Con tal de que se tenga el coraje de abrir el corazón a Dios sin reservas, donándole también la “lista” de los propios pecados. Y para explicarlo, el Papa recuerda la historia de aquel santo que pensaba de haberle dado todo al Señor, con extrema generosidad:
“Escuchaba al Señor, hacía todo según su voluntad, daba al Señor y el Señor: ‘Pero tú todavía no me has dado una cosa’. Y el pobre era tan bueno y dice: ‘Pero Señor, ¿qué cosa no te he dado?’ Te he dado mi vida, trabajo para los pobres, trabajo para la catequesis, trabajo aquí, trabajo allá…’ ‘Pero tú no me has dado algo todavía’. ¿Qué, Señor?’ ‘Tus pecados’. Cuando nosotros seamos capaces de decir al Señor: ‘Señor, estos son mis pecados – no son de aquel, de aquel…son los míos. Tómalos Tú y así yo estaré salvado -  cuando nosotros seremos capaces de hacer esto, nosotros seremos aquel hermoso pueblo, ‘pueblo humilde y pobre’, que confía en el nombre del Señor. El Señor nos conceda esta gracia”.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Homilía 20141215

El Papa centró su homilía en el Evangelio del día, en que los jefes de los sacerdotes preguntan a Jesús con qué autoridad realizaba sus obras. Y explicó que se trata de una pregunta que pone de manifiesto el “corazón hipócrita” de aquella gente, puesto que a ellos “no les interesaba la verdad”, sino que sólo buscaban sus intereses, moviéndose “según el viento”: ‘Conviene ir por acá, conviene ir por allá…’ eran banderolas, ¡eh!, ¡todos! Todos sin consistencia, dijo Francisco. Con un corazón sin consistencia. Y así negociaban todo: negociaban la libertad interior, negociaban la fe, negociaban la patria, todo, menos las apariencias. A ellos les importaba salir bien de las situaciones”. Eran oportunistas: “se aprovechaban de las situaciones”. Y sin embargo  – prosiguió el Papa – “alguno de ustedes podrá decirme: ‘Pero Padre, esta gente era observante de la ley: el sábado no caminaban más de cien metros – o no sé cuánto se podía hacer –  jamás, jamás iban a la mesa sin lavarse las manos; era gente muy observante, muy segura en sus hábitos’. Sí, es verdad, pero en las apariencias. Eran fuertes, pero en la parte exterior. Eran rígidos. El corazón era muy débil, no sabían en qué creían. Y por esto su vida era, la parte de afuera, toda regulada, pero el corazón iba de una parte a la otra: un corazón débil y una piel rígida, fuerte, dura.
Al contrario – dijo también Francisco – Jesús nos enseña que el cristiano debe tener el corazón fuerte, el corazón firme, el corazón que crece sobre la roca, que es Cristo, y después, debe ir por el mudo con prudencia: “En este caso hago esto, pero…” Es el modo de ir, pero no se negocia el corazón, no se negocia la roca. La roca es Cristo, ¡no se negocia!”:
“Éste es el drama de la hipocresía de esta gente. Y Jesús no negociaba jamás su corazón de Hijo del Padre, sino que estaba tan abierto a la gente, buscando caminos para ayudar. ‘Pero esto no se puede hacer; nuestra disciplina, ¡nuestra doctrina dice que no se puede hacer!’ les decían ellos. ‘¿Por qué tus discípulos comen el trigo en el campo cuando caminan, el día sábado? ¡No se puede hacer!’. Eran tan rígidos en su disciplina: ‘No, la disciplina no se toca, es sagrada’”.
El Papa Francisco recordó cuando “Pío XII nos liberó de aquella cruz tan pesada que era el ayuno eucarístico”:
“Tal vez alguno de ustedes lo recuerdan. Ni siquiera se podía tomar una gota de agua. ¡Ni siquiera! Y para lavarse los dientes, se tenía que hacer sin tragar agua. Yo mismo de muchacho fue a confesarme de haber hecho la comunión, porque creía que una gota de agua había ido dentro. Es verdad ¿o no? Es verdad. Cuando Pío XII cambió la disciplina – ‘¡Ah, herejía! ¡No! ¡Ha tocado la disciplina de la Iglesia!’ – tantos fariseos se escandalizaron. Tantos. Porque Pío XII había hecho como Jesús: ha visto la necesidad de la gente. ‘Pero pobre gente, ¡con tanto calor!’. Estos sacerdotes que celebraban tres Misas, la última a la una, después de mediodía, en ayunas. La disciplina de la Iglesia. Y estos fariseos eran así  – ‘nuestra disciplina’ – rígidos en la piel, pero como Jesús les dijo, ‘putrefactos en el corazón’, débiles, débiles hasta la putrefacción. Tenebrosos en el corazón”.
“Éste es el drama de esta gente”, dijo el Papa, y recordó que Jesús denuncia la hipocresía y el oportunismo:
“También nuestra vida puede llegar a ser así, también nuestra vida. Y algunas veces, les confieso una cosa, cuando yo he visto a un cristiano, a una cristiana así, con el corazón débil, no firme, firme sobre la roca – Jesús – y con tanta rigidez afuera, he pedido al Señor: ‘Pero Señor, tírales una cáscara de banana delante, para que se haga una linda resbalada, se avergüence de ser pecador y así te encuentre, a ti que eres el Salvador. ¡Eh!, muchas veces un pecado nos hace avergonzar tanto y encontrar al Señor, que nos perdona, como estos enfermos que estaban ahí y que iban a ver al Señor para que los curara”.
“Pero la gente sencilla” – observó el Papa – “no se equivocaba”, no obstante las palabras de estos doctores de la ley, “porque la gente sabía, tenía ese olfato de la fe”.
Y concluyó su homilía con esta oración: “Pido al Señor la gracia de que nuestro corazón sea sencillo, luminoso con la verdad que Él nos da,  y así podremos ser amables, perdonadores, comprensivos con los demás, de corazón amplio con la gente, misericordiosos. Jamás condenar, jamás condenar. Si tú tienes ganas de condenar, condénate a ti mismo, que algún motivo tendrás, ¡eh!”. “Pidamos al Señor esta gracia: que nos de esta luz interior, que nos convenza de que la roca es sólo Él y no tantas historias que nosotros hacemos como cosas importantes; y que Él nos diga – ¡Él nos indique! – el camino, que Él nos acompañe por el camino, que Él nos ensanche el corazón, para que puedan entrar los problemas de tanta gente y Él nos dé una gracia que esta gente no tenía: la gracia de sentirnos pecadores”.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Homilía 20141212

