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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este primer domingo
después de Navidad, la Liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la
Sagrada Familia de Nazaret. En efecto, cada pesebre nos muestra a Jesús
junto a la Virgen y a San José, en la gruta de Belén. Dios ha querido
nacer en una familia humana, ha querido tener una madre y un padre. Como
nosotros.
Y hoy el Evangelio nos presenta a la Sagrada Familia en el
camino doloroso del exilio, en busca de refugio en Egipto. José, María y
Jesús experimentan la condición dramática de los prófugos, marcada por
el miedo, la incertidumbre y las estrecheces (Cfr. Mt 2, 13-15.19-23).
Lamentablemente,
en nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta
triste realidad. Casi cada día la televisión y los periódicos dan
noticias de prófugos que huyen del hambre, de la guerra, de otros
peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para ellos y
para sus propias familias.
En tierras lejanas, incluso cuando
encuentran trabajo, no siempre, no siempre los prófugos y los inmigrados
encuentran acogida verdadera, respeto, aprecio de los valores de los
que son portadores. Sus legítimas expectativas chocan con situaciones
complejas y dificultades que parecen, a veces, insuperables. Por esta
razón, mientras fijamos la mirada en la Sagrada Familia de Nazaret en el
momento en que está obligada a hacerse prófuga, pensemos en el drama de
aquellos migrantes y refugiados que son víctimas del rechazo y de la
explotación. Que son víctimas de la trata de personas y del trabajo
esclavo. Pero también pensemos en otros “exiliados”, yo los llamaría
“exiliados escondidos”, aquellos “exiliados” que puede haber dentro de
las mismas familias: los ancianos, por ejemplo, que a veces son tratados
como presencias molestas.
Muchas veces pienso que un signo para saber cómo va una familia es ver cómo se tratan en ella a los niños y a los ancianos.
Jesús
ha querido pertenecer a una familia que ha experimentado el exilio,
para que nadie se sienta excluido de la cercanía amorosa de Dios. La
fuga en Egipto a causa de las amenazas de Herodes nos muestra que Dios
está allí donde el hombre está en peligro, allí donde el hombre sufre,
allí donde escapa, donde experimenta el rechazo y el abandono; pero Dios
también está allí donde el hombre sueña, espera volver a su patria en
la libertad, proyecta y elige para la vida y la dignidad suya y de sus
familiares.
Hoy nuestra mirada sobre la Sagrada Familia nos deja
atraer también por la sencillez de la vida que ella conduce en Nazaret.
Es un ejemplo que hace tanto bien a nuestras familias, las ayuda a
convertirse cada vez más en comunidad de amor y de reconciliación, en la
que se experimenta la ternura, la ayuda recíproca, el perdón recíproco.
Recordemos las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en
la familia: “permiso”, “gracias”, “perdón”. Cuando en una familia no se
es entrometido, cuando en una familia no se es entrometido y se pide
permiso, cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir
gracias, gracias, y cuando en una familia uno se da cuenta de que ha
hecho algo malo y sabe pedir perdón, ¡en esa familia hay paz y hay
alegría!
Recordemos estas tres palabras. Pero podemos repetirlas
todos juntos.¡He! Permiso, gracias, perdón. Todos: Permiso, gracias,
perdón.
Pero también quisiera animar a las familias a tomar
conciencia de la importancia que tienen en la Iglesia y en la sociedad.
En efecto, el anuncio del Evangelio pasa ante todo, a través de las
familias, para alcanzar después los diversos ámbitos de la vida
cotidiana.
Invoquemos con fervor a María Santísima, la Madre de
Jesús y Madre nuestra, y a San José, su esposo. Pidamos a ellos que
iluminen, consuelen, guíen a toda familia del mundo, para que se pueda
cumplir con dignidad y serenidad la misión que Dios le ha encomendado.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este IV Domingo de
Adviento, el Evangelio nos relata los hechos que precedieron al
nacimiento de Jesús, y el evangelista Mateo los presenta desde el punto
de vista de San José, el esposo prometido de la Virgen María.
José y
María vivían en Nazaret; aún no habitaban juntos, porque el matrimonio
todavía no se había celebrado. Mientras tanto, María, después de haber
acogido el anuncio del Ángel, estaba encinta por obra del Espíritu
Santo. Cuando José se da cuenta de este hecho, permanece desconcertado.
El
Evangelio no explica sus pensamientos, pero nos dice lo esencial: él
trata de hacer la voluntad de Dios y está dispuesto a la renuncia más
radical. En lugar de defenderse y de hacer valer sus propios derechos,
José elige una solución que para él representa un enorme sacrificio. Y
el Evangelio dice: “Como era justo y no quería ponerla en evidencia,
resolvió repudiarla en secreto” (1, 19).
¡Esta breve frase resume un
verdadero y propio drama interior, si pensamos en el amor que José
tenía por María! Pero también en semejante circunstancia, José desea
hacer la voluntad de Dios y decide, seguramente con gran dolor, despedir
a María en secreto.
Es necesario meditar sobre estas palabras, para
entender cuál fue la prueba que José tuvo que sostener en los días que
precedieron el nacimiento de Jesús. Una prueba semejante a la del
sacrificio de Abraham, cuando Dios le pidió a su hijo Isaac (Cfr. Ge 22): renunciar a lo más precioso, a la persona más amada.
Pero,
como en el caso de Abraham, el Señor interviene: ha encontrado la fe
que buscaba y abre un camino diverso, un camino de amor y de felicidad:
“José – le dice – no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo
engendrado en ella es del Espíritu Santo” (Mt 1, 20).
Este
Evangelio nos muestra toda la grandeza de espíritu de San José. Él
estaba siguiendo un buen proyecto de vida, pero Dios reservaba para él
otro designio, una misión más grande. José era un hombre que escuchaba
siempre la voz de Dios, profundamente sensible a su secreto deseo, un
hombre atento a los mensajes que le llegaban de lo profundo del corazón y
de lo alto. No se obstinó en perseguir su proyecto de vida, no permitió
que el rencor le envenenara el ánimo, sino que estuvo listo para
ponerse a disposición de la novedad que se le presentaba de modo
desconcertante. Y así, ¡era un hombre bueno! No odiaba, y no permitió
que el rencor le envenenara el ánimo. ¡Pero cuántas veces a nosotros el
odio, también la antipatía, el rencor nos envenenan el alma! ¡Esto hace
mal! No lo permitan jamás, él es un ejemplo de esto. Y de este modo
José se volvió más libre y grande aún. Aceptándose según el designio del
Señor, José se encuentra plenamente, más allá de sí mismo. Esta
libertad suya de renunciar a lo que es suyo, a la posesión de su propia
existencia, y esta plena disponibilidad interior suya a la voluntad de
Dios, nos interpelan y nos muestran el camino.
Nos disponemos
entonces a celebrar la Navidad contemplando a María y a José: María, la
mujer llena de gracia que ha tenido el coraje de encomendarse totalmente
a la Palabra de Dios; José, el hombre fiel y justo que ha preferido
creer al Señor en lugar de escuchar las voces de la duda y del orgullo
humano. Con ellos, caminamos juntos hacia Belén.
«Queridos hermanos y hermanas:
Hoy es el tercer domingo de
Adviento, denominado también ‘domingo Gaudete’, domingo de la alegría.
En la liturgia resuena en repetidas ocasiones la invitación a la
alegría, a alegrarse, porque el Señor está cerca. ¡La Navidad está
cerca! El mensaje cristiano se llama "evangelio", es decir "buena
noticia", un anuncio de alegría para todo el pueblo; ¡la Iglesia no es
un refugio para personas tristes, la Iglesia es la casa de la alegría! Y
aquellos que están tristes, encuentran en ella la alegría. Encuentran
en ella la verdadera alegría.
Pero la del Evangelio no es una
alegría cualquiera. Encuentra su razón en el saberse acogidos y amados
por Dios. Como nos recuerda hoy, el profeta Isaías (cf. 35,1-6ª. 8a.10),
Dios es el que viene a salvarnos y presta socorro especialmente a los
descorazonados. Su venida entre nosotros nos fortalece, nos da firmeza,
nos dona coraje, hace exultar y florecer el desierto y la estepa, es
decir, nuestra vida cuando se vuelve árida. ¿Y cuándo se hace árida
nuestra vida? Cuando está sin el agua de la Palabra de Dios y de su
Espíritu de amor. Por grandes que puedan ser nuestros límites y nuestra
confusión y desaliento, no se nos permite ser débiles y vacilantes ante
las dificultades y ante nuestras propias debilidades.
Por el
contrario, se nos invita a fortalecer nuestras manos, a hacer firmes
nuestras rodillas, a tener coraje y a no temer, porque nuestro Dios
muestra siempre la grandeza de su misericordia. Él nos da la fuerza para
ir adelante. Él está siempre con nosotros para ayudarnos a ir adelante.
¡Es un Dios que nos quiere tanto, nos ama, y por eso está con nosotros,
para ayudarnos, para fortalecernos, e ir adelante! ¡Coraje, siempre
adelante!
Gracias a su ayuda, siempre podemos empezar de
nuevo. ¿Cómo comenzar de nuevo? Alguno me puede decir: “No padre, soy un
gran pecador, soy una gran pecadora, yo no puedo recomenzar de nuevo”.
¡Te equivocas! ¡Tú puedes recomenzar de nuevo! ¿Por qué? ¡Porque Él te
espera! ¡Él está cerca de ti! ¡Él te ama! ¡Él es misericordioso! ¡Él te
perdona! ¡Él te da la fuerza de recomenzar de nuevo! ¡A todos! Podemos
volver a abrir los ojos, superar la tristeza y el llanto, y cantar un
canto nuevo.
Y esta alegría verdadera permanece siempre
también en la prueba, incluso en el sufrimiento, porque no es
superficial, sino que llega a lo más profundo de la persona que se
encomienda a Dios y confía en Él.
La alegría cristiana,
como la esperanza, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, en la
certeza de que Él mantiene siempre sus promesas. El profeta Isaías
exhorta a aquellos que han perdido el camino y se encuentran en la
desesperación, a confiar en la fidelidad del Señor porque su salvación
no tardará en irrumpir en sus vidas. Cuantos han encontrado a Jesús, a
lo largo del camino, experimentan en el corazón una serenidad y una
alegría, de la que nada ni nadie puede privarlos.
¡Nuestra
alegría es Cristo, su amor fiel e inagotable! Por lo tanto, cuando un
cristiano se vuelve triste, quiere decir que se ha alejado de Jesús.
¡Pero entonces no hay que dejarlo solo! Tenemos que rezar por él y
hacerle sentir la calidez de la comunidad.
