Señor Secretario General, Señora Presidenta,
Excelencias, Señoras y Señores
Me alegra poder tomar la palabra en esta Convención que
reúne una representación significativa de la Asamblea Parlamentaria del
Consejo de Europa, de representantes de los países miembros, de los
jueces del Tribunal Europeo de los derechos humanos, así como de las
diversas Instituciones que componen el Consejo de Europa. En efecto,
casi toda Europa está presente en esta aula, con sus pueblos, sus
idiomas, sus expresiones culturales y religiosas, que constituyen la
riqueza de este Continente. Estoy especialmente agradecido al Secretario
General del Consejo de Europa, Sr. Thorbjørn Jagland, por su amable
invitación y las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido.
Saludo también a la Sra. Anne Brasseur, Presidente de la Asamblea
Parlamentaria. Agradezco a todos de corazón su compromiso y la
contribución que ofrecen a la paz en Europa, a través de la promoción de
la democracia, los derechos humanos y el estado de derecho.
En la intención de sus Padres fundadores, el Consejo
de Europa, que este año celebra su 65 aniversario, respondía a una
tendencia ideal hacia la unidad, que ha animado en varias fases la vida
del Continente desde la antigüedad. Sin embargo, a lo largo de los
siglos, han prevalecido muchas veces las tendencias particularistas,
marcadas por reiterados propósitos hegemónicos. Baste decir que, diez
años antes de aquel 5 de mayo de 1949, cuando se firmó en Londres el
Tratado que estableció el Consejo de Europa, comenzaba el conflicto más
sangriento y cruel que recuerdan estas tierras, cuyas divisiones han
continuado durante muchos años después, cuando el llamado Telón de Acero
dividió en dos el Continente, desde el mar Báltico hasta el Golfo de
Trieste. El proyecto de los Padres fundadores era reconstruir Europa con
un espíritu de servicio mutuo, que aún hoy, en un mundo más proclive a
reivindicar que a servir, debe ser la llave maestra de la misión del
Consejo de Europa, en favor de la paz, la libertad y la dignidad humana.
Por otro lado, el camino privilegiado para la paz –
para evitar que se repita lo ocurrido en las dos guerras mundiales del
siglo pasado – es reconocer en el otro no un enemigo que combatir, sino
un hermano a quien acoger. Es un proceso continuo, que nunca puede
darse por logrado plenamente. Esto es precisamente lo que intuyeron los
Padres fundadores, que entendieron cómo la paz era un bien que se debe
conquistar continuamente, y que exige una vigilancia absoluta. Eran
conscientes de que las guerras se alimentan por los intentos de
apropiarse espacios, cristalizar los procesos y tratar de detenerlos;
ellos, por el contrario, buscaban la paz que sólo puede alcanzarse con
la actitud constante de iniciar procesos y llevarlos adelante.
Afirmaban de este modo la voluntad de caminar
madurando con el tiempo, porque es precisamente el tiempo lo que
gobierna los espacios, los ilumina y los transforma en una cadena de
crecimiento continuo, sin vuelta atrás. Por eso, construir la paz
requiere privilegiar las acciones que generan nuevo dinamismo en la
sociedad e involucran a otras personas y otros grupos que los
desarrollen, hasta que den fruto en acontecimientos históricos
importantes.
Por esta razón dieron vida a este Organismo estable.
Algunos años más tarde, el beato Pablo VI recordó que «las mismas
instituciones que en el orden jurídico y en el concierto internacional
tienen la función y el mérito de proclamar y de conservar la paz
alcanzan su providencial finalidad cuando están continuamente en acción,
cuando en todo momento saben engendrar la paz, hacer la paz». Es
preciso un proceso constante de humanización, y «no basta reprimir las
guerras, suspender las luchas (...); no basta una paz impuesta, una paz
utilitaria y provisoria; hay que tender a una paz amada, libre,
fraterna, es decir, fundada en la reconciliación de los ánimos». Es
decir, continuar los procesos sin ansiedad, pero ciertamente con
convicciones claras y con tesón.