 Dios salva a su pueblo no desde lejos, sino haciéndose cercano, con ternura. El Santo Padre, inspirándose en la lectura del profeta Isaías, hizo una comparación: “Es tanta la cercanía que Dios se presenta aquí como una mamá, como una mamá que dialoga con su niño: una mamá, cuando canta la canción de cuna y toma la voz del niño y se hace pequeña como el hijito y habla con el tono del niño hasta el punto de parecer ridículo, si uno no entiende qué cosa grande hay ahí: ‘No temas gusanito de Jacob. Pero, cuántas veces una mamá dice estas cosas al niño mientras lo acaricia, ¡eh! He aquí, te convertiré en una trilladora acuminada, nueva… te haré grande… Y lo acaricia, y lo acerca a ella. Y Dios hace así. Es la ternura de Dios. Está tan cerca de nosotros que se expresa con esta ternura: la ternura de una mamá”.
Dios nos ama gratuitamente – afirmó el Papa – como una mamá a su niño.  Y el niño “se deja amar”: “ésta es la gracia de Dios”. “Pero nosotros, tantas veces, para estar seguros, queremos controlar la gracia” y “en la historia y también en nuestra vida tenemos la tentación de cosificar la gracia”, hacerla “como una mercancía o una cosa controlable”, tal vez diciéndonos a nosotros mismos: “Pero, yo tengo tanta gracia”; o “tengo el alma limpia, estoy en gracia”:
“Y así, esta verdad tan bella de la cercanía de Dios se desliza en una contabilidad espiritual: ‘No, yo hago esto porque esto me dará 300 días de gracia… Yo hago aquello porque me dará esto, y así acumulo gracia’. Pero, ¿qué cosa es la gracia? ¿Una mercadería? Y así, parece que sí. Parece que sí. Y en la historia esta cercanía de Dios a su pueblo ha sido traicionada por esta actitud nuestra, egoísta, de querer controlar la gracia, cosificarla”.
El Papa también recordó algunos de los grupos que en tiempos de Jesús querían controlar la gracia: los Fariseos, hechos esclavos de tantas leyes que cargaban “sobre las espaldas del pueblo”. Los Saduceos, con  sus compromisos políticos. Los Esenios, “buenos, buenísimos, pero tenían tanto miedo, no querían correr riesgos” y terminaban por aislarse en sus monasterios. Los Zelotes, para los cuales la gracia de Dios era “la guerra de liberación”, “otra manera de cosificar la gracia”.
“La gracia de Dios –  subrayó el Papa –  es otra cosa: es cercanía, es ternura. Esta regla sirve siempre. Si tú en tu relación con el Señor no sientes que Él te ama con ternura, aún te falta algo, aún no has comprendido qué cosa es la gracia, aún no has recibido la gracia que es esta cercanía”. El Papa Francisco recordó una confesión de hace tantos años, cuando una mujer se atormentaba acerca de la validez o no de una Misa a la que había asistido un sábado por la tarde por un matrimonio, con lecturas diversas de las del domingo. Ésta fue su respuesta: “Pero señora, el Señor la ama tanto a usted. Ella había ido allí, había recibido la Comunión, había estado con Jesús… Sí, pero quédese tranquila, el Señor no es un comerciante, el Señor ama, está cerca”:
“Y San Pablo reacciona con fuerza contra esta espiritualidad de la ley. ‘Yo soy justo si hago esto, esto, esto. Si no hago esto no soy justo’. Pero tú eres justo porque Dios se te ha acercado, porque Dios te acaricia, porque Dios te dice estas cosas bellas con ternura: ésta es nuestra justicia, esta cercanía de Dios, esta ternura, este amor. Incluso con el riesgo de parecernos ridículo, nuestro Dios es tan bueno. Si nosotros tuviéramos el valor de abrir nuestro corazón a esta ternura de Dios, ¡cuánta libertad espiritual tendríamos! ¡Cuánta! Hoy, si tienen un poco de tiempo, en su casa, tomen la Biblia: Isaías, capítulo 41, desde el versículo 13 hasta el 20, siete versículos. Y léanlos. Esta ternura de Dios, este Dios que nos canta a cada uno de nosotros la canción de cuna, como una mamá”.

martes, 9 de diciembre de 2014

Homilía 20141209

La alegría de la Iglesia es ser madre, ir a buscar a las ovejas perdidas. Lo afirmó el Papa Francisco en su homilía de la Misa matutina celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta. El Obispo de Roma reafirmó que a la Iglesia no le sirve tener “un organigrama perfecto” si después es un ambiente triste y cerrado, si no es madre. De ahí la invitación del Pontífice a ser “cristianos alegres” con la “consolación de la ternura de Jesús”. “Abrir las puertas a la consolación del Señor”. Francisco se inspiró en su homilía partiendo de la primera lectura en la que el profeta Isaías habla del fin de la tribulación de Israel después del exilio en Babilonia. “El pueblo – comentó el Papa – tiene necesidad de consuelo. La misma presencia del Señor consuela”. Una consolación –  añadió –  que también existe en la tribulación. Y sin embargo –   prosiguió – “nosotros, habitualmente huimos de la consolación; tenemos desconfianza; estamos más cómodos en nuestras cosas, más cómodos también en nuestras faltas, en nuestros pecados. Ésta – dijo el Santo Padre – es tierra nuestra”. En cambio – añadió – “cuando viene el Espíritu y viene la consolación nos conduce a otro estado que nosotros no podemos controlar: es precisamente el abandono en la consolación del Señor”.
Francisco subrayó que “la consolación más fuerte es la de la misericordia y la del perdón”. Y aludió al final del capítulo 16 de Ezequiel, cuando después “del elenco de tantos pecados del pueblo”, dice: “Pero yo no te abandono; yo te daré más; ésta será mi venganza: la consolación y el perdón”, “así es nuestro Dios”. Por esto – reafirmó el Papa – “es bueno repetir: déjense consolar por el Señor, es el único que puede consolarnos”. Si bien “estamos habituados a alquilar consolaciones pequeñas, un poco hechas por nosotros”, pero que después “no sirven”. Y al detenerse sobre el Evangelio del día, tomado de San Mateo, sobre la parábola de la oveja perdida, el Santo Padre dijo:
“Yo me pregunto cuál es la consolación de la Iglesia. Así como cuando una persona es consolada; cuando siente la misericordia y el perdón del Señor, la Iglesia hace fiesta, es feliz cuando sale de sí misma. En el Evangelio, ese pastor que  sale, va a buscar aquella oveja perdida, podía hacer la cuenta de un buen comerciante: por, 99, si pierde una no hay problema; el balance… Ganancias, pérdidas… Pero va bien, podemos ir así. No. Tiene corazón de pastor. Sale a buscarla hasta que la encuentra y allí hace fiesta, está feliz”.
“La alegría de salir para buscar a los hermanos y a las hermanas que están lejos. Ésta – evidenció Francisco – es la alegría de la Iglesia. Allí la Iglesia se convierte en madre, se hace fecunda”:
“Cuando la Iglesia no hace esto, cuando la Iglesia se detiene en sí misma, se cierra en sí misma, tal vez se ha organizado bien, un organigrama perfecto, todo en su lugar, todo limpio, pero falta la alegría, falta la fiesta, falta la paz, y así se convierte en una Iglesia desalentada, ansiosa, triste, una Iglesia que tiene más de solterona que de madre, y esta Iglesia no sirve, es una Iglesia de museo. La alegría de la Iglesia es dar a luz; la alegría de la Iglesia es salir de sí misma para dar vida; la alegría de la Iglesia es ir a buscar aquellas ovejas que están perdidas; la alegría de la Iglesia es precisamente aquella ternura del pastor, la ternura de la madre”.
El Papa explicó que en el final del pasaje de Isaías “se retoma esta imagen: como un pastor él hace pastorear al rebaño y con su brazo lo reúne”. “Ésta – dijo Francisco –  es la alegría de la Iglesia: salir de sí misma y llegar a ser fecunda”:
“Que el Señor nos de la gracia de trabajar, ser cristianos alegres en la fecundidad de la madre Iglesia y nos libre de caer en la actitud de ser cristianos tristes, impacientes, desalentados, ansiosos, que tienen todo perfecto en la Iglesia, pero no tienen ‘niños’. Que el Señor nos consuele con la consolación de una Iglesia madre que sale de sí misma y nos consuele con la consolación de la ternura de Jesús y de su misericordia en el perdón de nuestros pecados”. 