Que la Virgen María
nos ayude a acelerar nuestros pasos hacia Belén para encontrar al Niño
que ha nacido para nosotros, para la salvación y la alegría de todos los
hombres. A Ella el Ángel le dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo" (Lc 1, 28 ). Ella nos obtenga vivir la alegría del
Evangelio en las familias, en el trabajo, en las parroquias y en todos
los ambientes. ¡Una alegría íntima, hecha de estupor y ternura. La misma
que siente una mamá cuando mira a su niño recién nacido y siente que es
un don de Dios, un milagro que sólo puede agradecer!
Los cristianos alérgicos a los predicadores siempre tienen algo que
criticar, pero en realidad tienen miedo de abrir la puerta al Espíritu
Santo y se vuelven tristes: lo afirmó el Papa Francisco este viernes en
la Misa presidida en la Casa de Santa Marta.
En el Evangelio del
día, Jesús compara la generación de su tiempo con aquellos muchachos
siempre descontentos “que no saben jugar con felicidad, que rechazan
siempre la invitación de los otros: si hay música, no bailan; si se
canta un canto de lamento, no lloran … ninguna cosa les está bien”. El
Santo Padre explicó que aquella gente “no estaba abierta a la Palabra de
Dios”. Su rechazo “no es al mensaje, es al mensajero”. Rechazan a Juan
el Bautista, que “no come y no bebe” pero dicen que “¡es un
endemoniado!”. Rechazan a Jesús, porque dicen que “es un glotón, un
borracho, amigo de publicanos y pecadores”. Siempre tienen un motivo
para criticar al predicador:
“Y ellos, la gente de aquel tiempo,
preferían refugiarse en una religión más elaborada: en los preceptos
morales, como aquel grupo de fariseos; en el compromiso político, como
los saduceos; en la revolución social, como los zelotas; en la
espiritualidad gnóstica, como los esenios. Con su sistema bien limpio,
bien hecho. Pero al predicador, no. También Jesús les hace recordar:
‘Sus padres han hecho lo mismo con los profetas’. El pueblo de Dios
tiene una cierta alergia por los predicadores de la Palabra: a los
profetas, los ha perseguido, los ha asesinado”.
Estas personas -
prosiguió el Obispo de Roma- dicen aceptar la verdad de la revelación,
“pero al predicador, la predicación, no. Prefieren una vida enjaulada
en su preceptos, en sus compromisos, en sus planes revolucionarios o en
su espiritualidad” desencarnada. Son aquellos cristianos siempre
descontentos de lo que dicen los predicadores:
“Estos cristianos
que son cerrados, que están enjaulados, estos cristianos tristes … no
son libres. ¿Por qué? Porque tienen miedo de la libertad del Espíritu
Santo, que viene a través de la predicación. Y este es el escándalo de
la predicación, del que hablaba San Pablo: el escándalo de la
predicación que termina en el escándalo de la Cruz. Escandaliza el hecho
que Dios nos hable a través de hombres con límites, hombres pecadores:
¡escandaliza! Y escandaliza más que Dios nos hable y nos salve a través
de un hombre que dice que es el Hijo de Dios y que termina como un
criminal. Eso escandaliza”.
“Estos cristianos tristes – afirmó
Francisco - no creen en el Espíritu Santo, no creen en aquella libertad
que viene de la predicación, que te advierte, te enseña, te abofetea,
también; pero que es precisamente la libertad que hace crecer a la
Iglesia”:
“Viendo a esos muchachos que tienen miedo de bailar, de
llorar, miedo de todo, que en todo piden seguridad, pienso en esos
cristianos tristes que siempre critican a los predicadores de la Verdad,
porque tienen miedo de abrir la puerta al Espíritu Santo. Recemos por
ellos, y recemos también por nosotros, para que no nos convirtamos en
cristianos tristes, quitando al Espíritu Santo la libertad de venir a
nosotros a través del escándalo de la predicación”.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:
Hoy voy a comenzar la
última serie de reflexiones sobre nuestra profesión de fe, tratando la
afirmación: "Creo en la vida eterna". En particular, voy a reflexionar
sobre el juicio final. Pero no tengan miedo: oigamos lo que dice la
Palabra de Dios. Al respecto, leemos en el Evangelio de Mateo: entonces
Cristo “vendrá en su gloria rodeado de todos los ángeles…Todas las
naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros,
como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a
su derecha y a estos a su izquierda.... éstos irán al castigo eterno, y
los justos a la Vida eterna» ( Mt 25,31-33.46 ). Cuando pensamos en el
regreso de Cristo y su juicio final, que revelará, hasta sus últimas
consecuencias, lo que cada uno haya hecho o dejado de hacer durante su
vida terrena, percibimos que estamos ante un misterio que nos supera,
que ni siquiera podemos imaginar. Un misterio que despierta casi
instintivamente en nosotros un sentimiento de temor, y quizás incluso
trepidación. Sin embargo, si pensamos con atención acerca de este hecho,
sólo puede agrandar el corazón de un cristiano y ser una gran fuente de
consuelo y confianza.
En este sentido, el testimonio de las
primeras comunidades cristianas es muy sugestivo. Éstas de hecho,
acompañaban las celebraciones y oraciones habitualmente con la
aclamación Maranathá, una expresión que consta de dos palabras en arameo
que, dependiendo de la forma en que se pronuncian, se pueden entender
como una súplica: " ¡Ven, Señor ", o como una certeza alimentada por la
fe: "Sí, elSeñor viene, el Señor está cerca". Es la exclamación con la
que culmina toda la Revelación cristiana, al final de la contemplación
maravillosa que se nos ofrece en el Apocalipsis de Juan (cf. Ap 22,20).
En ese caso, es la Iglesia-esposa que, en nombre de toda la humanidad y,
como primicia, se dirige a Cristo, su esposo, ante la deseada espera de
ser envuelta en su abrazo: el abrazo de Jesús, que es plenitud de vida y
plenitud de amor. Así se abraza a Jesús. Si pensamos en el juicio en
esta perspectiva, el miedo y la duda desaparecen y dejan espacio a la
espera y a una profunda alegría: será el momento en que seremos juzgados
finalmente, listos para ser revestidos con la gloria de Cristo, como
con un vestido nupcial, y llevados al banquete, imagen de la comunión
plena y definitiva con Dios
Una segunda razón de confianza se nos
ofrece por la constatación de que, en el momento del juicio no se nos
dejará solos. Es el mismo Jesús, en el Evangelio de Mateo, el que nos
anuncia, que al final de los tiempos, los que le han seguido tomarán su
lugar en la gloria para juzgar junto a él ( cf. Mt 19,28). El apóstol
Pablo después, escribiendo a la comunidad de Corinto, dice: "¿No saben
ustedes que los santos juzgarán al mundo? Con mayor razón entonces, los
asuntos de esta vida". (1 Cor 6,2-3). ¡Qué hermoso saber que en ese
momento, además de Cristo, nuestro Paráclito, nuestro Abogado ante el
Padre (cf. 1 Jn 2:1), podremos contar con la intercesión y buena
voluntad de tantos de nuestros hermanos y hermanas que nos han precedido
el camino de la fe, que han dado su vida por nosotros y que continúan
amándonos de manera indescriptible! Los santos ya viven ante la
presencia de Dios, en el esplendor de su gloria orando por nosotros que
aún vivimos en la tierra. ¡Qué consolación despierta en nuestros
corazones esta certeza! La Iglesia es verdaderamente una madre y como
una mamá, busca el bien de sus hijos, especialmente los más alejados y
afligidos, hasta que encuentra su plenitud en el cuerpo glorioso de
Cristo con todos sus miembros.
Otra sugerencia se nos ofrece en el
Evangelio de Juan, donde se afirma explícitamente que "Dios no envió a
su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea
salvado por medio de él. El que cree en él no es condenado; pero el que
no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído en el unigénito Hijo
de Dios "( Jn 3:17-18 ). Esto significa que aquel juicio final ya está
en marcha, que empieza ahora en el curso de nuestra existencia. Este
juicio se pronuncia en cada momento de la vida, como reflejo de nuestra
aceptación con fe de la salvación presente y operante en Cristo, o con
nuestra incredulidad, con el consiguiente cierre en nosotros mismos.
Pero si nos cerramos al amor de Jesús, somos nosotros mismos los que nos
condenamos. La salvación está en abrirse a Jesús, y Él nos salva; si
somos pecadores -y todos lo somos- le pedimos perdón y si vamos a Él con
el deseo de ser buenos, el Señor nos perdona. Pero para ello hay que
abrirse al amor de Jesús, que es más fuerte que todas las otras cosas.
El amor de Jesús es grande, el amor de Jesús es misericordioso, el amor
de Jesús perdona, pero tienes que abrirte y abrirse significa
arrepentirse, acusarnos de cosas que no son buenas y que hicimos. El
Señor Jesús nos ha dado y sigue entregándose a nosotros, para colmarnos
de toda misericordia y gracia del Padre. Somos nosotros, pues, los que
podemos llegar a ser, en cierto sentido, los jueces de nosotros mismos,
auto condenándonos a la exclusión de la comunión con Dios y con los
hermanos. No nos cansemos, por lo tanto de velar por nuestros
pensamientos y nuestras actitudes, para gustar ya ahora con anticipo la
calidez y la belleza del rostro de Dios - y esto va a ser hermoso - lo
contemplaremos en la vida eterna en toda su plenitud. Adelante, piensen
en este juicio que ya comenzó ahora. Adelante, asegurándose de que
nuestro corazón se abra a Jesús y a su salvación; adelante sin miedo,
porque el amor de Jesús es más grande y si pedimos perdón por nuestros
pecados, Él nos perdona. ¡Es así Jesús! ¡Adelante, pues, con esta
certeza, que Él nos llevará a la gloria de los cielos !
Mañana es la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de toda
América. Con esta ocasión, deseo saludar a los hermanos y hermanas de
ese Continente, y lo hago pensando en la Virgen de Tepeyac.
Cuando se
apareció a san Juan Diego, su rostro era el de una mujer mestiza y sus
vestidos estaban llenos de símbolos de la cultura indígena. Siguiendo el
ejemplo de Jesús, María se hace cercana a sus hijos, acompaña como
madre solícita su camino, comparte las alegrías y las esperanzas, los
sufrimientos y las angustias del Pueblo de Dios, del que están llamados a
forman parte todos los pueblos de la tierra.
La aparición de la
imagen de la Virgen en la tilma de Juan Diego fue un signo profético de
un abrazo, el abrazo de María a todos los habitantes de las vastas
tierras americanas, a los que ya estaban allí y a los que llegarían
después.
Este abrazo de María señaló el camino que siempre ha
caracterizado a América: ser una tierra donde pueden convivir pueblos
diferentes, una tierra capaz de respetar la vida humana en todas sus
fases, desde el seno materno hasta la vejez, capaz de acoger a los
emigrantes, así como a los pueblos y a los pobres y marginados de todas
las épocas. América es una tierra generosa.