Para lograr el bien de la paz es necesario ante todo
educar para ella, abandonando una cultura del conflicto, que tiende al
miedo del otro, a la marginación de quien piensa y vive de manera
diferente. Es cierto que el conflicto no puede ser ignorado o
encubierto, debe ser asumido. Pero si nos quedamos atascados en él,
perdemos perspectiva, los horizontes se limitan y la realidad misma
sigue estando fragmentada. Cuando nos paramos en la situación
conflictual perdemos el sentido de la unidad profunda de la
realidad, detenemos la historia y caemos en desgastes internos y en
contradicciones estériles.
Por desgracia, la paz está todavía demasiado a menudo
herida. Lo está en tantas partes del mundo, donde arrecian furiosos
conflictos de diversa índole. Lo está aquí, en Europa, donde no cesan
las tensiones. Cuánto dolor y cuántos muertos se producen todavía en
este Continente, que anhela la paz, pero que vuelve a caer fácilmente en
las tentaciones de otros tiempos. Por eso es importante y prometedora
la labor del Consejo de Europa en la búsqueda de una solución política a
las crisis actuales.
Pero la paz sufre también por otras formas de
conflicto, como el terrorismo religioso e internacional, embebido de un
profundo desprecio por la vida humana y que mata indiscriminadamente a
víctimas inocentes. Por desgracia, este fenómeno se abastece de un
tráfico de armas a menudo impune. La Iglesia considera que «la carrera
de armamentos es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los
pobres de modo intolerable». La paz también se quebranta por el tráfico
de seres humanos, que es la nueva esclavitud de nuestro tiempo, y que
convierte a las personas en un artículo de mercado, privando a las
víctimas de toda dignidad. No es difícil constatar cómo estos fenómenos
están a menudo relacionados entre sí. El Consejo de Europa, a través de
sus Comités y Grupos de Expertos, juega un papel importante y
significativo en la lucha contra estas formas de inhumanidad.
Con todo, la paz no es solamente ausencia de guerra,
de conflictos y tensiones. En la visión cristiana, es al mismo tiempo un
don de Dios y fruto de la acción libre y racional del hombre, que
intenta buscar el bien común en la verdad y el amor. «Este orden
racional y moral se apoya precisamente en la decisión de la conciencia
de los seres humanos de buscar la armonía en sus relaciones mutuas,
respetando la justicia en todos».
Entonces, ¿cómo lograr el objetivo ambicioso de la paz?
El camino elegido por el Consejo de Europa es ante todo el
de la promoción de los derechos humanos, que enlaza con el desarrollo de
la democracia y el estado de derecho. Es una tarea particularmente
valiosa, con significativas implicaciones éticas y sociales, puesto que
de una correcta comprensión de estos términos y una reflexión constante
sobre ellos, depende el desarrollo de nuestras sociedades, su
convivencia pacífica y su futuro. Este estudio es una de las grandes
aportaciones que Europa ha ofrecido y sigue ofreciendo al mundo entero.
Así pues, en esta sede siento el deber de señalar la
importancia de la contribución y la responsabilidad europea en el
desarrollo cultural de la humanidad. Quisiera hacerlo a partir de una
imagen tomada de un poeta italiano del siglo XX, Clemente Rebora, que,
en uno de sus poemas, describe un álamo, con sus ramas tendidas al cielo
y movidas por el viento, su tronco sólido y firme, y sus raíces
profundamente ancladas en la tierra. En cierto sentido, podemos pensar en Europa a la luz de esta imagen.
A lo largo de su historia, siempre ha tendido hacia
lo alto, hacia nuevas y ambiciosas metas, impulsada por un deseo
insaciable de conocimientos, desarrollo, progreso, paz y unidad. Pero el
crecimiento del pensamiento, la cultura, los descubrimientos
científicos son posibles por la solidez del tronco y la profundidad de
las raíces que lo alimentan. Si pierde las raíces, el tronco se vacía
lentamente y muere, y las ramas – antes exuberantes y rectas – se
pliegan hacia la tierra y caen. Aquí está tal vez una de las paradojas
más incomprensibles para una mentalidad científica aislada: para caminar
hacia el futuro hace falta el pasado, se necesitan raíces profundas, y
también se requiere el valor de no esconderse ante el presente y sus
desafíos. Hace falta memoria, valor y una sana y humana utopía.