domingo, 7 de diciembre de 2014

Angelus 20141207

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Este domingo marca la segunda etapa del Tiempo de Adviento, un tiempo estupendo que despierta en nosotros la espera del regreso de Cristo y la memoria de su venida histórica. La liturgia de hoy nos presenta un mensaje lleno de esperanza. Es la invitación del Señor expresada por la boca del profeta Isaías: «Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios» (40,1). Con estas palabras se abre el Libro de la consolación, en la cual el profeta dirige al pueblo en exilio el anuncio gozoso de la liberación. El tiempo de la tribulación ha terminado; el pueblo de Israel puede ver con confianza hacia el futuro: le espera finalmente el regreso a su patria. Y por eso es la invitación a dejarse consolar por el Señor.
Isaías se dirige a la gente que ha atravesado un periodo oscuro, que ha sufrido una prueba muy dura; pero que ahora ha llegado el tiempo de la consolación. La tristeza y el miedo pueden dejar lugar a la alegría, porque el Señor mismo guiará su pueblo en la vía de la liberación y de la salvación. ¿De qué modo hará todo esto? Con la diligencia y ternura de un pastor que cuida su rebaño. De hecho, Él dará unidad y seguridad al rebaño, lo hará pastar, reunirá a las ovejas perdidas, dará particular atención a las más frágiles y débiles (v. 11). Esta es la actitud de Dios hacia nosotros sus creaturas. Por eso el profeta invita a quien lo escucha – incluso a nosotros, hoy – a difundir entre el pueblo este mensaje de esperanza: mensaje que el Señor nos consuela. Y hagan lugar a la consolación que viene del Señor.
Pero no podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros no  experimentamos en primer lugar la alegría de ser consolados y amados por Él. Esto sucede especialmente cuando escuchamos su Palabra, el Evangelio, que debemos llevar en el bolsillo: no se olviden de esto, ¡eh! El Evangelio en el bolsillo o en la bolsa, para leerlo continuamente. Y esto nos da consolación: cuando permanecemos en oración silenciosa en su presencia, cuando lo encontramos en la Eucaristía o en el sacramento del perdón. Todo esto nos consuela.
Dejemos entonces que la invitación de Isaías - «Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios» - resuene en nuestro corazón en este tiempo de Adviento. Hoy se necesitan personas que sean testigos de la misericordia y de la ternura del Señor, que sacuda a los resignados, que reanime a los desanimados, que encienda el fuego de la esperanza. ¡Él enciende el fuego de la esperanza! No nosotros. Tantas situaciones exigen nuestro testimonio consolador. Ser personas alegres, consoladas. Pienso a cuantos están oprimidos por sufrimientos, injusticias y abusos; a cuantos son esclavos del dinero, del poder, del suceso, de la mundanidad. ¡Pobrecitos! ¡Tienen falsas consolaciones, no la verdadera consolación del Señor! Todos estamos llamados a consolar a nuestros hermanos, dando testimonio que sólo Dios puede eliminar las causas de los dramas existenciales y espirituales- ¡Él lo puede hacer! ¡Es potente!
El mensaje de Isaías, que resuena en este segundo domingo de Adviento, es un bálsamo sobre nuestras heridas y un estímulo para preparar con empeño el camino del Señor. El profeta, de hecho, habla hoy a nuestro corazón para decirnos que Dios olvida nuestros pecados y nos consuela. Si nosotros confiamos en Él con un corazón humilde y arrepentido, Él destruirá los muros del mal, llenará los vacíos de nuestras omisiones, allanará las montañas de la soberbia y de la vanidad y abrirá el camino del encuentro con Él. Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, a ser consolados. Al  contrario, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Saben por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio, en la consolación es ¡el Espíritu Santo el protagonista! Es Él quien nos consuela, es Él quien nos da la valentía para salir de nosotros mismos, es Él quien nos lleva a la fuente de toda verdadera consolación, es decir el Padre. Y esto es la conversión. ¡Por favor déjense consolar por el Señor! ¡Déjense consolar por el Señor!
La Virgen María es la “vía” que Dios mismo se ha preparado para venir al mundo. Confiemos a Ella la espera de la salvación y de la paz de todos los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Rueda de prensa 20141130