Éste es el mensaje de
Nuestra Señora de Guadalupe, y éste es también mi mensaje, el mensaje de
la Iglesia. Animo a todos los habitantes del Continente americano a
tener los brazos abiertos como la Virgen María, con amor y con ternura.
Pido
por todos ustedes, queridos hermanos y hermanas de toda América, y
también ustedes recen por mí. Que la alegría del Evangelio esté siempre
en sus corazones. El Señor los bendiga y la Virgen los acompañe.
Que se ponga fin a las divisiones y a las enemistades en Tierra Santa y
Oriente Medio. Es el llamamiento hecho esta mañana por el Papa
Francisco en la Casa de Santa Marta. Hoy la Misa estuvo concelebrada por
el Patriarca de Alejandría de los Coptos Católicos, Ibrahim Isaac
Sidrak, con ocasión de la manifestación pública de la “comunión
eclesiástica” con el Sucesor de Pedro. El Papa volvió a subrayar su
cercanía a los cristianos que en Egipto experimentan inseguridad y
violencia, y renovó un llamamiento por la libertad religiosa en todo
Oriente Medio.
El Obispo de Roma y el Patriarca de Alejandría
juntos, en señal de comunión eclesial y en oración por la paz en
Oriente. Esta mañana en la Casa de Santa Marta se vivió un momento de
gran intensidad espiritual. En su homilía, el Obispo de Roma dirigió su
pensamiento a los fieles coptos, retomando las palabras del Profeta
Isaías, en la Primera Lectura, que hablan de un despertar de los
corazones en espera del Señor:
“El anuncio a los corazones lo
sentimos dirigido a cuantos en su amada tierra egipcia experimentan
inseguridad y violencia, muchas veces con motivo de la fe cristiana.
'¡Coraje: no teman!': he aquí las consolantes palabras que encuentran
confirmación en la solidaridad fraterna. Estoy agradecido a Dios por
este encuentro que me da la posibilidad de reforzar nuestra esperanza y
la suya, porque es la misma”.
El Evangelio, prosiguió el
Pontífice, presenta “a Cristo que vence las parálisis de la humanidad”.
Por lo demás, observó, “las parálisis de las conciencias son
contagiosas”. “Con la complicidad de las miserias de la historia y de
nuestro pecado – agregó – pueden expandirse y entrar en las estructuras
sociales y en las comunidades hasta bloquear a pueblos enteros”. Pero,
constató el Papa, “el mandamiento de Cristo puede cambiar la situación:
'¡Álzate y camina!'”:
“Recemos con confianza para que en Tierra
Santa y en todo Oriente Medio la paz pueda volver siempre a alzarse de
las pausas tan frecuentes y a veces dramáticas. En cambio, se detengan
para siempre la enemistad y las divisiones. Que se retomen rápidamente
las intenciones de paz a menudo paralizadas por intereses contrapuestos y
oscuros. Que finalmente se den garantías reales de libertad religiosa a
todos, junto al derecho para los cristianos de vivir con serenidad allí
donde han nacido, en la patria que aman como ciudadanos desde hace dos
mil años, para contribuir como siempre al bien de todos”.
Francisco
recordó que Jesús experimentó con la Sagrada Familia la fuga y fue
hospedado en la “tierra generosa” de Egipto, invocando al Señor para que
“vele sobre los egipcios que buscan dignidad y seguridad por las calles
del mundo”:
“Y vayamos siempre adelante, buscando al Señor,
buscando nuevos caminos, nuevas vías para acercarnos al Señor. Y si
fuese necesario abrir un hueco en el techo para acercarnos todos al
Señor, que nuestra imaginación creativa de la caridad nos lleve a esto: a
encontrar y a hacer caminos de encuentro, caminos de hermandad, caminos
de paz”.
Quien pronuncia palabras cristianas sin Cristo, o sea sin ponerlas en
práctica, se hace mal a sí mismo y a los otros, porque está vencido por
el orgullo, y causa división también en la Iglesia: es en resumen lo
que dijo el Papa Francisco la mañana del jueves, durante la Misa en la
Capilla de la Casa de Santa Marta.
Escuchar y poner en práctica la
palabra del Señor es como construir la casa sobre la roca. El Papa
Francisco explicó la parábola evangélica propuesta por la liturgia del
día. Jesús reprendía a los fariseos el conocer los mandamientos pero no
realizarlos en sus vidas: “son palabras buenas”, pero si no son puestas
en práctica “no solamente no sirven, sino que hacen mal: nos engañan,
nos hacen creer que tenemos una bella casa, pero sin fundamento”. Una
casa que no está construida sobre la roca:
“Esta figura de la roca
se refiere al Señor. Isaías, en la Primera Lectura, lo dice: ‘¡Confíen
en el Señor para siempre, porque el Señor es una Roca eterna!’. ¡La roca
es Jesucristo! ¡La roca es el Señor! Una palabra es fuerte, da vida,
puede ir adelante, puede tolerar todos los ataques, si esta palabra
tiene sus raíces en Jesucristo. Una palabra cristiana que no tiene sus
raíces vitales, en la vida de una persona, en Jesucristo, ¡es una
palabra cristiana sin Cristo! y las palabras cristianas sin Cristo
¡engañan, hacen mal! Un escritor inglés, una vez, hablando de las
herejías decía que una herejía es una verdad, una palabra, una verdad,
que se ha convertido en una locura. Cuando las palabras cristianas son
palabras sin Cristo comienzan a recorrer el camino de la locura”.
Es una locura -explicó el Santo Padre- que hace volverse soberbios:
“Una
palabra cristiana sin Cristo te conduce a la vanidad, a la seguridad de
ti mismo, al orgullo, al poder por el poder. Y el Señor derriba a estas
personas. Esta es una constante en la historia de la Salvación. Lo dice
Ana, la mamá de Samuel; lo dice María en el Magnificat: el Señor
derriba la vanidad, el orgullo de aquellas personas que se creen ser de
roca. Estas personas que solamente van detrás de una palabra, pero sin
Jesucristo: una palabra cristiana cierto, pero sin Jesucristo, sin la
relación con Jesucristo, sin la oración con Jesucristo, sin el servicio a
Jesucristo, sin el amor a Jesucristo. Esto es lo que hoy nos dice el
Señor: construir nuestra vida sobre esta roca y la roca es Él”.
“Nos
hará bien un examen de conciencia - afirmó el Obispo de Roma- para
entender “como son nuestras palabras”, si son palabras “que creen ser
poderosas”, capaces “de darnos la salvación”, o si “son palabras con
Jesucristo”:
“Me refiero a las palabras cristianas, porque cuando
no está Jesucristo también esto crea división entre nosotros, hace la
división en la Iglesia. Pedir al Señor la gracia de ayudarnos en la
humildad, que tenemos que tener siempre, de decir palabras cristianas en
Jesucristo, no sin Jesucristo. Con esta humildad de ser discípulos
salvados y de ir adelante no con palabras que, por creerse poderosas,
terminan en la locura de la vanidad, en la locura del orgullo. ¡Que el
Señor nos de esta gracia de la humildad de decir palabras con
Jesucristo, fundadas sobre Jesucristo!”.
Prepararse para la Navidad con la oración, la caridad y la alabanza: con
un corazón abierto a dejarse encontrar por el Señor que todo renueva:
es la invitación hecha por el Papa Francisco en la Misa presidida en la
Casa de Santa Marta en este primer lunes del Tiempo de Adviento.
Comentando
el pasaje del Evangelio del día en el que el centurión romano pide con
gran fe a Jesús la curación del siervo, el Obispo de Roma recordó que en
estos días “comenzamos un camino nuevo”, un “camino de Iglesia… hacia
la Navidad”. Vamos al encuentro del Señor, “porque la Navidad
-puntualizó- no es sólo una conmemoración temporal o un recuerdo de una
cosa bella”:
“La Navidad es algo más: nosotros vamos por este
camino para encontrar al Señor. ¡La Navidad es un encuentro! Y caminamos
para encontrarlo: encontrarlo con el corazón, con la vida; encontrarlo
viviente, como es Él; encontrarlo con fe. Y no es fácil vivir con la fe.
El Señor, en la palabra que hemos escuchado, se maravilló de este
centurión: se maravilló de la fe que él tenía. Había emprendido un
camino para encontrar al Señor, pero lo había hecho con fe. Por esto no
solamente él ha encontrado al Señor, sino que ha sentido la alegría de
ser encontrado por el Señor. Y este es precisamente el encuentro que
queremos: ¡el encuentro de la fe!”.
Y más que ser nosotros los que encontramos al Señor – subrayó el Obispo de Roma – es importante “dejarse encontrar por Él”:
“Cuando
solamente somos nosotros los que encontramos al Señor, somos nosotros –
entre comillas, digámoslo - los dueños de este encuentro; pero cuando
nos dejamos encontrar por Él, es Él que entra dentro de nosotros, es Él
que renueva todo, porque ésta es la venida, aquello que significa cuando
viene Cristo: renovar todo, renovar el corazón, el alma, la vida, la
esperanza, el camino. ¡Nosotros estamos en camino con fe, con la fe de
este centurión, para encontrar al Señor y principalmente para dejarnos
encontrar por Él!”.
Pero es necesario un corazón abierto:
“¡Corazón
abierto, para que Él me encuentre! Y me diga aquello que Él quiera
decirme, que no siempre es aquello que yo quiero que me diga! Él es el
Señor y Él me dirá lo que tiene para mí, porque el Señor no nos mira a
todos juntos, como a una masa. ¡No, no! Nos mira a cada uno en la cara, a
los ojos, porque el amor no es un amor así, abstracto: ¡es amor
concreto! De persona a persona: El Señor, persona, me mira a mí,
persona. Dejarse encontrar por el Señor es justamente esto: ¡dejarse
amar por el Señor!”.
En este camino hacia la Navidad – concluyó
Francisco – nos ayudan algunas actitudes: “la perseverancia en la
oración, rezar más; laboriosidad en la caridad fraterna, acercarse más a
aquellos que tienen necesidad; y la alegría en la alabanza del Señor”.
Por lo tanto: “la oración, la caridad y la alabanza”, con el corazón
abierto “para que el Señor nos encuentre”.
En una Plaza de San Pedro típicamente invernal, y ante la presencia de
varios miles de fieles y peregrinos de numerosos países, el Papa
Francisco rezó el Ángelus del Primer Domingo de Adviento. El Santo Padre
explicó que inicia de este modo un nuevo año litúrgico para el Pueblo
de Dios en el que Jesucristo nos guía en la historia hacia el
cumplimiento de su Reino. Y agregó que esto nos hace experimentar un
sentimiento profundo del sentido de la historia, puesto que
redescubrimos la belleza de estar todos en camino: la Iglesia, con su
vocación y misión, y la humanidad entera, los pueblos, las
civilizaciones, las culturas, todos en camino a través de los senderos
del tiempo.
