domingo, 29 de diciembre de 2013

Angelus 20131229

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este primer domingo después de Navidad, la Liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En efecto, cada pesebre nos muestra a Jesús junto a la Virgen y a San José, en la gruta de Belén. Dios ha querido nacer en una familia humana, ha querido tener una madre y un padre. Como nosotros.
Y hoy el Evangelio nos presenta a la Sagrada Familia en el camino doloroso del exilio, en busca de refugio en Egipto. José, María y Jesús experimentan la condición dramática de los prófugos, marcada por el miedo, la incertidumbre y las estrecheces (Cfr. Mt 2, 13-15.19-23).
Lamentablemente, en nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día la televisión y los periódicos dan noticias de prófugos que huyen del hambre, de la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para ellos y para sus propias familias.
En tierras lejanas, incluso cuando encuentran trabajo, no siempre, no siempre los prófugos y los inmigrados encuentran acogida verdadera, respeto, aprecio de los valores de los que son portadores. Sus legítimas expectativas chocan con situaciones complejas y dificultades que parecen, a veces, insuperables. Por esta razón, mientras fijamos la mirada en la Sagrada Familia de Nazaret en el momento en que está obligada a hacerse prófuga, pensemos en el drama de aquellos migrantes y refugiados que son víctimas del rechazo y de la explotación. Que son víctimas de la trata de personas y del trabajo esclavo. Pero también pensemos en otros “exiliados”, yo los llamaría “exiliados escondidos”, aquellos “exiliados” que puede haber dentro de las mismas familias: los ancianos, por ejemplo, que a veces son tratados como presencias molestas.
Muchas veces pienso que un signo para saber cómo va una familia es ver cómo se tratan en ella a los niños y a los ancianos.
Jesús ha querido pertenecer a una familia que ha experimentado el exilio, para que nadie se sienta excluido de la cercanía amorosa de Dios. La fuga en Egipto a causa de las amenazas de Herodes nos muestra que Dios está allí donde el hombre está en peligro, allí donde el hombre sufre, allí donde escapa, donde experimenta el rechazo y el abandono; pero Dios también está allí donde el hombre sueña, espera volver a su patria en la libertad, proyecta y elige para la vida y la dignidad suya y de sus familiares.
Hoy nuestra mirada sobre la Sagrada Familia nos deja atraer también por la sencillez de la vida que ella conduce en Nazaret. Es un ejemplo que hace tanto bien a nuestras familias, las ayuda a convertirse cada vez más en comunidad de amor y de reconciliación, en la que se experimenta la ternura, la ayuda recíproca, el perdón recíproco.
Recordemos las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: “permiso”, “gracias”, “perdón”. Cuando en una familia no se es entrometido, cuando en una familia no se es entrometido y se pide permiso, cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir gracias, gracias, y cuando en una familia uno se da cuenta de que ha hecho algo malo y sabe pedir perdón, ¡en esa familia hay paz y hay alegría!
Recordemos estas tres palabras. Pero podemos repetirlas todos juntos.¡He! Permiso, gracias, perdón. Todos: Permiso, gracias, perdón.
Pero también quisiera animar a las familias a tomar conciencia de la importancia que tienen en la Iglesia y en la sociedad. En efecto, el anuncio del Evangelio pasa ante todo, a través de las familias, para alcanzar después los diversos ámbitos de la vida cotidiana.
Invoquemos con fervor a María Santísima, la Madre de Jesús y Madre nuestra, y a San José, su esposo. Pidamos a ellos que iluminen, consuelen, guíen a toda familia del mundo, para que se pueda cumplir con dignidad y serenidad la misión que Dios le ha encomendado.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Angelus 20131222