Ayer por la tarde se concluyó la Visita Apostólica del Papa Francisco a Turquía. El vuelo papal aterrizó en el aeropuerto romano de Ciampino poco antes de las 18.30 hora local. Antes de trasladarse al Vaticano, el Santo Padre visitó la Basílica de Santa María la Mayor para rendir homenaje a la Madre de Dios al final de su Sexto Viaje Internacional. Durante el viaje de retorno a Roma, Francisco sostuvo el habitual coloquio con los periodistas que iban a bordo respondiendo a las variadas preguntas de los hombres de prensa. “El Corán es un libro de paz”, no se puede equiparar el islam al terrorismo, pero es necesario que los líderes musulmanes condenen los atentados terroristas; fue una de sus primeras respuestas, a quien le pregunto sobre la “islamofobia, la cristianofobia y el diálogo interreligioso”:
«El Corán es un libro de paz, es un libro profético de paz. Esto no es islam(ismo). Yo entiendo esto y creo – al menos yo creo, sinceramente – que no se puede decir que todos los islámicos son terroristas: no se puede decir esto. Como no se puede decir que todos los cristianos son fundamentalistas, porque nosotros también los tenemos, ¿eh? En todas las religiones existen estos grupos, ¿no? Yo le he dicho al Presidente: “pero, seria bello que todos los líderes islámicos – sean líderes políticos, líderes religiosos o líderes académicos – digan claramente y condenen aquello, porque esto ayudará a la mayoría del pueblo islámico a decir: ‘no’, pero de verdad, pero de la boca de sus líderes: el líder religioso, el líder académico … tantos intelectuales, y los líderes políticos”. Todos nosotros necesitamos una condena mundial, incluso de los islámicos, que tienen la identidad y que digan: “nosotros no somos aquellos. El Corán no es esto”.
‘Cristianofobia’, ¿de verdad? Yo no quiero usar palabras endulzadas: !no! a los cristianos los persiguen en Oriente Medio. Algunas veces, como hemos visto en Irak, en la zona de Mosul, deben irse y dejarlo todo, o pagar los impuestos que luego no sirve para nada … y otras veces los echan con guantes blancos, ¿no? Es como si quisieran que no hubiesen cristianos, que no quedara nada de cristiano. En esa zona hay esto. Es verdad, es un efecto del terrorismo, en el primer caso, pero cuando se hace diplomáticamente, con los guantes blancos, es porque hay otras cosas detrás, ¿no? Y esto no es bueno.
El dialogo interreligioso. He tenido tal vez la conversación más bella, sobre esto con el Presidente de los Asuntos Religiosos de Turquía. Ya cuando el nuevo embajador de Turquía, había venido a presentar sus cartas credenciales, lo vi como un hombre excepcional, un hombre de profunda religiosidad. Y también al Presidente, allí, era de la misma escuela. Y ellos han dicho una cosa bella: “pareciera que el diálogo interreligioso haya llegado al final. Debemos hacer un salto de calidad, porque el diálogo interreligioso … eh, como piensan ustedes esto, nosotros esto … así ¿no? Debemos hacer un salto de calidad, debemos hacer el dialogo entre personas religiosas de diferentes credos”. Pero, esto es bello, porque es el hombre y la mujer que se encuentran con un hombre y una mujer e intercambian sus experiencias: no se habla de teología, se habla de una experiencia religiosa. Y esto sería un bellísimo paso adelante, ¿no? Bellísimo. Me ha gustado muchísimo este encuentro, es de alta calidad».
Un episodio tocante de la Visita del Papa a Turquía fue el momento de meditación en la Mezquita Azul. Francisco comentó su disposición de espíritu durante la meditación:
«Yo fui a Turquía como peregrino, no como turista. Y fui precisamente, el motivo principal es la fiesta de hoy a ver al Patriarca Bartolomé. Cuando fui a la mezquita no podía decir: “¡Ahora soy un turista!”. Vi aquella maravilla, el gran muftí me explicaba muy bien las cosas, con mucha humildad, me citaba El Corán, cuando habla de María y de Juan el Bautista. En ese momento sentí la necesidad de rezar. Le pregunté: “¿Rezamos un poco?” Y él me respondió: “Sí, sí”. Yo recé por toda Turquía, por la paz, por el muftí, por todos y por mí… Dije: “¡Señor, acabemos con estas guerras!” Fue un momento de oración sincera».
“La unidad es un camino que se debe hacer, y se debe hacer juntos”, fueron las palabras del Pontífice a quien le preguntó sobre la unidad de los cristianos y las perspectivas ecuménicas:
«El mes pasado, en ocasión del Sínodo, vino como delegado el metropolita Hilarion, y él quiso hablarme no como delegado del Sínodo sino como presidente de la Comisión del diálogo ortodoxo-católico. Y hablamos un poco. Yo creo que con la ortodoxia estamos en camino; tienen sacramentos y sucesión apostólica… Estamos en camino. Si tenemos que esperar a que los teólogos se pongan de acuerdo… ¡No llegará nunca ese día! Soy escéptico: trabajan bien los teólogos, pero Atenágoras había dicho: “¡Pongamos a los teólogos en una isla para que discutan y nosotros seguimos adelante!”. La unidad es un camino que se debe hacer, y se debe hacer juntos; es el ecumenismo espiritual, rezar juntos, trabajar juntos. Y luego está el ecumenismo de la sangre: cuando estos matan a los cristianos, la sangre se mezcla. Nuestros mártires están gritando: “¡Somos uno!” Es algo que tal vez algunos no pueden entender. Las Iglesias orientales católicas tienen derecho de existir, pero el unitarismo es una palabra de otra época; hay que encontrar otra vía».
En esta perspectiva, El Obispo de Roma expresó su deseo de visitar Moscú, de encontrar al Patriarca Kirill y fortalecer el camino hacia la unidad:
«He hecho saber al Patriarca Kirill: “Donde quieras tú, nos encontramos; si me llamas, voy”. Pero en este momento, con la guerra en Ucrania, tiene muchos problemas. Ambos queremos encontrarnos y seguir adelante. Hilarion propuso una reunión de estudio de la Comisión sobre el tema del primado. Hay que continuar con la petición de Juan Pablo II: “Ayúdenme a encontrar una fórmula de primado aceptable para las Iglesias ortodoxas”».
En este sentido, El Papa Francisco señaló que en la Iglesia existen divisiones “porque la Iglesia se ha visto demasiado a sí misma” y no brilla con la luz de Cristo:
«Lo que siento más profundamente en este camino para la unidad es la homilía que hice ayer sobre el Espíritu Santo: solo el camino del Espíritu Santo es correcto; Él es sorpresa, Él es creativo. El problema (y esta tal vez sea una autocrítica, pero lo dije también en las Congregaciones generales antes del Cónclave) es que la Iglesia no tiene luz propia, debe ver a Jesucristo. Las divisiones existen porque la Iglesia se ha visto demasiado a sí misma. Mientras comíamos hoy, con Bartolomé, hablamos del momento en el que un cardenal fue a llevar la excomunión del Papa al Patriarca: la Iglesia se veía demasiado a sí misma en ese momento. Cuando nos vemos a nosotros mismos nos volvemos auto-referenciales».
Por ello, el Santo Padre exhortó a encontrar un camino aceptable para alcanzar la unidad en la Iglesia:
«Los ortodoxos aceptan el primado: en las letanías de hoy rezaron por su pastor y primado, “aquel que camina primero”. Lo dijeron hoy ante mí. Para encontrar una fórmula aceptable debemos ir al primer milenio. No digo que la Iglesia se haya equivocado (en el segundo milenio), ¡no! Hizo su camino histórico. Pero ahora el camino es seguir adelante con la petición de Juan Pablo II».
Otro gesto que impactó en esta visita apostólica del Papa a Turquía fue el momento del abrazo con el Patriarca Bartolomé I. Al respecto el Santo Padre señaló que no debemos cansarnos de dialogar y no ver con sospecha las aperturas:
«Me permito decir que este no es un problema nuestro. Este es también un problema de los ortodoxos, de algunos monjes y de algunos monasterios. Por ejemplo, desde los tiempos del beato Pablo VI se discute sobre la fecha de la Pascua y no nos ponemos de acuerdo. Con este ritmo, nuestros tataranietos la van a celebrar en agosto. El beato Pablo VI había propuesto una fecha fija, un domingo de abril. Bartolomé ha sido valiente: en Finlandia, en donde hay una pequeña comunidad ortodoxa, dijo que quería festejar el mismo día de los luteranos. Una vez, mientras yo estaba en Vía della Scorta y se estaban haciendo los preparativos para la Pascua, escuché a un oriental que decía: “Mi Cristo resucita dentro de un mes”. Mi Cristo, tu Cristo… Hay problemas. Pero debemos ser respetuosos y no cansarnos de dialogar, sin insultar, sin ensuciarse, sin chismear. Pero si uno no quiere dialogar… Pero se necesita paciencia, mansedumbre y diálogo».
Después de visitar y encontrar a los niños y jóvenes en el oratorio de los salesianos en Estambul, el Pontífice manifestó su deseo de visitar Irak:
«Quería ir a un campo de prófugos, pero se necesitaba un día más y no era posible por muchas razones, no solo personales. Entonces pedí estar un poco con los chicos refugiados que albergan los salesianos. Aprovecho para agradecer al gobierno turco, que es generoso, es generoso con los refugiados. ¿Saben qué significa pensar en la salud, en la alimentación, en una cama, una casa para un millón de refugiados? Yo quiero ir a Irak. Hablé con el patriarca Sako. Por el momento no es posible. Si fuera en este momento, se crearía un problema para las autoridades, para la seguridad».
Algunos hombres de prensa se dirigieron al Papa y formularon otras preguntas sobre la Actividad de Francisco. Entre ellas la sugestiva pregunta sobre la tercera guerra mundial y las armas nucleares:
«Estoy convencido de que estamos viviendo una Tercera Guerra Mundial en fragmentos, en capítulos, por doquier. Detrás de esto hay enemistades, problemas políticos, problemas económicos, para salvar este sistema en el que el dios dinero y no la persona humana es el centro. Y detrás también hay intereses comerciales: el tráfico de armas es terrible, es uno de los negocios más fuertes en estos momentos. El año pasado, en septiembre, se decía que Siria tenía armas químicas: yo creo que Siria no era capaz de producir armas químicas. ¿Quién se las vendió? ¿Tal vez algunos de los que después la acusaban de tenerlas? Sobre este asunto de las armas hay demasiados misterios. Sobre la bomba atómica, la humanidad no ha aprendido. Dios nos ha dado la Creación para que de esta incultura hiciéramos cultura. El hombre la hizo y llegó a la energía nuclear, que puede servir a muchas cosas buenas, pero la ha utilizado para destruir a la humanidad. Esa cultura se convierte en una segunda incultura: yo no quiero hablar del fin del mundo, pero es una cultura que llamo “terminal”; después habrá que comenzar de nuevo, como hicieron las ciudades de Nagasaki e Hiroshima».
Recordando el reciente Sínodo Extraordinario de la Familia, el Papa señaló que queda todavía camino por recorrer en este tema y se tiene que considerar todo el proceso en su totalidad:
«El Sínodo es un recorrido, es un camino. No es un Parlamento; es un espacio protegido para que se pueda hablar sobre el Espíritu Santo. Tampoco con la relación final se termina el recorrido. Por ello no se puede tener una opinión de una persona o de un borrador. Yo no estoy de acuerdo (es mi opinión) con que se diga públicamente: “Este dijo esto”, sino que se haga público, como sucedió, solamente lo que se dijo: el Sínodo no es un Parlamento. Se requiere protección para que pueda hablar el Espíritu Santo».