El Obispo de Roma explicó que se trata de una
peregrinación universal hacia una meta común, que en el Antiguo
Testamento es Jerusalén, donde surge el templo del Señor, porque desde
allí ha venido la revelación del rostro de Dios y de su ley. Y así como
en la vida de cada uno de nosotros siempre hay necesidad de volver a
partir, de volver a levantarse, de volver a encontrar el sentido de la
meta de la propia existencia, de la misma manera para la gran familia
humana es necesario renovar siempre el horizonte común hacia el cual
estamos encaminados. ¡El horizonte de la esperanza! Porque el tiempo de
Adviento, que nuevamente comenzamos, nos devuelve el horizonte de la
esperanza, una esperanza que no decepciona puesto que está fundada en la
Palabra de Dios.
Antes de rezar a la Madre de Dios el Pontífice
recordó que el modelo de este modo de ser y de caminar en la vida, es la
Virgen María. ¡Una sencilla muchacha de un pueblo, que lleva en su
corazón toda la esperanza de Dios!
«Ésta es la gracia que
debemos pedir hoy al Señor: la capacidad que nos da el Espíritu Santo
para comprender bien los signos de los tiempos». Un cristiano piensa
según Dios y por ello rechaza el pensamiento débil y uniforme, destacó
el Papa Francisco en la Misa matutina de este viernes en la Casa de
Santa Marta, y explicó que para comprender los signos de los tiempos un
cristiano debe pensar no sólo con la cabeza, sino también con el corazón
y con el Espíritu Santo. Reflexionando sobre el Evangelio del día, el
Santo Padre señaló que el Señor enseña a sus discípulos a comprender los
signos de los tiempos, signos que los fariseos no logran comprender.
Hay que «pensar en cristiano», para comprender el «paso de Dios en la
historia»:
«En el Evangelio, Jesús no se enoja, pero lo finge cuando
los discípulos no entienden las cosas. A los de Emaús dice: '¡necios y
tardos de corazón'. "¡Oh necios, y tardos de corazón '... Él que no
entiende las cosas de Dios es una persona así. El Señor quiere que
entendamos lo que sucede: lo que pasa en mi corazón, lo que está pasando
en mi vida, lo que sucede en el mundo, en la historia... ¿Qué significa
esto que está pasando ahora? ¡Estos son los signos de los tiempos! En
cambio, el espíritu del mundo nos hace otras propuestas, porque el
espíritu del mundo no nos quiere como pueblo: nos quiere masa, sin
pensamiento, sin libertad».El espíritu del mundo, reiteró el Obispo de
Roma, «quiere que vayamos por un camino de uniformidad», como advierte
San Pablo: «el espíritu del mundo nos trata como si no fuéramos capaces
de pensar por cuenta nuestra; nos trata como personas no libres»:
«El
pensamiento uniforme, el mismo pensamiento, el pensamiento débil, un
pensamiento tan extendido. El espíritu del mundo no quiere que nos
preguntemos delante de Dios: "Pero ¿por qué esto, por qué aquello, ¿por
qué sucede esto? '. O incluso nos propone un pensamiento prêt-à-porter,
de acuerdo a nuestros propios gustos: "Yo pienso como me da la gana '.
Esto para ellos está bien, dicen... Pero lo que el espíritu del mundo no
quiere es lo que Jesús nos pide: ¡el libre pensamiento, el pensamiento
de un hombre y de una mujer que son parte del pueblo de Dios, y la
salvación es precisamente ésta! Piensen en los profetas... "Tú no eras
mi pueblo, ahora te digo ‘pueblo mío': así dice el Señor. Y ésta es la
salvación: hacernos pueblo, pueblo de Dios, para tener libertad».Jesús
nos pide que pensemos libremente, nos pide pensar para comprender qué
sucede. La verdad es que solos no podemos, hizo hincapié el Papa
Bergoglio, añadiendo que tenemos necesidad de la ayuda del Señor para
comprender lo signos de los tiempos y el Espíritu Santo nos da este
regalo, un don: la inteligencia para comprender y no porque otros me
dicen qué sucede:
«¿Cuál es el camino que quiere el Señor? Siempre
con el espíritu de inteligencia para comprender los signos de los
tiempos. Es hermoso pedir al Señor Jesús esta gracia, que nos envíe el
espíritu de comprensión, para que no tengamos un pensamiento débil, un
pensamiento uniforme, y un pensamiento según los propios gustos: sino un
pensamiento como lo quiere Dios. Con este pensamiento, que es un
pensamiento de mente, de corazón y de alma. Con este pensamiento, que es
un don del Espíritu Santo, buscar que es lo que quieren decir las cosas
y entender bien los signos de los tiempos».
“Dios ha creado al hombre para la incorruptibilidad”, pero “por la
envidia del diablo entró la muerte en el mundo”. El Papa comentó en su
homilía la Primera Lectura, correspondiente a un pasaje del Libro de la
Sabiduría que recuerda nuestra creación. La envidia del diablo, afirmó,
ha hecho que comenzara esta guerra, “este camino que termina con la
muerte”. Y reafirmó que esta última “ha entrado en el mundo y hacen
experiencia de ella aquellos que le pertenecen”. Es una experiencia que
todos hacemos:
Todos debemos pasar por la muerte, pero una cosa es
pasar por esta experiencia con una pertenencia al diablo y otra cosa es
pasar por esta experiencia de la mano de Dios. Y a mí me gusta sentir
esto: “Estamos en las manos de Dios”, pero desde el inicio. La Biblia
nos explica la creación, usando una imagen bella: Dios que, con sus
manos nos hace del fango, de la tierra a su imagen y semejanza. Han sido
las manos de Dios que nos han creado: ¡el Dios artesano, eh! Como un
artesano nos ha hecho. Estas manos del Señor… Las manos de Dios, que no
nos han abandonado.
La Biblia, prosiguió explicando el Papa,
narra que el Señor dice a su pueblo: “Yo he caminado contigo, como un
papá con su hijo, llevándolo de la mano”. Son precisamente las manos de
Dios, añadió, “las que nos acompañan en el camino”:
Nuestro Padre,
como un Padre con su hijo, nos enseña a caminar; nos enseña a ir por el
camino de la vida y de la salvación. Son las manos de Dios que nos
acarician en los momentos del dolor, nos consuelan. ¡Es nuestro Padre
quien nos acaricia! Nos quiere tanto. Y también en estas caricias,
tantas veces, está el perdón. Una cosa que a mí me hace bien pensarla.
Jesús, Dios, ha llevado consigo sus llagas: las hace ver al Padre. Éste
es el precio: ¡las manos de Dios son manos llagadas por amor! Y esto nos
consuela tanto.
Tantas veces, prosiguió diciendo Francisco,
oímos decir de personas que no saben en quien confiar: “¡Me encomiendo
en las manos de Dios!”. Y observó que esto “es bello” porque “allí
estamos seguros: es la máxima seguridad, porque es la seguridad de
nuestro Padre que nos quiere”. “Las manos de Dios – comentó – también
nos curan de nuestras enfermedades espirituales”:
Pensemos en las
manos de Jesús, cuando tocaba a los enfermos y los curaba… Son las manos
de Dios: ¡nos curan! ¡Yo no me imagino a Dios dándonos una bofetada! No
me lo imagino. ¡Reprochándonos, sí me lo imagino, porque lo hace! Pero
jamás, jamás, nos hiere. ¡Jamás! Nos acaricia. También cuando debe
reprocharnos lo hace con una caricia, porque es Padre. “Las almas de los
justos están en las manos de Dios”. Pensemos en las manos de Dios, que
nos ha creado como un artesano, nos ha dato la salud eterna. Son manos
llagadas y nos acompañan en el camino de la vida. Encomendémonos en las
manos de Dios, como un niño se encomienda en la mano de su papá. ¡Esa es
una mano segura!
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de este
domingo nos presenta a Jesús con los saduceos que negaban la
resurrección. Y es justamente sobre este tema que ellos dirigen una
pregunta a Jesús, para ponerlo en dificultad y ridiculizar la fe en la
resurrección de los muertos. Parten de un caso imaginario: "Una mujer ha
tenido siete maridos, muertos uno después del otro", y preguntan a
Jesús: "¿De quién será esposa aquella mujer después de su muerte?".
Jesús, siempre dócil y paciente, responde que la vida después de la
muerte no tiene los mismos parámetros de aquella terrenal. La vida
eterna es otra vida, en otra dimensión donde, entre otras cosas, no
existirá más el matrimonio, que está ligado a nuestra existencia en este
mundo. Los resucitados – dice Jesús – serán como los ángeles, y vivirán
en un estado diferente, que ahora no podemos experimentar y ni siquiera
imaginar. Así lo explica Jesús.
Pero luego Jesús, por así decirlo,
pasa al contra ataque. Y lo hace citando la Sagrada Escritura, con una
sencillez y una originalidad que nos dejan llenos de admiración ante
nuestro Maestro, ¡el único Maestro! Jesús encuentra la prueba de la
resurrección en el episodio de Moisés y de la zarza ardiente (cfr Ex
3,1-6), allí donde Dios se revela como el Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob. El nombre de Dios está ligado a los nombres de los hombres y
de las mujeres con los que Él se liga, y este lazo es más fuerte que la
muerte. Y nosotros podemos también decir de la relación de Dios con
nosotros, con cada uno de nosotros:¡Él es nuestro Dios! ¡Él es el Dios
de cada uno de cada uno de nosotros! Como si Él llevase nuestro nombre. A
Él le gusta decirlo y ésta es la alianza. He aquí el por qué Jesús
afirma: "Porque él no es Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en
efecto, viven para él" (Lc 20,38). Y éste es el lazo decisivo, la
alianza fundamental con Jesús: Él mismo es la Alianza, Él mismo es la
Vida y la Resurrección, porque con su amor crucificado ha vencido a la
muerte. En Jesús Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y todos
gracias a Él tienen la esperanza de una vida más verdadera que esta. La
vida que Dios nos prepara no es un simple embellecimiento de la actual:
ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente
con su amor y con su misericordia.
Por lo tanto, aquello que
acontecerá es precisamente lo contrario de cuanto se esperaban los
saduceos. ¡No es esta vida la que hace referencia a la eternidad, a la
otra vida, aquella que nos espera, sino es la eternidad que ilumina y da
esperanza a la vida terrenal de cada uno de nosotros! Si miramos sólo
con el ojo humano, estamos llevados a decir que el camino del hombre va
de la vida hacia la muerte. ¡Eso se ve! Pero eso es solamente si lo
observamos con el ojo humano. Jesús vuelca esta perspectiva y afirma que
nuestra peregrinación va de la muerte a la vida: ¡la vida plena!