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este IV Domingo de Adviento, el Evangelio nos relata los hechos que precedieron al nacimiento de Jesús, y el evangelista Mateo los presenta desde el punto de vista de San José, el esposo prometido de la Virgen María.
José y María vivían en Nazaret; aún no habitaban juntos, porque el matrimonio todavía no se había celebrado. Mientras tanto, María, después de haber acogido el anuncio del Ángel, estaba encinta por obra del Espíritu Santo. Cuando José se da cuenta de este hecho, permanece desconcertado.
El Evangelio no explica sus pensamientos, pero nos dice lo esencial: él trata de hacer la voluntad de Dios y está dispuesto a la renuncia más radical. En lugar de defenderse y de hacer valer sus propios derechos, José elige una solución que para él representa un enorme sacrificio. Y el Evangelio dice: “Como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto” (1, 19).
¡Esta breve frase resume un verdadero y propio drama interior, si pensamos en el amor que José tenía por María! Pero también en semejante circunstancia, José desea hacer la voluntad de Dios y decide, seguramente con gran dolor, despedir a María en secreto.
Es necesario meditar sobre estas palabras, para entender cuál fue la prueba que José tuvo que sostener en los días que precedieron el nacimiento de Jesús. Una prueba semejante a la del sacrificio de Abraham, cuando Dios le pidió a su hijo Isaac (Cfr. Ge 22): renunciar a lo más precioso, a la persona más amada.
Pero, como en el caso de Abraham, el Señor interviene: ha encontrado la fe que buscaba y abre un camino diverso, un camino de amor y de felicidad: “José – le dice – no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo” (Mt 1, 20).
Este Evangelio nos muestra toda la grandeza de espíritu de San José. Él estaba siguiendo un buen proyecto de vida, pero Dios reservaba para él otro designio, una misión más grande. José era un hombre que escuchaba siempre la voz de Dios, profundamente sensible a su secreto deseo, un hombre atento a los mensajes que le llegaban de lo profundo del corazón y de lo alto. No se obstinó en perseguir su proyecto de vida, no permitió que el rencor le envenenara el ánimo, sino que estuvo listo para ponerse a disposición de la novedad que se le presentaba de modo desconcertante. Y así, ¡era un hombre bueno! No odiaba, y no permitió que el rencor le envenenara el ánimo. ¡Pero cuántas veces a nosotros el odio, también la antipatía, el rencor nos envenenan el alma! ¡Esto hace mal! No lo permitan jamás, él es un ejemplo de esto. Y de este modo José se volvió más libre y grande aún. Aceptándose según el designio del Señor, José se encuentra plenamente, más allá de sí mismo. Esta libertad suya de renunciar a lo que es suyo, a la posesión de su propia existencia, y esta plena disponibilidad interior suya a la voluntad de Dios, nos interpelan y nos muestran el camino.
Nos disponemos entonces a celebrar la Navidad contemplando a María y a José: María, la mujer llena de gracia que ha tenido el coraje de encomendarse totalmente a la Palabra de Dios; José, el hombre fiel y justo que ha preferido creer al Señor en lugar de escuchar las voces de la duda y del orgullo humano. Con ellos, caminamos juntos hacia Belén.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Angelus 20131215

«Queridos hermanos y hermanas:
Hoy es el tercer domingo de Adviento, denominado también ‘domingo Gaudete’, domingo de la alegría. En la liturgia resuena en repetidas ocasiones la invitación a la alegría, a alegrarse, porque el Señor está cerca. ¡La Navidad está cerca! El mensaje cristiano se llama "evangelio", es decir "buena noticia", un anuncio de alegría para todo el pueblo; ¡la Iglesia no es un refugio para personas tristes, la Iglesia es la casa de la alegría! Y aquellos que están tristes, encuentran en ella la alegría. Encuentran en ella la verdadera alegría.
Pero la del Evangelio no es una alegría cualquiera. Encuentra su razón en el saberse acogidos y amados por Dios. Como nos recuerda hoy, el profeta Isaías (cf. 35,1-6ª. 8a.10), Dios es el que viene a salvarnos y presta socorro especialmente a los descorazonados. Su venida entre nosotros nos fortalece, nos da firmeza, nos dona coraje, hace exultar y florecer el desierto y la estepa, es decir, nuestra vida cuando se vuelve árida. ¿Y cuándo se hace árida nuestra vida? Cuando está sin el agua de la Palabra de Dios y de su Espíritu de amor. Por grandes que puedan ser nuestros límites y nuestra confusión y desaliento, no se nos permite ser débiles y vacilantes ante las dificultades y ante nuestras propias debilidades.
Por el contrario, se nos invita a fortalecer nuestras manos, a hacer firmes nuestras rodillas, a tener coraje y a no temer, porque nuestro Dios muestra siempre la grandeza de su misericordia. Él nos da la fuerza para ir adelante. Él está siempre con nosotros para ayudarnos a ir adelante. ¡Es un Dios que nos quiere tanto, nos ama, y por eso está con nosotros, para ayudarnos, para fortalecernos, e ir adelante! ¡Coraje, siempre adelante!
Gracias a su ayuda, siempre podemos empezar de nuevo. ¿Cómo comenzar de nuevo? Alguno me puede decir: “No padre, soy un gran pecador, soy una gran pecadora, yo no puedo recomenzar de nuevo”. ¡Te equivocas! ¡Tú puedes recomenzar de nuevo! ¿Por qué? ¡Porque Él te espera! ¡Él está cerca de ti! ¡Él te ama! ¡Él es misericordioso! ¡Él te perdona! ¡Él te da la fuerza de recomenzar de nuevo! ¡A todos! Podemos volver a abrir los ojos, superar la tristeza y el llanto, y cantar un canto nuevo.
Y esta alegría verdadera permanece siempre también en la prueba, incluso en el sufrimiento, porque no es superficial, sino que llega a lo más profundo de la persona que se encomienda a Dios y confía en Él.