domingo, 30 de noviembre de 2014

Declaración conjunta

Nosotros, el Papa Francisco y el Patriarca Ecuménico Bartolomé I, expresamos nuestra profunda gratitud a Dios por el don de este nuevo encuentro que, en presencia de los miembros del Santo Sínodo, del clero y de los fieles del Patriarcado Ecuménico, nos permite celebrar juntos la fiesta de san Andrés, el primer llamado y hermano del Apóstol Pedro. Nuestro recuerdo de los Apóstoles, que proclamaron la buena nueva del Evangelio al mundo mediante su predicación y el testimonio del martirio, refuerza en nosotros el deseo de seguir caminando juntos, con el fin de superar, en el amor y en la verdad, los obstáculos que nos dividen.
Durante nuestro encuentro en Jerusalén del mayo pasado, en el que recordamos el histórico abrazo de nuestros venerados predecesores, el Papa Pablo VI y el Patriarca Ecuménico Atenágoras, firmamos una declaración conjunta. Hoy, en la feliz ocasión de este nuevo encuentro fraterno, deseamos reafirmar juntos nuestras comunes intenciones y preocupaciones.
Expresamos nuestra resolución sincera y firme, en obediencia a la voluntad de nuestro Señor Jesucristo, de intensificar nuestros esfuerzos para promover la plena unidad de todos los cristianos, y sobre todo entre católicos y ortodoxos. Además, queremos apoyar el diálogo teológico promovido por la Comisión Mixta Internacional que, instituida hace exactamente treinta y cinco años por el Patriarca Ecuménico Dimitrios y el Papa Juan Pablo II aquí, en el Fanar, está actualmente tratando las cuestiones más difíciles que han marcado la historia de nuestra división, y que requieren un estudio cuidadoso y detallado. Para ello, aseguramos nuestra ferviente oración como Pastores de la Iglesia, pidiendo a nuestros fieles que se unan a nosotros en la común invocación de que «todos sean uno,... para que el mundo crea» (Jn 17,21).
Expresamos nuestra preocupación común por la situación actual en Irak, Siria y todo el Medio Oriente. Estamos unidos en el deseo de paz y estabilidad, y en la voluntad de promover la resolución de los conflictos mediante el diálogo y la reconciliación. Si bien reconocemos los esfuerzos realizados para ofrecer ayuda a la región, hacemos al mismo tiempo un llamamiento a todos los que tienen responsabilidad en el destino de los pueblos para que intensifiquen su compromiso con las comunidades que sufren, y puedan, incluidas las cristianas, permanecer en su tierra nativa. No podemos resignarnos a un Medio Oriente sin cristianos, que han profesado allí el nombre de Jesús durante dos mil años. Muchos de nuestros hermanos y hermanas están siendo perseguidos y se han visto forzados con violencia a dejar sus hogares. Parece que se haya perdido hasta el valor de la vida humana, y que la persona humana ya no tenga importancia y pueda ser sacrificada a otros intereses. Y, por desgracia, todo esto acaece por la indiferencia de muchos. Como nos recuerda san Pablo: «Si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26). Esta es la ley de la vida cristiana, y en este sentido podemos decir que también hay un ecumenismo del sufrimiento. Así como la sangre de los mártires ha sido siempre la semilla de la fuerza y la fecundidad de la Iglesia, así también el compartir los sufrimientos cotidianos puede ser un instrumento eficaz para la unidad. La terrible situación de los cristianos y de todos los que están sufriendo en el Medio Oriente, no sólo requiere nuestra oración constante, sino también una respuesta adecuada por parte de la comunidad internacional.
Los retos que afronta el mundo en la situación actual, necesitan la solidaridad de todas las personas de buena voluntad, por lo que también reconocemos la importancia de promover un diálogo constructivo con el Islam, basado en el respeto mutuo y la amistad. Inspirado por valores comunes y fortalecido por auténticos sentimientos fraternos, musulmanes y cristianos están llamados a trabajar juntos por el amor a la justicia, la paz y el respeto de la dignidad y los derechos de todas las personas, especialmente en aquellas regiones en las que un tiempo vivieron durante siglos en convivencia pacífica, y ahora sufren juntos trágicamente por los horrores de la guerra. Además, como líderes cristianos, exhortamos a todos los líderes religiosos a proseguir y reforzar el diálogo interreligioso y de hacer todo lo posible para construir una cultura de paz y la solidaridad entre las personas y entre los pueblos. También recordamos a todas las personas que experimentan el sufrimiento de la guerra. En particular, oramos por la paz en Ucrania, un país con una antigua tradición cristiana, y hacemos un llamamiento a todas las partes implicadas a que continúen el camino del diálogo y del respeto al derecho internacional, con el fin de poner fin al conflicto y permitir a todos los ucranianos vivir en armonía.
Tenemos presentes a todos los fieles de nuestras Iglesias en el todo el mundo, a los que saludamos, encomendándoles a Cristo, nuestro Salvador, para que sean testigos incansables del amor de Dios. Elevamos nuestra ferviente oración para que el Señor conceda el don de la paz en el amor y la unidad a toda la familia humana.
«Que el mismo Señor de la paz os conceda la paz siempre y en todo lugar. El Señor esté con todos vosotros» (2 Ts 3,16).
El Fanar, 30 de noviembre de 2014.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Audiencia 20141126