Nosotros estamos en camino, en peregrinación hacia la vida plena y
aquella vida plena ¡es la que nos ilumina en nuestro camino! Por lo
tanto la muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros.
Delante de nosotros está el Dios de los vivos, el Dios de la alianza, el
Dios que lleva mi nombre, nuestro nombre. Como Él dijo: "Yo soy el Dios
de Abraham, de Isaac y de Jacob", también el Dios con mi nombre. Con tu
nombre, con tu nombre, con tu nombre, con nuestro nombre ¡Dios de lo
vivos! Está la derrota definitiva del pecado y de la muerte, el inicio
de un tiempo nuevo de alegría y de luz sin fin. Pero ya sobre esta
tierra, en la oración, en los Sacramentos, en la fraternidad,
encontramos a Jesús y a su amor, y así podemos saborear algo de la vida
resucitada. La experiencia que hacemos de su amor y de su fidelidad
enciende como un fuego en nuestro corazón y aumenta nuestra fe en la
resurrección. De hecho, si Dios es fiel y ama, no puede serlo por tiempo
limitado: ¡la fidelidad es eterna, no puede cambiar, el amor de Dios es
eterno, no puede cambiar! No es por tiempo limitado: ¡es para siempre!
¡Es para ir adelante! Él es fiel para siempre, y espera a cada uno de
nosotros, nos acompaña a cada uno de nosotros con esta fidelidad eterna.
Queridos hermanos y hermanas, ì buenos días!
El miércoles
pasado hablé de la comunión de los santos, entendida como la comunión
entre las personas santas, es decir, entre nosotros creyentes. Hoy me
gustaría profundizar en el otro aspecto de esta realidad: recuerdan que
hay dos aspectos: uno, la comunión entre nosotros, la unidad entre
nosotros, hacemos comunidad; y el otro aspecto es la comunión a los
bienes espirituales a las cosas santas. Estos dos aspectos están
estrechamente vinculados entre sí, de hecho, la comunión entre los
cristianos crece a través de la participación en los bienes
espirituales. En particular, consideramos: los sacramentos, los carismas
y la caridad. (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 949-953).
Nosotros crecemos en unidad, en comunión con los Sacramentos, con los
carismas que cada uno tiene porque los ha dado el Espíritu Santo, y con
la caridad.
El primer lugar la comunión en los
Sacramentos. Los sacramentos expresan y realizan una eficaz y profunda
comunión entre nosotros, porque en ellos encontramos a Cristo Salvador, y
por él, a nuestros hermanos en la fe. Los Sacramentos no son
apariencias, no son ritos; los Sacramentos son la fuerza de Cristo, está
Jesucristo, en los Sacramentos. Cuando celebramos la Misa, en la
Eucaristía está Jesús vivo, Él, vivo, que nos reúne, nos hace comunidad,
nos hace adorar al Padre. Cada uno de nosotros, de hecho, mediante el
Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, se incorpora a Cristo y se
une a toda la comunidad de los creyentes. Por lo tanto, si bien, por un
lado, es la Iglesia que "hace” los sacramentos, por otro, son los
sacramentos que "hacen" la Iglesia, la edifican, generando nuevos hijos,
agregándolos al pueblo santo de Dios, consolidando su membresía.
Cada
encuentro con Cristo, que nos da la salvación en los Sacramentos, nos
invita a "ir" y a comunicar a los otros la salvación que podemos ver,
tocar, conocer, recibir, y que es creíble de verdad, ya que es amor. De
esta manera, los Sacramentos nos llevan a ser misioneros. Y el
compromiso apostólico de llevar el Evangelio a todas partes, incluso en
las más hostiles, constituye el fruto más auténtico de una asidua vida
sacramental, porque es participación a la iniciativa salvífica de Dios,
que quiere dar la salvación a todos. La gracia de los Sacramentos nos
alimenta una fe fuerte y alegre, una fe que sabe asombrarse de las
"maravillas" de Dios y sabe resistir a los ídolos del mundo. Y por esto
es importante tomar la comunión; es importante que los niños sean
bautizados pronto; es importante que sean confirmados. ¿Por qué? Porque
ésta es la presencia de Jesucristo en nosotros, que nos ayuda. Es
importante, cuando nos sentimos pecadores, ir al Sacramento de la
reconciliación. "No, Padre, ¡tengo miedo, porque el sacerdote me
bastoneará!" No, no te bastoneará, el sacerdote. ¿Tú sabes que
encontrarás en el Sacramento de la reconciliación? A Jesús, Jesús que te
perdona. Es Jesús que te está esperando allí, y esto es un Sacramento. Y
esto hace que crezca toda la Iglesia.
Un segundo aspecto
de la comunión en las cosas santas es la comunión de los carismas. El
Espíritu Santo dispensa a los fieles una multitud de dones y gracias
espirituales; esta riqueza, digamos "de fantasía" de los dones del
Espíritu Santo tiene como objetivo la edificación de la Iglesia.
"Carismas" es una palabra un poco difícil. Los "carismas" son los
regalos que nos hace el Espíritu Santo: uno tiene el regalo de ser así, o
esta habilidad o esa posibilidad... son los regalos que da, pero no nos
los da para que se oculten: nos da estos regalos para participarlos a
los demás. No son en beneficio de los que los reciben, sino para la
utilidad del pueblo de Dios. Si un carisma, en cambio, un regalo de
estos, sirve para afirmarse a sí mismos, hay que dudar que se trate de
un auténtico carisma o que se viva fielmente. Los carismas son gracias
especiales, dadas a algunos para hacer el bien a otros. Son actitudes,
de la inspiración y de los impulsos interiores, que surgen de la
conciencia y de la experiencia de determinadas personas, que están
llamadas a ponerlos al servicio de la comunidad. En particular, estos
dones espirituales benefician a la santidad de la Iglesia y su misión.
Todos estamos llamados a respetarlos en nosotros y en los demás, para
acogerlos como estímulos útiles para una presencia y una obra fructífera
de la Iglesia. San Pablo advirtió: "No apaguen el Espíritu" (1
Tesalonicenses 5:19). No apaguen el Espíritu, el Espíritu que nos da
estos dones, estas habilidades, estas virtudes, estas hermosas cosas que
hacen crecer la Iglesia.
¿Cuál es nuestra actitud frente a
estos dones del Espíritu Santo? ¿Somos conscientes de que el Espíritu de
Dios es libre de darlos a quien quiere? ¿Los consideramos como una
ayuda espiritual, a través de la cual el Señor sostiene nuestra fe y la
fortalece y también refuerza nuestra misión en el mundo?
Y
ahora vayamos al tercer aspecto de la comunión en las cosas santas, es
decir, la comunión de la caridad. La unidad entre nosotros que hace la
caridad es el amor. De los primeros cristianos, los paganos que los
veían decían: "¡Pero éstos, cuánto se aman! ¡Cuánto se quieren! ¡No se
odian, no hablan entre sí! ¡Pero esto es bueno!”. La caridad: esto es el
amor de Dios que el Espíritu Santo nos da en el corazón. Los carismas
son importantes en la vida de la comunidad cristiana, pero son siempre
medios para crecer en la caridad, en el amor, que San Pablo coloca por
encima de los carismas (cf. 1 Cor 13:1-13). Sin amor, de hecho, incluso
los dones más extraordinarios son en vano, Pero, este hombre cura a la
gente: eh, tiene esta cualidad, esta virtud, sana a la gente. ¿Pero
tiene amor en su corazón? ¿Tiene caridad? Si la tiene, adelante; pero si
no la tiene, no sirve a la Iglesia. Sin amor, todos los dones no sirven
a la Iglesia, porque donde hay amor hay un vacío, un vacío que es
llenado por el egoísmo. Y les pregunto, ¿si todos somos egoístas, sólo
egoístas, podemos vivir en comunidad, en paz? ¿Se puede vivir en paz si
todo el mundo es egoísta? ¿Se puede o no se puede? [La gente responde:
¡nooo!] ¡No se puede! Por eso, es necesario el amor que nos une: la
caridad. El más pequeño de nuestros actos de amor tiene efectos buenos
para todo el mundo! Por lo tanto, vivir la unidad de la Iglesia, la
comunión de la caridad significa no buscar el propio interés, sino
compartir los sufrimientos y las alegrías de los hermanos (cf. 1 Cor
12:26), dispuestos a llevar las cargas de los más débiles y los pobres.
Esta solidaridad fraterna no es una figura retórica, una forma de decir,
sino que es una parte integrante de la comunión entre los cristianos.
Si la vivimos, nosotros somos en el mundo signo, nosotros somos
"sacramento" del amor de Dios. ¡Lo somos unos para otros y lo somos para
todos! No se trata de aquella caridad mezquina que podemos ofrecernos
recíprocamente, es algo más profundo: es una comunión que nos permite
entrar en el gozo y el dolor de los demás para hacerlos nuestros,
sinceramente.
Y a menudo somos demasiado áridos, indiferentes,
distantes y en lugar de transmitir fraternidad, trasmitimos mal humor,
trasmitimos frialdad, trasmitimos egoísmo. Y con el mal humor, con la
frialdad, con el egoísmo ¿se puede hacer crecer a las iglesias? ¿Se
puede hacer crecer a toda la Iglesia? No, con el mal humor, con la
frialdad, con el egoísmo la iglesia no crece: crece sólo con el amor,
con el amor que viene del Espíritu Santo. ¡El Señor nos invita a
abrirnos a la comunión con Él, en los Sacramentos, en los carismas y en
la caridad, para vivir de una manera digna nuestra vocación cristiana!
Y
ahora, me permito pedirles un acto de caridad. Tengan la seguridad de
que no se hará una colecta, ¿eh? Un acto de caridad. Antes de llegar a
la plaza, me detuve con una niña de un año y medio, con una enfermedad
muy grave: su padre, su madre rezan y piden al Señor por la salud de
esta hermosa niña. Su nombre es Noemi. Sonreía, pobrecita. Hagamos un
acto de amor. Nosotros no la conocemos, pero es una niña bautizada, es
una de nosotros, es un cristiana. Hagamos un acto de amor por ella, y en
silencio antes pidamos al Señor que la ayude en este momento y le dé
salud. En silencio, por un momento, y luego rezaremos el Ave María.
Y ahora, todos juntos, recemos a la Virgen por la salud de Noemi: Dios te salve María...
Gracias por este acto de caridad.
Jesús sigue orando e intercediendo por nosotros, mostrando al Padre el
precio de nuestra salvación: sus llagas. Lo dijo el Papa Francisco en la
misa de la mañana en la Casa de Santa Marta, en el día en que la
Iglesia celebra los Santos Simón y Judas, Apóstoles.