La alegría cristiana, como la esperanza, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, en la certeza de que Él mantiene siempre sus promesas. El profeta Isaías exhorta a aquellos que han perdido el camino y se encuentran en la desesperación, a confiar en la fidelidad del Señor porque su salvación no tardará en irrumpir en sus vidas. Cuantos han encontrado a Jesús, a lo largo del camino, experimentan en el corazón una serenidad y una alegría, de la que nada ni nadie puede privarlos.
¡Nuestra alegría es Cristo, su amor fiel e inagotable! Por lo tanto, cuando un cristiano se vuelve triste, quiere decir que se ha alejado de Jesús. ¡Pero entonces no hay que dejarlo solo! Tenemos que rezar por él y hacerle sentir la calidez de la comunidad.
Que la Virgen María nos ayude a acelerar nuestros pasos hacia Belén para encontrar al Niño que ha nacido para nosotros, para la salvación y la alegría de todos los hombres. A Ella el Ángel le dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1, 28 ). Ella nos obtenga vivir la alegría del Evangelio en las familias, en el trabajo, en las parroquias y en todos los ambientes. ¡Una alegría íntima, hecha de estupor y ternura. La misma que siente una mamá cuando mira a su niño recién nacido y siente que es un don de Dios, un milagro que sólo puede agradecer!