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Un poco feo el día, pero ustedes son valientes. ¡Felicitaciones! Esperamos rezar juntos hoy.
Al presentar la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo, el Concilio Vaticano II tenía bien presente un verdad fundamental, que no hay que olvidar jamás: la Iglesia no es una realidad estática, detenida, con fin en sí misma, sino que está continuamente en camino en la historia, hacia la meta última y maravillosa que es el Reino de los cielos, del cual la Iglesia en la tierra es el germen y el inicio (cfr Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 5). Cuando nos dirigimos hacia este horizonte, nos damos cuenta que nuestra imaginación se detiene, revelándose apenas capaz de intuir el esplendor del misterio que domina nuestros sentidos. Y surgen espontáneas en nosotros algunas preguntas: ¿cuándo llegará este pasaje final? ¿Cómo será la nueva dimensión en la cual la Iglesia entrará? ¿Qué será entonces la humanidad? ¿Y de lo creado que nos circunda?
Pero estas preguntas no son nuevas, las habían hecho los discípulos a Jesús en aquel tiempo ¿pero cuándo sucederá esto? ¿Cuándo será el triunfo del Espíritu sobre la creación, sobre lo creado, sobre todo? Son preguntas humanas, preguntas antiguas. También nosotros hacemos estas preguntas.
La Constitución conciliar Gaudium et spes, de frente a estos interrogativos que resuenan desde siempre en el corazón del hombre, afirma: “Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano” (n. 39). He aquí la meta a la cual aspira la Iglesia: es como dice la Biblia la “Jerusalén nueva”, el “Paraíso”. Más que de un lugar, se trata de un “estado” del alma, en el cual nuestras expectativas más profundas serán cumplidas de manera superabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, alcanzará la plena maduración. ¡Seremos finalmente revestidos de la alegría, de la paz y del amor de Dios en modo completo, sin más ningún límite, y estaremos cara a cara con Él! ¡Es bello pensar esto! Pensar en el cielo. Todos nosotros nos encontraremos allí. Todos, todos, allí, todos. Es bello. ¡Da fuerza al alma!
2. En esta perspectiva, es bello percibir cómo hay una continuidad y una comunión de fondo entre la Iglesia que está en el cielo y aquella todavía en camino sobre la tierra. Aquellos que ya viven en la presencia de Dios, de hecho, nos pueden sostener e interceder por nosotros, rezar por nosotros. Por otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer buenas acciones, oraciones y la Eucaristía misma para aliviar las tribulaciones de las almas que todavía están esperando la beatitud sin fin. Sí, porque en la perspectiva cristiana, la distinción no es más entre quien ya está muerto y que todavía no lo está, sino entre quien está en Cristo y quién no lo está. Éste es el elemento determinante, realmente decisivo para nuestra salvación y para nuestra felicidad.
3. Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el cumplimiento de este diseño maravilloso no puede no interesar también todo aquello que nos rodea, y que ha salido del pensamiento y del corazón de Dios. El apóstol Pablo lo afirma explícitamente, cuando dice que también “la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios”. (Rom 8,21). Otros textos utilizan la imagen del “cielo nuevo” y la “tierra nueva” (cf. 2 P 3,13; Ap 21,1), en el sentido de que todo el universo será renovado y liberado de una vez para siempre de todos los rastros del mal y de la misma  muerte. Lo que se prospecta, como cumplimiento de una transformación que en realidad ya está en acto a partir de la muerte y resurrección de Cristo, es por lo tanto una nueva creación; no una aniquilación del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino que es llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad, de belleza. Este es el diseño que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde siempre quiere realizar y está realizando.
Queridos amigos, cuando pensamos en estas maravillosas realidades que nos esperan, nos damos cuenta del maravilloso don que es pertenecer a la Iglesia, que lleva inscrita una vocación altísima. Pidamos entonces a la Virgen María, Madre de la Iglesia, que vigile siempre sobre nuestro camino y nos ayude a ser, como ella, un signo gozoso de confianza y esperanza entre nuestros hermanos.

martes, 25 de noviembre de 2014

Discurso en el Parlamento Europeo

Señor Secretario General, Señora Presidenta,
Excelencias, Señoras y Señores

            Me alegra poder tomar la palabra en esta Convención que reúne una representación significativa de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, de representantes de los países miembros, de los jueces del Tribunal Europeo de los derechos humanos, así como de las diversas Instituciones que componen el Consejo de Europa. En efecto, casi toda Europa está presente en esta aula, con sus pueblos, sus idiomas, sus expresiones culturales y religiosas, que constituyen la riqueza de este Continente. Estoy especialmente agradecido al Secretario General del Consejo de Europa, Sr. Thorbjørn Jagland, por su amable invitación y las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo también a la Sra. Anne Brasseur, Presidente de la Asamblea Parlamentaria. Agradezco a todos de corazón su compromiso y la contribución que ofrecen a la paz en Europa, a través de la promoción de la democracia, los derechos humanos y el estado de derecho.

            En la intención de sus Padres fundadores, el Consejo de Europa, que este año celebra su 65 aniversario, respondía a una tendencia ideal hacia la unidad, que ha animado en varias fases la vida del Continente desde la antigüedad. Sin embargo, a lo largo de los siglos, han prevalecido muchas veces las tendencias particularistas, marcadas por reiterados propósitos hegemónicos. Baste decir que, diez años antes de aquel 5 de mayo de 1949, cuando se firmó en Londres el Tratado que estableció el Consejo de Europa, comenzaba el conflicto más sangriento y cruel que recuerdan estas tierras, cuyas divisiones han continuado durante muchos años después, cuando el llamado Telón de Acero dividió en dos el Continente, desde el mar Báltico hasta el Golfo de Trieste. El proyecto de los Padres fundadores era reconstruir Europa con un espíritu de servicio mutuo, que aún hoy, en un mundo más proclive a reivindicar que a servir, debe ser la llave maestra de la misión del Consejo de Europa, en favor de la paz, la libertad y la dignidad humana.
            Por otro lado, el camino privilegiado para la paz – para evitar que se repita lo ocurrido en las dos guerras mundiales del siglo pasado –  es reconocer en el otro no un enemigo que combatir, sino un hermano a quien acoger. Es un proceso continuo, que nunca puede darse por logrado plenamente. Esto es precisamente lo que intuyeron los Padres fundadores, que entendieron cómo la paz era un bien que se debe conquistar continuamente, y que exige una vigilancia absoluta. Eran conscientes de que las guerras se alimentan por los intentos de apropiarse espacios, cristalizar los procesos y tratar de detenerlos; ellos, por el contrario, buscaban la paz que sólo puede alcanzarse con la actitud constante de iniciar procesos y llevarlos adelante.
            Afirmaban de este modo la voluntad de caminar madurando con el tiempo, porque es precisamente el tiempo lo que gobierna los espacios, los ilumina y los transforma en una cadena de crecimiento continuo, sin vuelta atrás. Por eso, construir la paz requiere privilegiar las acciones que generan nuevo dinamismo en la sociedad e involucran a otras personas y otros grupos que los desarrollen, hasta que den fruto en acontecimientos históricos importantes.
            Por esta razón dieron vida a este Organismo estable. Algunos años más tarde, el beato Pablo VI recordó que «las mismas instituciones que en el orden jurídico y en el concierto internacional tienen la función y el mérito de proclamar y de conservar la paz alcanzan su providencial finalidad cuando están continuamente en acción, cuando en todo momento saben engendrar la paz, hacer la paz». Es preciso un proceso constante de humanización, y «no basta reprimir las guerras, suspender las luchas (...); no basta una paz impuesta, una paz utilitaria y provisoria; hay que tender a una paz amada, libre, fraterna, es decir, fundada en la reconciliación de los ánimos». Es decir, continuar los procesos sin ansiedad, pero ciertamente con convicciones claras y con tesón.
            Para lograr el bien de la paz es necesario ante todo  educar para ella, abandonando una cultura del conflicto, que tiende al miedo del otro, a la marginación de quien piensa y vive de manera diferente. Es cierto que el conflicto no puede ser ignorado o encubierto, debe ser asumido. Pero si nos quedamos atascados en él, perdemos perspectiva, los horizontes se limitan y la realidad misma sigue estando fragmentada. Cuando nos paramos en la situación conflictual perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad, detenemos la historia y caemos en desgastes internos y en contradicciones estériles.
            Por desgracia, la paz está todavía demasiado a menudo herida. Lo está en tantas partes del mundo, donde arrecian furiosos conflictos de diversa índole. Lo está aquí, en Europa, donde no cesan las tensiones. Cuánto dolor y cuántos muertos se producen todavía en este Continente, que anhela la paz, pero que vuelve a caer fácilmente en las tentaciones de otros tiempos. Por eso es importante y prometedora la labor del Consejo de Europa en la búsqueda de una solución política a las crisis actuales.
            Pero la paz sufre también por otras formas de conflicto, como el terrorismo religioso e internacional, embebido de un profundo desprecio por la vida humana y que mata indiscriminadamente a víctimas inocentes. Por desgracia, este fenómeno se abastece de un tráfico de armas a menudo impune. La Iglesia considera que «la carrera de armamentos es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable». La paz también se quebranta por el tráfico de seres humanos, que es la nueva esclavitud de nuestro tiempo, y que convierte a las personas en un artículo de mercado, privando a las víctimas de toda dignidad. No es difícil constatar cómo estos fenómenos están a menudo relacionados entre sí. El Consejo de Europa, a través de sus Comités y Grupos de Expertos, juega un papel importante y significativo en la lucha contra estas formas de inhumanidad.
            Con todo, la paz no es solamente ausencia de guerra, de conflictos y tensiones. En la visión cristiana, es al mismo tiempo un don de Dios y fruto de la acción libre y racional del hombre, que intenta buscar el bien común en la verdad y el amor. «Este orden racional y moral se apoya precisamente en la decisión de la conciencia de los seres humanos de buscar la armonía en sus relaciones mutuas, respetando la justicia en todos».
            Entonces, ¿cómo lograr el objetivo ambicioso de la paz?
            El camino elegido por el Consejo de Europa es ante todo el de la promoción de los derechos humanos, que enlaza con el desarrollo de la democracia y el estado de derecho. Es una tarea particularmente valiosa, con significativas implicaciones éticas y sociales, puesto que de una correcta comprensión de estos términos y una reflexión constante sobre ellos, depende el desarrollo de nuestras sociedades, su convivencia pacífica y su futuro. Este estudio es una de las grandes aportaciones que Europa ha ofrecido y sigue ofreciendo al mundo entero.