Al centro
de la homilía de hoy estuvo el pasaje del Evangelio en el que Jesús pasa
toda la noche orando al Padre antes de elegir a los Doce Apóstoles:
“Jesús compone su equipo” - subrayó el Obispo de Roma - y luego se
encuentra rodeado por una gran multitud de gente “llegada para
escucharlo y ser curada” porque “de Él brotaba una fuerza que sanaba a
todos”. Son las “tres relaciones de Jesús” - observó Francisco - “Jesús
con el Padre, Jesús con sus apóstoles y Jesús con la gente”. Jesús
oraba al Padre por los Apóstoles y por la gente. Y aún hoy reza:
“Es
el intercesor, el que reza, y reza a Dios con nosotros y ante nosotros.
Jesús nos ha salvado, hizo esta gran oración, su sacrificio, su vida,
para salvarnos, para justificarnos: estamos justificados gracias a Él.
Ahora se ha ido, y reza ¿Pero Jesús es un espíritu? ¡Jesús no es un
espíritu! Jesús es una persona, un hombre, con carne como la nuestra,
pero en la gloria. Jesús tiene las llagas en las manos, en los pies, en
el costado y cuando ora al Padre muestra este precio de la
justificación, y reza por nosotros, como diciendo: ‘Pero, Padre, que
esto no se pierda'”.
Jesús “tiene la primicia de nuestras
oraciones”, porque “es el primero en orar” y como “nuestro hermano” y
“un hombre como nosotros”, intercede por nosotros:
“Al
principio, Él realizó la redención, justificó a todos, pero ahora, ¿qué
hace? Intercede, reza por nosotros. Pienso en qué habrá sentido Pedro
cuando lo renegó, y luego Jesús lo miró y él lloraba. Podía
arrepentirse. Muchas veces, entre nosotros, nos decimos: 'Reza por mí,
¿eh?, lo necesito, tengo tantos problemas, tantas cosas: Reza por mí’. Y
eso es bueno, ¿eh?, porque nosotros hermanos debemos rezar los unos por
los otros”.
Por ello el Santo Padre nos exhortó a pedir: “Reza por mí, Señor, Tú eres el intercesor”:
“Él
reza por mí; reza por todos nosotros y reza con coraje porque hace ver
al Padre el precio de nuestra justicia: Sus llagas. Pensemos tanto en
esto y demos gracias al Señor. Agradezcamos por tener un hermano que
reza con nosotros y reza por nosotros, intercede por nosotros. Y
hablemos con Jesús, digámosle: ‘Señor, Tú eres el intercesor, Tú me has
salvado, me has justificado. Pero ahora, reza por mí’. Y confiemos
nuestros problemas, nuestra vida, tantas cosas a Él , para que Él las
lleve al Padre”.
Moisés, Juan el Bautista, San Pablo. El Papa Francisco centró su homilía
de la misa de esta mañana en la Casa de Santa Marta, en estos tres
personajes, destacando que ninguno de ellos se salvó de la angustia,
pero el Señor no los abandonó. Pensando en los muchos sacerdotes y
monjas que viven en hogares de ancianos, el Papa ha invitado a los
fieles a visitarlos porque, aseguró, son verdaderos “santuarios de
santidad y de apostolicidad”.
El comienzo de la vida apostólica y el
ocaso del apóstol Pablo. Francisco se inspiró en las lecturas del día
para detenerse en estos dos extremos de la existencia del cristiano. Al
inicio de la vida apostólica, observó, comentando el Evangelio de hoy,
los discípulos eran “jóvenes” y “fuertes” y también los “demonios iban
por delante” para “la predicación”. La primera lectura, agregó, nos
muestra a San Pablo al final de su vida. “Es el ocaso del Apóstol”:
“El
apóstol tiene un comienzo alegre, entusiasta, entusiasta con Dios
dentro, ¿no? Pero tampoco le fue ahorrado el ocaso. Y me hace bien
pensar en el ocaso del Apóstol... Se me ocurren tres iconos: Moisés,
Juan el Bautista y Pablo. Moisés es aquel que es el jefe del pueblo de
Dios, valiente, luchando contra los enemigos y también luchando con Dios
para salvar al pueblo: ¡fuerte! Y al final está sólo sobre el Monte
Nebo, mirando a la tierra prometida, pero sin poder entrar allí. No
podía entrar en la promesa. Juan el Bautista: en los últimos tiempos no
le fueron ahorradas angustias”.
Juan el Bautista, continuó el
Pontífice, debe enfrentar también una “angustia dudosa que lo
atormentaba” y “terminó bajo el poder de un gobernante débil, borracho y
corrupto, bajo el poder de la envidia de la adúltera y del capricho de
una bailarina”. Y también el apóstol Pablo, en la primera lectura, habla
de aquellos que lo han abandonado, de quienes le han causado daño
ensañándose contra su predicación. Cuenta que nadie le ayudó en el
tribunal. Todos lo han abandonado. Pero, dice San Pablo, “El Señor
estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el mensaje fuera
proclamado”:
“Esto es lo grande del Apóstol, quien, con su vida
hace lo que dijo Juan el Bautista: ‘Es necesario que él crezca, y yo
disminuya’. El apóstol es el que da la vida para que el Señor crezca. Y
al final este se apaga así... También Pedro con la promesa: ‘Cuando
serás viejo te llevarán a donde tú no querrás ir’. Y cuando pienso al
ocaso del Apóstol, me viene al corazón el recuerdo de esos santuarios de
la apostolicidad y santidad que son las casas de reposo de los
sacerdotes y monjas: buenos sacerdotes, buenas monjas, envejecidos, con
el peso de la soledad, esperando que venga el Señor a llamar a la puerta
de su corazón. Estos son verdaderos santuarios de la apostolicidad y
santidad que tenemos en la Iglesia. No los olvidemos, ¡eh!”
Si
observamos “más profundamente”, dijo el Papa, estos lugares “son
bellísimos”. A menudo escucho decir que “se peregrina al Santuario de
Nuestra Señora”, “de San Francisco”, “de San Benito”, “tantas
peregrinaciones”:
“Me pregunto si nosotros cristianos tenemos el
deseo de hacer una visita - ¡que será una verdadera peregrinación! - ¿a
estos santuarios de santidad y de apostolicidad, que son las casas de
reposo de los sacerdotes y monjas? Uno de ustedes me dijo hace unos
días, que cuando iba a un país de misión, iba al cementerio y veía todas
las tumbas de los antiguos misioneros, sacerdotes y monjas, sepultados
allí desde hace 50, 100, 200 años, desconocidos. Y me decía, ' pero,
todo estos puede ser canonizados, porque al final cuenta sólo la
santidad cotidiana, esta santidad de todos los días’. En los hogares de
ancianos, estas hermanas y estos sacerdotes esperan al Señor un poco
como Pablo: un poco tristes, de verdad, pero también con una cierta paz,
con el rostro alegre”.
“Hará bien a todos nosotros - concluyó
el Obispo de Roma - pensar en esta etapa de la vida que es el ocaso del
apóstol y orar al Señor: 'Cuida a los que están en el momento del
despojo final, sólo para decir una vez más ‘Sí, Señor, quiero seguirte’”
Breve rsumen de la Audiencia de hoy
Queridos hermanos y hermanas:
En el Credo decimos que la
Iglesia es «apostólica», expresando así el profundo vínculo que tiene
con los Doce Apóstoles, a los que Jesús llamó para que estuvieran con Él
y para enviarlos a predicar. «Apóstol» es una palabra griega que
significa «mandado», «enviado». Y aplicada a la Iglesia, puede tener
tres significados. En primer lugar, la Iglesia es apostólica porque está
edificada sobre el cimiento de los Apóstoles, sobre su testimonio y
sobre la autoridad que Cristo mismo les ha dado. En segundo lugar, la
Iglesia es apostólica porque «guarda y transmite, con la ayuda del
Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las
sanas palabras oídas a los Apóstoles», es decir, conserva el precioso
tesoro de la Sagrada Escritura, la Tradición Apostólica, los Sacramentos
que nos permiten ser fieles a Cristo y participar de su misma vida. Y,
en tercer lugar, la Iglesia es apostólica porque en ella pervive el
mandato misionero que el Señor confió a sus Apóstoles. La Iglesia
continúa en la historia la tarea de llevar el Evangelio a todo el mundo.
Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México y los
demás países latinoamericanos. Invito a todos a ser testigos auténticos
de Cristo Resucitado y a anunciar el Evangelio a todas las gentes, en
comunión con los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Muchas gracias.
En el Salmo hemos recitado: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal 97,1).
Hoy
nos encontramos ante una de esas maravillas del Señor: ¡María! Una
criatura humilde y débil como nosotros, elegida para ser Madre de Dios,
Madre de su Creador.
Precisamente mirando a María a la luz de las
lecturas que hemos escuchado, me gustaría reflexionar con ustedes sobre
tres puntos: primero, Dios nos sorprende, segundo, Dios nos pide fidelidad, tercero, Dios es nuestra fuerza.
1. El primero: Dios nos sorprende.
La historia de Naamán, jefe del ejército del rey de Aram, es llamativa:
para curarse de la lepra se presenta ante el profeta de Dios, Eliseo,
que no realiza ritos mágicos, ni le pide cosas extraordinarias, sino
únicamente fiarse de Dios y lavarse en el agua del río; y no en uno de
los grandes ríos de Damasco, sino en el pequeño Jordán. Es un
requerimiento que deja a Naamán perplejo, también sorprendido: ¿qué Dios
es este que pide una cosa tan simple? Decide marcharse, pero después da
el paso, se baña en el Jordán e inmediatamente queda curado. Dios nos
sorprende; precisamente en la pobreza, en la debilidad, en la humildad
es donde se manifiesta y nos da su amor que nos salva, nos cura y nos
fortalece. Sólo pide que sigamos su palabra y nos fiemos de Él.
Ésta
es también la experiencia de la Virgen María: ante el anuncio del Ángel,
no oculta su asombro. Es el asombro de ver que Dios, para hacerse
hombre, la ha elegido precisamente a Ella, una sencilla muchacha de
Nazaret, que no vive en los palacios del poder y de la riqueza, que no
ha hecho cosas extraordinarias, pero que está abierta a Dios, se fía de
Él, aunque no lo comprenda del todo: “He aquí la esclava el Señor,
hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Es su respuesta. Dios
nos sorprende siempre, rompe nuestros esquemas, pone en crisis nuestros
proyectos, y nos dice: Fíate de mí, no tengas miedo, déjate sorprender,
sal de ti mismo y sígueme.
Preguntémonos hoy todos nosotros si
tenemos miedo de lo que el Señor pudiera pedirnos o de lo que nos está
pidiendo. ¿Me dejo sorprender por Dios, como hizo María, o me cierro en
mis seguridades, seguridades materiales, seguridades intelectuales,
seguridades ideológicas, seguirdades de mis proyectos? ¿Dejo entrar a
Dios verdaderamente en mi vida? ¿Cómo le respondo?