viernes, 13 de diciembre de 2013

Homilía 20131213

Los cristianos alérgicos a los predicadores siempre tienen algo que criticar, pero en realidad tienen miedo de abrir la puerta al Espíritu Santo y se vuelven tristes: lo afirmó el Papa Francisco este viernes en la Misa presidida en la Casa de Santa Marta.
En el Evangelio del día, Jesús compara la generación de su tiempo con aquellos muchachos siempre descontentos “que no saben jugar con felicidad, que rechazan siempre la invitación de los otros: si hay música, no bailan; si se canta un canto de lamento, no lloran … ninguna cosa les está bien”. El Santo Padre explicó que aquella gente “no estaba abierta a la Palabra de Dios”. Su rechazo “no es al mensaje, es al mensajero”. Rechazan a Juan el Bautista, que “no come y no bebe” pero dicen que “¡es un endemoniado!”. Rechazan a Jesús, porque dicen que “es un glotón, un borracho, amigo de publicanos y pecadores”. Siempre tienen un motivo para criticar al predicador:
“Y ellos, la gente de aquel tiempo, preferían refugiarse en una religión más elaborada: en los preceptos morales, como aquel grupo de fariseos; en el compromiso político, como los saduceos; en la revolución social, como los zelotas; en la espiritualidad gnóstica, como los esenios. Con su sistema bien limpio, bien hecho. Pero al predicador, no. También Jesús les hace recordar: ‘Sus padres han hecho lo mismo con los profetas’. El pueblo de Dios tiene una cierta alergia por los predicadores de la Palabra: a los profetas, los ha perseguido, los ha asesinado”.
Estas personas - prosiguió el Obispo de Roma- dicen aceptar la verdad de la revelación, “pero al predicador, la predicación, no. Prefieren una vida enjaulada en su preceptos, en sus compromisos, en sus planes revolucionarios o en su espiritualidad” desencarnada. Son aquellos cristianos siempre descontentos de lo que dicen los predicadores:
“Estos cristianos que son cerrados, que están enjaulados, estos cristianos tristes … no son libres. ¿Por qué? Porque tienen miedo de la libertad del Espíritu Santo, que viene a través de la predicación. Y este es el escándalo de la predicación, del que hablaba San Pablo: el escándalo de la predicación que termina en el escándalo de la Cruz. Escandaliza el hecho que Dios nos hable a través de hombres con límites, hombres pecadores: ¡escandaliza! Y escandaliza más que Dios nos hable y nos salve a través de un hombre que dice que es el Hijo de Dios y que termina como un criminal. Eso escandaliza”.
“Estos cristianos tristes – afirmó Francisco - no creen en el Espíritu Santo, no creen en aquella libertad que viene de la predicación, que te advierte, te enseña, te abofetea, también; pero que es precisamente la libertad que hace crecer a la Iglesia”:
Viendo a esos muchachos que tienen miedo de bailar, de llorar, miedo de todo, que en todo piden seguridad, pienso en esos cristianos tristes que siempre critican a los predicadores de la Verdad, porque tienen miedo de abrir la puerta al Espíritu Santo. Recemos por ellos, y recemos también por nosotros, para que no nos convirtamos en cristianos tristes, quitando al Espíritu Santo la libertad de venir a nosotros a través del escándalo de la predicación”.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Audiencia 20131211

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:
Hoy voy a comenzar la última serie de reflexiones sobre nuestra profesión de fe, tratando la afirmación: "Creo en la vida eterna". En particular, voy a reflexionar sobre el juicio final. Pero no tengan miedo: oigamos lo que dice la Palabra de Dios. Al respecto, leemos en el Evangelio de Mateo: entonces Cristo “vendrá en su gloria rodeado de todos los ángeles…Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda.... éstos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna» ( Mt 25,31-33.46 ). Cuando pensamos en el regreso de Cristo y su juicio final, que revelará, hasta sus últimas consecuencias, lo que cada uno haya hecho o dejado de hacer durante su vida terrena, percibimos que estamos ante un misterio que nos supera, que ni siquiera podemos imaginar. Un misterio que despierta casi instintivamente en nosotros un sentimiento de temor, y quizás incluso trepidación. Sin embargo, si pensamos con atención acerca de este hecho, sólo puede agrandar el corazón de un cristiano y ser una gran fuente de consuelo y confianza.