Por otro lado – observa Rebora – «el tronco se ahonda
donde es más verdadero». Las raíces se nutren de la verdad, que es el
alimento, la linfa vital de toda sociedad que quiera ser auténticamente
libre, humana y solidaria. Además, la verdad hace un llamamiento a la
conciencia, que es irreductible a los condicionamientos, y por tanto
capaz de conocer su propia dignidad y estar abierta a lo absoluto,
convirtiéndose en fuente de opciones fundamentales guiadas por la
búsqueda del bien para los demás y para sí mismo, y la sede de una
libertad responsable.
También hay que tener en cuenta que, sin esta
búsqueda de la verdad, cada uno se convierte en medida de sí mismo y de
sus actos, abriendo el camino a una afirmación subjetiva de los
derechos, por lo que el concepto de derecho humano, que tiene en sí
mismo un valor universal, queda sustituido por la idea del derecho
individualista. Esto lleva al sustancial descuido de los demás, y a
fomentar esa globalización de la indiferencia que nace del egoísmo,
fruto de una concepción del hombre incapaz de acoger la verdad y vivir
una auténtica dimensión social.
Este individualismo nos hace humanamente pobres y
culturalmente estériles, pues cercena de hecho esas raíces fecundas que
mantienen la vida del árbol. Del individualismo indiferente nace el
culto a la opulencia, que corresponde a la cultura del descarte en la
que estamos inmersos. Efectivamente, tenemos demasiadas cosas, que a
menudo no sirven, pero ya no somos capaces de construir auténticas
relaciones humanas, basadas en la verdad y el respeto mutuo. Así, hoy
tenemos ante nuestros ojos la imagen de una Europa herida, por las
muchas pruebas del pasado, pero también por la crisis del presente, que
ya no parece ser capaz de hacerle frente con la vitalidad y la energía
del pasado. Una Europa un poco cansada y pesimista, que se siente
asediada por las novedades de otros continentes.
Podemos preguntar a Europa: ¿Dónde está tu vigor?
¿Dónde está esa tensión ideal que ha animado y hecho grande tu historia?
¿Dónde está tu espíritu de emprendedor curioso? ¿Dónde está tu sed de
verdad, que hasta ahora has comunicado al mundo con pasión?
De la respuesta a estas preguntas dependerá el futuro
del Continente. Por otro lado – volviendo a la imagen de Rebora – un
tronco sin raíces puede seguir teniendo una apariencia vital, pero por
dentro se vacía y muere. Europa debe reflexionar sobre si su inmenso
patrimonio humano, artístico, técnico, social, político, económico y
religioso es un simple retazo del pasado para museo, o si todavía es
capaz de inspirar la cultura y abrir sus tesoros a toda la humanidad. En
la respuesta a este interrogante, el Consejo de Europa y sus
instituciones tienen un papel de primera importancia.
Pienso especialmente en el papel de la Corte Europea
de los Derechos Humanos, que es de alguna manera la «conciencia» de
Europa en el respeto de los derechos humanos. Mi esperanza es que dicha
conciencia madure cada vez más, no por un mero consenso entre las
partes, sino como resultado de la tensión hacia esas raíces profundas,
que es el pilar sobre los que los Padres fundadores de la Europa
contemporánea decidieron edificar.
Junto a las raíces – que se deben buscar, encontrar y
mantener vivas con el ejercicio cotidiano de la memoria, pues
constituyen el patrimonio genético de Europa –, están los desafíos
actuales del Continente, que nos obligan a una creatividad continua,
para que estas raíces sean fructíferas hoy, y se proyecten hacia utopías
del futuro. Permítanme mencionar sólo dos: el reto de la multipolaridad
y el desafío de la transversalidad.
La historia de Europa puede llevarnos a concebirla
ingenuamente como una bipolaridad o, como mucho, una tripolaridad
(pensemos en la antigua concepción: Roma - Bizancio - Moscú), y dentro
de este esquema, fruto de reduccionismos geopolíticos hegemónicos,
movernos en la interpretación del presente y en la proyección hacia la
utopía del futuro.