            Así pues, en esta sede siento el deber de señalar la importancia de la contribución y la responsabilidad europea en el desarrollo cultural de la humanidad. Quisiera hacerlo a partir de una imagen tomada de un poeta italiano del siglo XX, Clemente Rebora, que, en uno de sus poemas, describe un álamo, con sus ramas tendidas al cielo y movidas por el viento, su tronco sólido y firme, y sus raíces profundamente ancladas en la tierra. En cierto sentido, podemos pensar en Europa a la luz de esta imagen.
            A lo largo de su historia, siempre ha tendido hacia lo alto, hacia nuevas y ambiciosas metas, impulsada por un deseo insaciable de conocimientos, desarrollo, progreso, paz y unidad. Pero el crecimiento del pensamiento, la cultura, los descubrimientos científicos son posibles por la solidez del tronco y la profundidad de las raíces que lo alimentan. Si pierde las raíces, el tronco se vacía lentamente y muere, y las ramas – antes exuberantes y rectas – se pliegan hacia la tierra y caen. Aquí está tal vez una de las paradojas más incomprensibles para una mentalidad científica aislada: para caminar hacia el futuro hace falta el pasado, se necesitan raíces profundas, y también se requiere el valor de no esconderse ante el presente y sus desafíos. Hace falta memoria, valor y una sana y humana utopía.
            Por otro lado – observa Rebora – «el tronco se ahonda donde es más verdadero». Las raíces se nutren de la verdad, que es el alimento, la linfa vital de toda sociedad que quiera ser auténticamente libre, humana y solidaria. Además, la verdad hace un llamamiento a la conciencia, que es irreductible a los condicionamientos, y por tanto capaz de conocer su propia dignidad y estar abierta a lo absoluto, convirtiéndose en fuente de opciones fundamentales guiadas por la búsqueda del bien para los demás y para sí mismo, y la sede de una libertad responsable.
            También hay que tener en cuenta que, sin esta búsqueda de la verdad, cada uno se convierte en medida de sí mismo y de sus actos, abriendo el camino a una afirmación subjetiva de los derechos, por lo que el concepto de derecho humano, que tiene en sí mismo un valor universal, queda sustituido por la idea del derecho individualista. Esto lleva al sustancial descuido de los demás, y a fomentar esa globalización de la indiferencia que nace del egoísmo, fruto de una concepción del hombre incapaz de acoger la verdad y vivir una auténtica dimensión social.
            Este individualismo nos hace humanamente pobres y culturalmente estériles, pues cercena de hecho esas raíces fecundas que mantienen la vida del árbol. Del individualismo indiferente nace el culto a la opulencia, que corresponde a la cultura del descarte en la que estamos inmersos. Efectivamente, tenemos demasiadas cosas, que a menudo no sirven, pero ya no somos capaces de construir auténticas relaciones humanas, basadas en la verdad y el respeto mutuo. Así, hoy tenemos ante nuestros ojos la imagen de una Europa herida, por las muchas pruebas del pasado, pero también por la crisis del presente, que ya no parece ser capaz de hacerle frente con la vitalidad y la energía del pasado. Una Europa un poco cansada y pesimista, que se siente asediada por las novedades de otros continentes.
            Podemos preguntar a Europa: ¿Dónde está tu vigor? ¿Dónde está esa tensión ideal que ha animado y hecho grande tu historia? ¿Dónde está tu espíritu de emprendedor curioso? ¿Dónde está tu sed de verdad, que hasta ahora has comunicado al mundo con pasión?
            De la respuesta a estas preguntas dependerá el futuro del Continente. Por otro lado – volviendo a la imagen de Rebora – un tronco sin raíces puede seguir teniendo una apariencia vital, pero por dentro se vacía y muere. Europa debe reflexionar sobre si su inmenso patrimonio humano, artístico, técnico, social, político, económico y religioso es un simple retazo del pasado para museo, o si todavía es capaz de inspirar la cultura y abrir sus tesoros a toda la humanidad. En la respuesta a este interrogante, el Consejo de Europa y sus instituciones tienen un papel de primera importancia.
            Pienso especialmente en el papel de la Corte Europea de los Derechos Humanos, que es de alguna manera la «conciencia» de Europa en el respeto de los derechos humanos. Mi esperanza es que dicha conciencia madure cada vez más, no por un mero consenso entre las partes, sino como resultado de la tensión hacia esas raíces profundas, que es el pilar sobre los que los Padres fundadores de la Europa contemporánea decidieron edificar.
            Junto a las raíces – que se deben buscar, encontrar y mantener vivas con el ejercicio cotidiano de la memoria, pues constituyen el patrimonio genético de Europa –, están los desafíos actuales del Continente, que nos obligan a una creatividad continua, para que estas raíces sean fructíferas hoy, y se proyecten hacia utopías del futuro. Permítanme mencionar sólo dos: el reto de la multipolaridad y el desafío de la transversalidad.
            La historia de Europa puede llevarnos a concebirla ingenuamente como una bipolaridad o, como mucho, una tripolaridad (pensemos en la antigua concepción: Roma - Bizancio - Moscú), y dentro de este esquema, fruto de reduccionismos geopolíticos hegemónicos, movernos en la interpretación del presente y en la proyección hacia la utopía del futuro.
            Hoy las cosas no son así, y podemos hablar legítimamente  de una Europa multipolar. Las tensiones – tanto las que construyen como las que disgregan – se producen entre múltiples polos culturales, religiosos y políticos. Europa afronta hoy el reto de «globalizar» de modo original esta multipolaridad. Las culturas no se identifican necesariamente con los países: algunos de ellos tienen diferentes culturas y algunas culturas se manifiestan en diferentes países. Lo mismo ocurre con las expresiones políticas, religiosas y asociativas.
            Globalizar de modo original la multipolaridad comporta el reto de una armonía constructiva, libre de hegemonías que, aunque pragmáticamente parecen facilitar el camino, terminan por destruir la originalidad cultural y religiosa de los pueblos.
            Hablar de la multipolaridad europea es hablar de pueblos que nacen, crecen y se proyectan hacia el futuro. La tarea de globalizar la multipolaridad de Europa no se puede imaginar con la figura de la esfera – donde todo es igual y ordenado, pero que resulta reductiva puesto que cada punto es equidistante del centro –, sino más bien con la del poliedro, donde la unidad armónica del todo conserva la particularidad de cada una de las partes. Hoy Europa es multipolar en sus relaciones y tensiones; no se puede pensar ni construir Europa sin asumir a fondo esta realidad multipolar.
            El otro reto que quisiera mencionar es la transversalidad. Comienzo con una experiencia personal: en los encuentros con políticos de diferentes países de Europa, he notado que los jóvenes afrontan la realidad política desde una perspectiva diferente a la de sus colegas más adultos. Tal vez dicen cosas aparentemente semejantes, pero el enfoque es diverso. Esto ocurre en los jóvenes políticos de diferentes partidos. Y es un dato que indica una realidad de la Europa actual de la que no se puede prescindir en el camino de la consolidación continental y de su proyección de futuro: tener en cuenta esta transversalidad que se percibe en todos los campos. No se puede recorrer este camino sin recurrir al diálogo, también intergeneracional. Si quisiéramos definir hoy el Continente, debemos hablar de una Europa dialogante, que sabe poner la transversalidad de opiniones y reflexiones al servicio de pueblos armónicamente unidos.
            Asumir este camino de la comunicación transversal no sólo comporta empatía intergeneracional, sino metodología histórica de crecimiento. En el mundo político actual de Europa, resulta estéril el diálogo meramente en el seno de los organismos (políticos, religiosos, culturales) de la propia pertenencia. La historia pide hoy la capacidad de salir de las estructuras que «contienen» la propia identidad, con el fin de hacerla más fuerte y más fructífera en la confrontación fraterna de la transversalidad. Una Europa que dialogue únicamente dentro de los grupos cerrados de pertenencia se queda a mitad de camino; se necesita el espíritu juvenil que acepte el reto de la transversalidad.
            En esta perspectiva, acojo favorablemente la voluntad del Consejo de Europa de invertir en el diálogo intercultural, incluyendo su dimensión religiosa, mediante los Encuentros sobre la dimensión religiosa del diálogo intercultural. Es una oportunidad provechosa para el intercambio abierto, respetuoso y enriquecedor entre las personas y grupos de diverso origen, tradición étnica, lingüística y religiosa, en un espíritu de comprensión y respeto mutuo.
            Dichos encuentros parecen particularmente importantes en el ambiente actual multicultural, multipolar, en busca de una propia fisionomía, para combinar con sabiduría la identidad europea que se ha formado a lo largo de los siglos con las solicitudes que llegan de otros pueblos que ahora se asoman al Continente.
            En esta lógica se incluye la aportación que el cristianismo puede ofrecer hoy al desarrollo cultural y social europeo en el ámbito de una correcta relación entre religión y sociedad. En la visión cristiana, razón y fe, religión y sociedad, están llamadas a iluminarse una a otra, apoyándose mutuamente y, si fuera necesario, purificándose recíprocamente de los extremismos ideológicos en que pueden caer. Toda la sociedad europea se beneficiará de una reavivada relación entre los dos ámbitos, tanto para hacer frente a un fundamentalismo religioso, que es sobre todo enemigo de Dios, como para evitar una razón «reducida», que no honra al hombre.
            Estoy convencido de que hay muchos temas, y actuales, en los que puede haber un enriquecimiento mutuo, en los que la Iglesia Católica – especialmente a través del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE) – puede colaborar con el Consejo de Europa y ofrecer una contribución fundamental. En primer lugar, a la luz de lo que acabo de decir, en el ámbito de una reflexión ética sobre los derechos humanos, sobre los que esta Organización está frecuentemente llamada a reflexionar. Pienso particularmente en las cuestiones relacionadas con la protección de la vida humana, cuestiones delicadas que han de ser sometidas a un examen cuidadoso, que tenga en cuenta la verdad de todo el ser humano, sin limitarse a campos específicos, médicos, científicos o jurídicos.
            También hay numerosos retos del mundo contemporáneo que precisan estudio y un compromiso común, comenzando por la acogida  de los emigrantes, que necesitan antes que nada lo esencial para vivir, pero, sobre todo, que se les reconozca su dignidad como personas. Después tenemos todo el grave problema del trabajo, especialmente por los elevados niveles de desempleo juvenil que se produce en muchos países – una verdadera hipoteca para el futuro –,  pero también por la cuestión de la dignidad del trabajo.
            Espero ardientemente que se instaure una nueva colaboración social y económica, libre de condicionamientos ideológicos, que sepa afrontar el mundo globalizado, manteniendo vivo el sentido de la solidaridad y de la caridad mutua, que tanto ha caracterizado el rostro de Europa, gracias a la generosa labor de cientos de hombres y mujeres –  algunos de los cuales la Iglesia Católica considera santos – que, a lo largo de los siglos, se han esforzado por desarrollar el Continente, tanto mediante la actividad empresarial como con obras educativas, asistenciales y de promoción humana. Estas últimas, sobre todo, son un punto de referencia importante para tantos pobres que viven en Europa. ¡Cuántos hay por nuestras calles! No sólo piden pan para el sustento, que es el más básico de los derechos, sino también redescubrir el valor de la propia vida, que la pobreza tiende a hacer olvidar, y recuperar la dignidad que el trabajo confiere.
            En fin, entre los temas que requieren nuestra reflexión y nuestra colaboración está la defensa del medio ambiente, de nuestra querida Tierra, el gran recurso que Dios nos ha dado y que está a nuestra disposición, no para ser desfigurada, explotada y denigrada, sino para que, disfrutando de su inmensa belleza, podamos vivir con dignidad.