En este sentido, el testimonio de las primeras comunidades cristianas es muy sugestivo. Éstas de hecho, acompañaban las celebraciones y oraciones habitualmente con la aclamación Maranathá, una expresión que consta de dos palabras en arameo que, dependiendo de la forma en que se pronuncian, se pueden entender como una súplica: " ¡Ven, Señor ", o como una certeza alimentada por la fe: "Sí, elSeñor viene, el Señor está cerca". Es la exclamación con la que culmina toda la Revelación cristiana, al final de la contemplación maravillosa que se nos ofrece en el Apocalipsis de Juan (cf. Ap 22,20). En ese caso, es la Iglesia-esposa que, en nombre de toda la humanidad y, como primicia, se dirige a Cristo, su esposo, ante la deseada espera de ser envuelta en su abrazo: el abrazo de Jesús, que es plenitud de vida y plenitud de amor. Así se abraza a Jesús. Si pensamos en el juicio en esta perspectiva, el miedo y la duda desaparecen y dejan espacio a la espera y a una profunda alegría: será el momento en que seremos juzgados finalmente, listos para ser revestidos con la gloria de Cristo, como con un vestido nupcial, y llevados al banquete, imagen de la comunión plena y definitiva con Dios
Una segunda razón de confianza se nos ofrece por la constatación de que, en el momento del juicio no se nos dejará solos. Es el mismo Jesús, en el Evangelio de Mateo, el que nos anuncia, que al final de los tiempos, los que le han seguido tomarán su lugar en la gloria para juzgar junto a él ( cf. Mt 19,28). El apóstol Pablo después, escribiendo a la comunidad de Corinto, dice: "¿No saben ustedes que los santos juzgarán al mundo? Con mayor razón entonces, los asuntos de esta vida". (1 Cor 6,2-3). ¡Qué hermoso saber que en ese momento, además de Cristo, nuestro Paráclito, nuestro Abogado ante el Padre (cf. 1 Jn 2:1), podremos contar con la intercesión y buena voluntad de tantos de nuestros hermanos y hermanas que nos han precedido el camino de la fe, que han dado su vida por nosotros y que continúan amándonos de manera indescriptible! Los santos ya viven ante la presencia de Dios, en el esplendor de su gloria orando por nosotros que aún vivimos en la tierra. ¡Qué consolación despierta en nuestros corazones esta certeza! La Iglesia es verdaderamente una madre y como una mamá, busca el bien de sus hijos, especialmente los más alejados y afligidos, hasta que encuentra su plenitud en el cuerpo glorioso de Cristo con todos sus miembros.
Otra sugerencia se nos ofrece en el Evangelio de Juan, donde se afirma explícitamente que "Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por medio de él. El que cree en él no es condenado; pero el que no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído en el unigénito Hijo de Dios "( Jn 3:17-18 ). Esto significa que aquel juicio final ya está en marcha, que empieza ahora en el curso de nuestra existencia. Este juicio se pronuncia en cada momento de la vida, como reflejo de nuestra aceptación con fe de la salvación presente y operante en Cristo, o con nuestra incredulidad, con el consiguiente cierre en nosotros mismos. Pero si nos cerramos al amor de Jesús, somos nosotros mismos los que nos condenamos. La salvación está en abrirse a Jesús, y Él nos salva; si somos pecadores -y todos lo somos- le pedimos perdón y si vamos a Él con el deseo de ser buenos, el Señor nos perdona. Pero para ello hay que abrirse al amor de Jesús, que es más fuerte que todas las otras cosas. El amor de Jesús es grande, el amor de Jesús es misericordioso, el amor de Jesús perdona, pero tienes que abrirte y abrirse significa arrepentirse, acusarnos de cosas que no son buenas y que hicimos. El Señor Jesús nos ha dado y sigue entregándose a nosotros, para colmarnos de toda misericordia y gracia del Padre. Somos nosotros, pues, los que podemos llegar a ser, en cierto sentido, los jueces de nosotros mismos, auto condenándonos a la exclusión de la comunión con Dios y con los hermanos. No nos cansemos, por lo tanto de velar por nuestros pensamientos y nuestras actitudes, para gustar ya ahora con anticipo la calidez y la belleza del rostro de Dios - y esto va a ser hermoso - lo contemplaremos en la vida eterna en toda su plenitud. Adelante, piensen en este juicio que ya comenzó ahora. Adelante, asegurándose de que nuestro corazón se abra a Jesús y a su salvación; adelante sin miedo, porque el amor de Jesús es más grande y si pedimos perdón por nuestros pecados, Él nos perdona. ¡Es así Jesús! ¡Adelante, pues, con esta certeza, que Él nos llevará a la gloria de los cielos !