Hoy las cosas no son así, y podemos hablar
legítimamente de una Europa multipolar. Las tensiones – tanto las que
construyen como las que disgregan – se producen entre múltiples polos
culturales, religiosos y políticos. Europa afronta hoy el reto de
«globalizar» de modo original esta multipolaridad. Las culturas no se
identifican necesariamente con los países: algunos de ellos tienen
diferentes culturas y algunas culturas se manifiestan en diferentes
países. Lo mismo ocurre con las expresiones políticas, religiosas y
asociativas.
Globalizar de modo original la multipolaridad
comporta el reto de una armonía constructiva, libre de hegemonías que,
aunque pragmáticamente parecen facilitar el camino, terminan por
destruir la originalidad cultural y religiosa de los pueblos.
Hablar de la multipolaridad europea es hablar de
pueblos que nacen, crecen y se proyectan hacia el futuro. La tarea de
globalizar la multipolaridad de Europa no se puede imaginar con la
figura de la esfera – donde todo es igual y ordenado, pero que resulta
reductiva puesto que cada punto es equidistante del centro –, sino más
bien con la del poliedro, donde la unidad armónica del todo conserva la
particularidad de cada una de las partes. Hoy Europa es multipolar en
sus relaciones y tensiones; no se puede pensar ni construir Europa sin
asumir a fondo esta realidad multipolar.
El otro reto que quisiera mencionar es la
transversalidad. Comienzo con una experiencia personal: en los
encuentros con políticos de diferentes países de Europa, he notado que
los jóvenes afrontan la realidad política desde una perspectiva
diferente a la de sus colegas más adultos. Tal vez dicen cosas
aparentemente semejantes, pero el enfoque es diverso. Esto ocurre en los
jóvenes políticos de diferentes partidos. Y es un dato que indica una
realidad de la Europa actual de la que no se puede prescindir en el
camino de la consolidación continental y de su proyección de futuro:
tener en cuenta esta transversalidad que se percibe en todos los campos.
No se puede recorrer este camino sin recurrir al diálogo, también
intergeneracional. Si quisiéramos definir hoy el Continente, debemos
hablar de una Europa dialogante, que sabe poner la transversalidad de
opiniones y reflexiones al servicio de pueblos armónicamente unidos.
Asumir este camino de la comunicación transversal no
sólo comporta empatía intergeneracional, sino metodología histórica de
crecimiento. En el mundo político actual de Europa, resulta estéril el
diálogo meramente en el seno de los organismos (políticos, religiosos,
culturales) de la propia pertenencia. La historia pide hoy la capacidad
de salir de las estructuras que «contienen» la propia identidad, con el
fin de hacerla más fuerte y más fructífera en la confrontación fraterna
de la transversalidad. Una Europa que dialogue únicamente dentro de los
grupos cerrados de pertenencia se queda a mitad de camino; se necesita
el espíritu juvenil que acepte el reto de la transversalidad.
En esta perspectiva, acojo favorablemente la voluntad
del Consejo de Europa de invertir en el diálogo intercultural,
incluyendo su dimensión religiosa, mediante los Encuentros sobre la
dimensión religiosa del diálogo intercultural. Es una oportunidad
provechosa para el intercambio abierto, respetuoso y enriquecedor entre
las personas y grupos de diverso origen, tradición étnica, lingüística y
religiosa, en un espíritu de comprensión y respeto mutuo.
Dichos encuentros parecen particularmente importantes
en el ambiente actual multicultural, multipolar, en busca de una propia
fisionomía, para combinar con sabiduría la identidad europea que se ha
formado a lo largo de los siglos con las solicitudes que llegan de otros
pueblos que ahora se asoman al Continente.
En esta lógica se incluye la aportación que el
cristianismo puede ofrecer hoy al desarrollo cultural y social europeo
en el ámbito de una correcta relación entre religión y sociedad. En la
visión cristiana, razón y fe, religión y sociedad, están llamadas a
iluminarse una a otra, apoyándose mutuamente y, si fuera necesario,
purificándose recíprocamente de los extremismos ideológicos en que
pueden caer. Toda la sociedad europea se beneficiará de una reavivada
relación entre los dos ámbitos, tanto para hacer frente a un
fundamentalismo religioso, que es sobre todo enemigo de Dios, como para
evitar una razón «reducida», que no honra al hombre.