2. En la lectura
de San Pablo que hemos escuchado, el Apóstol se dirige a su discípulo
Timoteo diciéndole: Acuérdate de Jesucristo, si perseveramos con Él,
reinaremos con Él. Éste es el segundo punto: acordarse siempre de
Cristo, la memoria de Jesucristo, y esto es perseverar en la fe: Dios
nos sorprende con su amor, pero nos pide que le sigamos fielmente.
Pensemos cuántas veces nos hemos entusiasmado con una cosa, con un
proyecto, con una tarea, pero después, ante las primeras dificultades,
hemos tirado la toalla. Y esto, desgraciadamente, sucede también con
nuestras opciones fundamentales, como el matrimonio. La dificultad de
ser constantes, de ser fieles a las decisiones tomadas, a los
compromisos asumidos. A menudo es fácil decir “sí”, pero después no se
consigue repetir este “sí” cada día. No se consigue a ser fieles.
María
ha dicho su “sí” a Dios, un “sí” que ha cambiado su humilde existencia
de Nazaret, pero no ha sido el único, más bien ha sido el primero de
otros muchos “sí” pronunciados en su corazón tanto en los momentos
gozosos como en los dolorosos; todos estos “sí” culminaron en el
pronunciado bajo la Cruz. Hoy, aquí hay muchas madres; piensen hasta qué
punto ha llegado la fidelidad de María a Dios: hasta ver a su Hijo
único en la Cruz. La mujer fiel, de pie, destruida dentro, pero fiel y
fuerte.
Y yo me pregunto: ¿Soy un cristiano a ratos o soy siempre
cristiano? La cultura de lo provisional, de lo relativo entra también en
la vida de fe. Dios nos pide que le seamos fieles cada día, en las
cosas ordinarias, y añade que, a pesar de que a veces no somos fieles,
Él siempre es fiel y con su misericordia no se cansa de tendernos la
mano para levantarnos, para animarnos a retomar el camino, a volver a Él
y confesarle nuestra debilidad para que Él nos dé su fuerza. Es éste el
camino definitivo, siempre con el Señor, también en nuestras
debilidades, también en nuestros pecados. Jamás caminar sobre el camino
de lo provisional. Esto sí mata. La fe es fidelidad definitiva, como
aquella de María.
3. El último punto: Dios es nuestra fuerza.
Pienso en los diez leprosos del Evangelio curados por Jesús: salen a su
encuentro, se detienen a lo lejos y le dicen a gritos: “Jesús, maestro,
ten compasión de nosotros” (Lc 17,13). Están enfermos, necesitados de
amor y de fuerza, y buscan a alguien que los cure. Y Jesús responde
liberándolos a todos de su enfermedad. Llama la atención, sin embargo,
que solamente uno regrese alabando a Dios a grandes gritos y dando
gracias. Jesús mismo lo indica: diez han dado gritos para alcanzar la
curación y uno solo ha vuelto a dar gracias a Dios a gritos y reconocer
que en Él está nuestra fuerza. Saber agradecer, dar gloria a Dios por lo
que hace por nosotros.
Miremos a María: después de la Anunciación,
lo primero que hace es un gesto de caridad hacia su anciana pariente
Isabel; y las primeras palabras que pronuncia son: “Proclama mi alma la
grandeza del Señor”, o sea, un cántico de alabanza y de acción de
gracias a Dios no sólo por lo que ha hecho en Ella, sino por lo que ha
hecho en toda la historia de salvación. Todo es don suyo. Si nosotros
podemos entender que todo es don de Dios, ¡cuánta felicidad hay en
nuestro corazón! Todo es don suyo ¡Él es nuestra fuerza! ¡Decir gracias
es tan fácil, y sin embargo tan difícil! ¿Cuántas veces nos decimos
gracias en la familia? Es una de las palabras claves de la convivencia.
"Permiso", "disculpa", "gracias": si en una familia se dicen estas tres
palabras, la familia va adelante. "Permiso", "perdóname", "gracias".
¿Cuántas veces decimos "gracias" en familia? ¿Cuántas veces damos las
gracias a quien nos ayuda, se acerca a nosotros, nos acompaña en la
vida? ¡Muchas veces damos todo por descontado! Y así hacemos también con
Dios. Es fácil dirigirse al Señor para pedirle algo, pero ir a
agradecerle: "Uy, no me dan ganas".
Continuemos la Eucaristía
invocando la intercesión de María para que nos ayude a dejarnos
sorprender por Dios sin oponer resistencia, a ser hijos fieles cada día,
a alabarlo y darle gracias porque Él es nuestra fuerza. Amén.
«El próximo sábado viviremos juntos una jornada especial de ayuno y de
oración por la paz en Siria, en Oriente Medio y en el mundo entero.
También por la paz en nuestros corazones. Porque la paz empieza en el
corazón. Renuevo mi invitación a toda la Iglesia a vivir intensamente
este día, y, desde ahora, expreso mi gratitud a todos los hermanos
cristianos, a todos los hermanos de otras religiones y a los hombres y
mujeres de buena voluntad que se quieran unir, en los propios lugares y
modos, a este momento. Exhorto en particular a los fieles romanos y a
los peregrinos a participar en la vigilia de oración, aquí, en la Plaza
de San Pedro, a las 7 de la tarde, para invocar del Señor el gran don de
la paz. ¡Que se eleve fuerte en toda la tierra el grito de la paz!»
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos
invita a reflexionar sobre el tema de la salvación. Jesús está saliendo
de Galilea hacia la ciudad de Jerusalén y a lo largo del camino un tal –
relata el evangelista Lucas – se le acerca y le pregunta: “Señor, ¿son
pocos los que se salvan?” (13, 23). Jesús no responde directamente a la
pregunta: no es importante saber cuántos se salvan, sino que más bien es
importante saber cuál es el camino de la salvación.
Y he aquí
entonces que a la pregunta Jesús responde diciendo: “Luchen por entrar
por la puerta estrecha, porque, les digo, muchos pretenderán entrar y no
podrán”. (v. 24). ¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es la puerta por la
que debemos entrar? ¿Y por qué Jesús habla de una puerta estrecha?
La
imagen de la puerta vuelve varias veces en el Evangelio y se remonta a
la de la casa, a la del hogar doméstico, donde encontramos seguridad,
amor y calor. Jesús nos dice que hay una puerta que nos hace entrar en
la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con
Él.
Y esa puerta es el mismo Jesús (Cfr. Jn 10, 9). Él es la puerta.
Él es el pasaje para la salvación. Él nos conduce al Padre. Y la puerta
que es Jesús jamás está cerrada, esta puerta jamás está cerrada. Está
abierta siempre y a todos sin distinción, sin exclusiones, sin
privilegios.
Porque saben, Jesús no excluye a nadie. Alguno de
ustedes quizá podrá decirme, pero Padre, yo estoy excluido, porque soy
un gran pecador. He hecho cosas feas. He hecho tantas en la vida. No, no
estás excluido. Precisamente por esto eres el preferido. Porque Jesús
prefiere al pecador. Siempre, para perdonarlo, para amarlo. Jesús te
está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo. Él te
espera. Anímate, ten coraje para entrar por su puerta.
Todos somos
invitamos a pasar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar
en su vida, y a hacerlo entrar en nuestra vida, para que Él la
transforme, la renueve, le de alegría plena y duradera.
En la
actualidad pasamos ante tantas puertas que invitan a entrar prometiendo
una felicidad que después, nos damos cuenta de que duran un instante.
Que se agota en sí misma y que no tiene futuro. Pero yo les pregunto:
¿Por cuál puerta queremos entrar? Y ¿a quién queremos hacer entrar por
la puerta de nuestra vida?
Quisiera decir con fuerza: no tengamos
miedo de atravesar la puerta de la fe en Jesús, de dejarlo entrar cada
vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras
cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás.
Porque Jesús
ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga jamás. No es un fuego
artificial, un flash, no, es una luz tranquila, que dura siempre. Y que
nos da paz. Así es la luz que encontramos si entramos por la puerta de
Jesús.
Ciertamente la de Jesús es una puerta estrecha, no porque es
una sala de tortura, no por eso. Sino porque nos pide abrir nuestro
corazón a Él, reconocernos pecadores, necesitados de su salvación, de su
perdón, de su amor, de tener la humildad de acoger su misericordia y
hacernos renovar por Él.
Jesús en el Evangelio nos dice que el ser
cristianos no es tener una “etiqueta”. Y yo les pregunto a ustedes:
¿Ustedes son cristianos de etiqueta o de verdad? Eh esa se responde
dentro. No cristianos, jamás cristianos de etiqueta, cristianos de
verdad, de corazón. Ser cristianos es vivir y testimoniar la fe en la
oración, en las obras de caridad, en promover la justicia, en realizar
el bien.
Por la puerta estrecha que es Cristo debe pasar toda nuestra vida.
A
la Virgen María, Puerta del Cielo, le pedimos que nos ayude a pasar la
puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como
ha transformado la suya para llevar a todos la alegría del Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días,
en la Liturgia de hoy escuchamos estas palabras de la Carta a los Hebreos: « Corramos
con perseverancia al combate que se nos presenta. Fijemos la mirada en
el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús» (Heb 12,1-2). Es una
expresión que debemos subrayar de forma particular en este Año de la fe.
También nosotros, durante todo este año, tenemos la mirada fija
enJesús, porque la fe, que es nuestro “si” a la relación filial con
Dios, viene de Él; viene de Jesús: es Él el único mediador de esta
relación entre nosotros y nuestro Padre que está en el cielo. Jesús es
el Hijo, y nosotros somos hijos en Él.
Pero la Palabra de
Dios de este domingo contiene también una palabra de Jesús que nos pone
en crisis, y que debe ser explicada para no generar mal entendidos.
Jesús dice a los discípulos: « ¿Piensan ustedes que he venido a traer la
paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división» (Lc
12,51). ¿Qué cosa significa esto? Significa que la fe no es una cosa
decorativa, ornamental; vivir la fe no es decorar la vida con un poco de
religión. Como si fuera una torta que se la decora con la crema ¡No! La
fe no es eso. La fe comporta elegir a Dios como criterio-base de la
vida, y Dios no es vacío, no es neutro, Dios es siempre positivo, Dios
es ¡amor! Y el amor es positivo. Después que Jesús vino al mundo, no se
puede hacer como si no conociésemos a Dios. Como si fuera una cosa
abstracta, vacía, puramente nominal. No Dios tiene un rostro concreto,
tiene un nombre: Dios es misericordia, Dios es fidelidad, es vida que se
dona a todos nosotros. Por esto Jesús dice: he venido a traer división;
no es que Jesús quiera dividir entre ellos a los hombres, al contrario:
Jesús es nuestra paz, ¡es reconciliación! Pero esta paz no es la paz
de los sepulcros, no es neutralidad. Jesús no trae neutralidad. Esta paz
no es un acuerdo a cualquier precio. Seguir a Jesús comporta renunciar
al mal, al egoísmo y escoger el bien, la verdad, la justicia, también
cuando ello requiere sacrificio y renuncia a los propios intereses. Y
esto sí divide, lo sabemos, divide también los lazos más estrechos. Pero
atención: ¡No es Jesús el que divide! Él pone el criterio: vivir para
sí mismo, o vivir para Dios y para los demás; hacerse servir, o servir;
obedecer al propio yo u obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús
es “signo de contradicción” (Lc 2,34).