            Señora Presidenta, señor Secretario General, Excelencias, Señoras y Señores,
            El beato Pablo VI calificó a la Iglesia como «experta en humanidad». En el mundo, a imitación de Cristo, y no obstante los pecados de sus hijos, ella no busca más que servir y dar testimonio de la verdad. Nada más, sino sólo este espíritu, nos guía en el alentar el camino de la humanidad.
            Con esta disposición, la Santa Sede tiene la intención de continuar su colaboración con el Consejo de Europa, que hoy desempeña un papel fundamental para forjar la mentalidad de las futuras generaciones de europeos. Se trata de realizar juntos una reflexión a todo campo, para que se instaure una especie de «nueva agorá», en la que toda instancia civil y religiosa pueda confrontarse libremente con las otras, si bien en la separación de ámbitos y en la diversidad de posiciones, animada exclusivamente por el deseo de verdad y de edificar el bien común. En efecto, la cultura nace siempre del encuentro mutuo, orientado a estimular la riqueza intelectual y la creatividad de cuantos participan; y esto, además de ser una práctica del bien, es belleza. Mi esperanza es que Europa, redescubriendo su patrimonio histórico y la profundidad de sus raíces, asumiendo su acentuada multipolaridad y el fenómeno de la transversalidad dialogante, reencuentre esa juventud de espíritu que la ha hecho fecunda y grande.
            Gracias.