Estoy convencido de que hay muchos temas, y actuales,
en los que puede haber un enriquecimiento mutuo, en los que la Iglesia
Católica – especialmente a través del Consejo de las Conferencias
Episcopales de Europa (CCEE) – puede colaborar con el Consejo de Europa y
ofrecer una contribución fundamental. En primer lugar, a la luz de lo
que acabo de decir, en el ámbito de una reflexión ética sobre los
derechos humanos, sobre los que esta Organización está frecuentemente
llamada a reflexionar. Pienso particularmente en las cuestiones
relacionadas con la protección de la vida humana, cuestiones delicadas
que han de ser sometidas a un examen cuidadoso, que tenga en cuenta la
verdad de todo el ser humano, sin limitarse a campos específicos,
médicos, científicos o jurídicos.
También hay numerosos retos del mundo contemporáneo
que precisan estudio y un compromiso común, comenzando por la acogida
de los emigrantes, que necesitan antes que nada lo esencial para vivir,
pero, sobre todo, que se les reconozca su dignidad como personas.
Después tenemos todo el grave problema del trabajo, especialmente por
los elevados niveles de desempleo juvenil que se produce en muchos
países – una verdadera hipoteca para el futuro –, pero también por la
cuestión de la dignidad del trabajo.
Espero ardientemente que se instaure una nueva
colaboración social y económica, libre de condicionamientos ideológicos,
que sepa afrontar el mundo globalizado, manteniendo vivo el sentido de
la solidaridad y de la caridad mutua, que tanto ha caracterizado el
rostro de Europa, gracias a la generosa labor de cientos de hombres y
mujeres – algunos de los cuales la Iglesia Católica considera santos –
que, a lo largo de los siglos, se han esforzado por desarrollar el
Continente, tanto mediante la actividad empresarial como con obras
educativas, asistenciales y de promoción humana. Estas últimas, sobre
todo, son un punto de referencia importante para tantos pobres que viven
en Europa. ¡Cuántos hay por nuestras calles! No sólo piden pan para el
sustento, que es el más básico de los derechos, sino también redescubrir
el valor de la propia vida, que la pobreza tiende a hacer olvidar, y
recuperar la dignidad que el trabajo confiere.
En fin, entre los temas que requieren nuestra
reflexión y nuestra colaboración está la defensa del medio ambiente, de
nuestra querida Tierra, el gran recurso que Dios nos ha dado y que está a
nuestra disposición, no para ser desfigurada, explotada y denigrada,
sino para que, disfrutando de su inmensa belleza, podamos vivir con
dignidad.
Señora Presidenta, señor Secretario General, Excelencias, Señoras y Señores,
El beato Pablo VI calificó a la Iglesia como «experta en humanidad». En
el mundo, a imitación de Cristo, y no obstante los pecados de sus
hijos, ella no busca más que servir y dar testimonio de la verdad. Nada
más, sino sólo este espíritu, nos guía en el alentar el camino de la
humanidad.
Con esta disposición, la Santa Sede tiene la
intención de continuar su colaboración con el Consejo de Europa, que hoy
desempeña un papel fundamental para forjar la mentalidad de las futuras
generaciones de europeos. Se trata de realizar juntos una reflexión a
todo campo, para que se instaure una especie de «nueva agorá», en la que
toda instancia civil y religiosa pueda confrontarse libremente con las
otras, si bien en la separación de ámbitos y en la diversidad de
posiciones, animada exclusivamente por el deseo de verdad y de edificar
el bien común. En efecto, la cultura nace siempre del encuentro mutuo,
orientado a estimular la riqueza intelectual y la creatividad de cuantos
participan; y esto, además de ser una práctica del bien, es belleza. Mi
esperanza es que Europa, redescubriendo su patrimonio histórico y la
profundidad de sus raíces, asumiendo su acentuada multipolaridad y el
fenómeno de la transversalidad dialogante, reencuentre esa juventud de
espíritu que la ha hecho fecunda y grande.
Gracias.