Por lo tanto, esta
palabra del Evangelio no autoriza de hecho el uso de la fuerza para
difundir la fe. Es precisamente al contrario: la verdadera fuerza del
cristiano es la fuerza de la verdad y del amor, que comporta renunciar a
toda violencia. Fe y violencia son incompatibles. ¡Fe y violencia son
incompatibles!
En cambio fe y fortaleza van juntas. El
cristiano no es violento pero es fuerte y ¿con que fortaleza? con
aquella de la mansedumbre; la fuerza de la mansedumbre, la fuerza del
amor.
Queridos amigos, también entre los parientes de Jesús
hubo algunos que a un cierto punto no compartieron su modo de vivir y de
predicar, nos lo dice el Evangelio (cfr Mc 3,20-21). Pero su Madre lo
siguió siempre fielmente, teniendo fija la mirada de su corazón en
Jesús, el Hijo del Altísimo, y en su misterio. Y al final, gracias
también a la fe de María, los familiares de Jesús entraron a formar
parte de la primera comunidad cristiana (cfr Hch 1,14). Pidamos a María
que también nos ayude a nosotros a tener la mirada bien fija en Jesús y a
seguirlo siempre, también cuando cuesta.
Queridos hermanos y hermanas
El Concilio Vaticano II, al final de la
Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación
sobre María Santísima. Recuerdo solamente las palabras que se refieren
al misterio que hoy celebramos. La primera es ésta: «La Virgen
Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original,
terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma
a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del
universo» (n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre de
Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y
comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro.
También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el
Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo»
(n. 68). A la luz de esta imagen bellísima de nuestra Madre, podemos
considerar el mensaje que contienen las lecturas bíblicas que hemos
apenas escuchado. Podemos concentrarnos en tres palabras clave: lucha,
resurrección, esperanza.
El pasaje del Apocalipsis presenta la
visión de la lucha entre la mujer y el dragón. La figura de la mujer,
que representa a la Iglesia, aparece por una parte gloriosa, triunfante,
y por otra con dolores. Así es en efecto la Iglesia: si en el Cielo ya
participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente
las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el
maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los discípulos de
Jesús han de sostener - nosotros, todos nosotros discípulos de Jesús
debemos afrontar esta lucha - María no les deja solos; la Madre de
Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros, siempre, camina con
nosotros siempre. También María participa, en cierto sentido, de esta
doble condición. Ella, naturalmente, ha entrado definitivamente en la
gloria del Cielo. Pero esto no significa que esté lejos, que se separe
de nosotros; María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros,
sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La
oración con María, en especial el Rosario, pero escuchen bien, el
Rosario, ¿eh? – ¿Ustedes rezan el Rosario todos los días? (....sí la
gente responde) – (Bueno no sé dice el Papa sonriendo, ¿seguro?)....
tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha, una
oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices.
La segunda lectura nos habla de la resurrección. El apóstol Pablo,
escribiendo a los corintios, insiste en que ser cristianos significa
creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda
nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es una idea sino
un acontecimiento. También el misterio de la Asunción de María en cuerpo
y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La
humanidad de la Madre ha sido «atraída» por el Hijo en su paso a través
de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su
humanidad, la que había tomado de María; así ella, la Madre, que lo ha
seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha
entrado con él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso,
Casa del Padre.
María ha conocido también el martirio de la cruz: el
martirio de su corazón, el martirio del alma. Ella ha sufrido tanto en
su corazón, mientras Jesús sufría en la cruz. Ha vivido la pasión del
Hijo hasta el fondo del alma. Ha estado completamente unida a él en la
muerte, y por eso ha recibido el don de la resurrección. Cristo es la
primicia de los resucitados, y María es la primicia de los redimidos, la
primera de «aquellos que son de Cristo». Es nuestra Madre, pero también
podemos decir que es nuestra representante, es nuestra hermana, nuestra
primera hermana, es la primera de los redimidos que ha llegado al
cielo.
El evangelio nos sugiere la tercera palabra: esperanza.
Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha
cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la
resurrección de Cristo, en la victoria del amor. Hemos escuchado el
canto de María, el Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico
del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos
santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos,
pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros,
sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, abuelos y abuelas, que
han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza
de los pequeños y humildes. María dice: «Proclama mi alma la grandeza
del Señor», así canta hoy la Iglesia y lo hace en todas partes del
mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de
Cristo sufre hoy la Pasión, donde está la cruz para nosotros cristianos
está la esperanza, siempre. Si no está la esperanza nosotros no somos
cristianos, por esto a mí me gusta decir ¡no se dejen robar la
esperanza! ¡Que no nos roben la esperanza porque esta fuerza es una
gracia, un don de Dios que nos lleva adelante mirando el cielo! Y María
está siempre allí, cercana a esas comunidades que sufren, a esos
hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos
el Magnificat de la esperanza.
Queridos hermanos y hermanas,
unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y
victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la
peregrinante, nosotros; que une el cielo y la tierra, nuestra historia y
la eternidad.
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de
este domingo (Lc 12,32-48) nos habla del deseo del encuentro definitivo
con Cristo, un deseo que nos hace estar siempre preparados, con el
espíritu despierto, porque esperamos este encuentro con todo el corazón,
con todo nuestro ser. Este es un aspecto fundamental de la vida. Hay un
deseo que todos nosotros, sea explícito, sea escondido, tenemos en el
corazón, todos nosotros tenemos este deseo en el corazón.
También
es importante ver esta enseñanza de Jesús en el contexto concreto,
existencial en el que Él lo ha transmitido. En este caso, el evangelista
Lucas nos muestra a Jesús que está caminando con sus discípulos hacia
Jerusalén, hacia su Pascua de muerte y resurrección, y en este camino
los educa confiándoles a ellos aquello que Él mismo lleva en el corazón,
las actitudes profundas de su ánimo. Entre estas actitudes se
encuentran el desapego a los bienes terrenos, la confianza en la
providencia del Padre y, precisamente, la vigilancia interior, la espera
operosa del Reino de Dios. Para Jesús es la espera del retorno a la
casa del Padre. Para nosotros es la espera de Cristo mismo, que vendrá a
buscarnos para llevarnos a la fiesta sin fin, como ya ha hecho con su
Madre María Santísima, que la ha llevado al cielo, con Él.
Este
Evangelio quiere decirnos que el cristiano es uno que lleva dentro de
sí un deseo grande, profundo: aquel de encontrarse con su Señor junto a
sus hermanos, a los compañeros de camino. Y todo esto que Jesús nos dice
se resume en un famoso dicho de Jesús: «Donde está tu tesoro, allí
estará también tu corazón» (Lc 12,34).
El corazón que desea.
Todos nosotros tenemos un deseo. Pero, pobre gente aquella que no tiene
deseo, el deseo de ir adelante, hacia el horizonte. Para nosotros
cristianos este horizonte es el encuentro con Jesús, el encuentro
propiamente con él, que es nuestra vida, nuestra alegría, Aquel que nos
hace felices. Yo les haría dos preguntas, la primera: ¿Todos ustedes
tienen un corazón deseoso? Piensen y respondan en silencio en el
corazón: ¿Tú tienes un corazón que desea o tienes un corazón cerrado, un
corazón dormido, un corazón anestesiado por las cosas de la vida? El
deseo, ir adelante al encuentro con Jesús.
La segunda
pregunta:¿Dónde está tu tesoro, aquello que tú deseas, porque Jesús nos
ha dicho: “donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”? yo pregunto:
¿Dónde está tu tesoro? ¿Cuál es para ti la realidad más importante, más
preciosa, la realidad que atrae mi corazón como un imán?, ¿Qué atrae tu
corazón? ¿Puedo decir que es el amor de Dios?, ¿Que es el deseo de hacer
el bien a los otros, de vivir para el Señor y para nuestros hermanos?,
¿Puedo decir esto? Cada uno responde en su corazón.
Alguno me
responderá: Padre, pero yo soy uno que trabaja, que tiene familia, para
mí la realidad más importante es sacar adelante a mi familia, el
trabajo… Cierto, es verdad, es importante. Pero ¿Cuál es la fuerza que
tiene unida a la familia? Es justamente el amor. Y quien siembra el amor
en nuestro corazón es Dios. El amor de Dios es el que da sentido a los
pequeños compromisos cotidianos y también ayuda a afrontar las grandes
pruebas. Este es el verdadero tesoro del hombre. Ir adelante en la vida
con amor, con aquel amor que el Señor ha sembrado en el corazón.
Pero
el amor de Dios ¿Qué es? No es algo vago, un sentimiento genérico; el
amor de Dios tiene un nombre y un rostro: Jesucristo. ¡Jesús! El amor de
Dios se manifiesta en Jesús porque nosotros no podemos amar el aire, el
todo. No se puede. Amamos personas. Y la persona a la que amamos es
Jesús, el don del Padre entre nosotros. Es un amor que da valor y
belleza a todo el resto. Es un amor que da fuerza a la familia, al
trabajo, al estudio, a la amistad, al arte, a toda actividad humana. Y
también da sentido a las experiencias negativas, porque nos permite ir
más allá de estas experiencias, más allá, de no quedar prisioneros del
mal, sino que nos hace pasar más allá, nos abre siempre a la esperanza.
El amor de Dios, en Jesús, siempre nos abre a la esperanza, a aquel
horizonte de esperanza, al horizonte final de nuestra peregrinación. De
esta manera también las fatigas y las caídas encuentran un sentido,
también nuestros pecados encuentran un sentido en el amor de Dios;
porque este amor de Dios en Jesús nos perdona siempre. Nos ama tanto que
nos perdona siempre.
Queridos hermanos, hoy en la Iglesia
hacemos memoria de santa Clara de Asís, que tras las huellas de
Francisco dejó todo para consagrarse a Cristo en la pobreza. Santa Clara
nos da un testimonio muy bello de este Evangelio de hoy: que ella nos
ayude, junto con la Virgen María, a vivirlo también nosotros, cada uno
según la propia vocación.