Mensaje del Papa para la fiesta de mañana

Mañana es la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de toda América. Con esta ocasión, deseo saludar a los hermanos y hermanas de ese Continente, y lo hago pensando en la Virgen de Tepeyac.
Cuando se apareció a san Juan Diego, su rostro era el de una mujer mestiza y sus vestidos estaban llenos de símbolos de la cultura indígena. Siguiendo el ejemplo de Jesús, María se hace cercana a sus hijos, acompaña como madre solícita su camino, comparte las alegrías y las esperanzas, los sufrimientos y las angustias del Pueblo de Dios, del que están llamados a forman parte todos los pueblos de la tierra.
La aparición de la imagen de la Virgen en la tilma de Juan Diego fue un signo profético de un abrazo, el abrazo de María a todos los habitantes de las vastas tierras americanas, a los que ya estaban allí y a los que llegarían después.
Este abrazo de María señaló el camino que siempre ha caracterizado a América: ser una tierra donde pueden convivir pueblos diferentes, una tierra capaz de respetar la vida humana en todas sus fases, desde el seno materno hasta la vejez, capaz de acoger a los emigrantes, así como a los pueblos y a los pobres y marginados de todas las épocas. América es una tierra generosa.
Éste es el mensaje de Nuestra Señora de Guadalupe, y éste es también mi mensaje, el mensaje de la Iglesia. Animo a todos los habitantes del Continente americano a tener los brazos abiertos como la Virgen María, con amor y con ternura.
Pido por todos ustedes, queridos hermanos y hermanas de toda América, y también ustedes recen por mí. Que la alegría del Evangelio esté siempre en sus corazones. El Señor los bendiga y la Virgen los acompañe.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Homilía en Santa Marta

Que se ponga fin a las divisiones y a las enemistades en Tierra Santa y Oriente Medio. Es el llamamiento hecho esta mañana por el Papa Francisco en la Casa de Santa Marta. Hoy la Misa estuvo concelebrada por el Patriarca de Alejandría de los Coptos Católicos, Ibrahim Isaac Sidrak, con ocasión de la manifestación pública de la “comunión eclesiástica” con el Sucesor de Pedro. El Papa volvió a subrayar su cercanía a los cristianos que en Egipto experimentan inseguridad y violencia, y renovó un llamamiento por la libertad religiosa en todo Oriente Medio.
El Obispo de Roma y el Patriarca de Alejandría juntos, en señal de comunión eclesial y en oración por la paz en Oriente. Esta mañana en la Casa de Santa Marta se vivió un momento de gran intensidad espiritual. En su homilía, el Obispo de Roma dirigió su pensamiento a los fieles coptos, retomando las palabras del Profeta Isaías, en la Primera Lectura, que hablan de un despertar de los corazones en espera del Señor:
“El anuncio a los corazones lo sentimos dirigido a cuantos en su amada tierra egipcia experimentan inseguridad y violencia, muchas veces con motivo de la fe cristiana. '¡Coraje: no teman!': he aquí las consolantes palabras que encuentran confirmación en la solidaridad fraterna. Estoy agradecido a Dios por este encuentro que me da la posibilidad de reforzar nuestra esperanza y la suya, porque es la misma”.
El Evangelio, prosiguió el Pontífice, presenta “a Cristo que vence las parálisis de la humanidad”. Por lo demás, observó, “las parálisis de las conciencias son contagiosas”. “Con la complicidad de las miserias de la historia y de nuestro pecado – agregó – pueden expandirse y entrar en las estructuras sociales y en las comunidades hasta bloquear a pueblos enteros”. Pero, constató el Papa, “el mandamiento de Cristo puede cambiar la situación: '¡Álzate y camina!'”:
“Recemos con confianza para que en Tierra Santa y en todo Oriente Medio la paz pueda volver siempre a alzarse de las pausas tan frecuentes y a veces dramáticas. En cambio, se detengan para siempre la enemistad y las divisiones. Que se retomen rápidamente las intenciones de paz a menudo paralizadas por intereses contrapuestos y oscuros. Que finalmente se den garantías reales de libertad religiosa a todos, junto al derecho para los cristianos de vivir con serenidad allí donde han nacido, en la patria que aman como ciudadanos desde hace dos mil años, para contribuir como siempre al bien de todos”.
Francisco recordó que Jesús experimentó con la Sagrada Familia la fuga y fue hospedado en la “tierra generosa” de Egipto, invocando al Señor para que “vele sobre los egipcios que buscan dignidad y seguridad por las calles del mundo”:
“Y vayamos siempre adelante, buscando al Señor, buscando nuevos caminos, nuevas vías para acercarnos al Señor. Y si fuese necesario abrir un hueco en el techo para acercarnos todos al Señor, que nuestra imaginación creativa de la caridad nos lleve a esto: a encontrar y a hacer caminos de encuentro, caminos de hermandad, caminos de paz”.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Santa Marta 20131205

Quien pronuncia palabras cristianas sin Cristo, o sea sin ponerlas en práctica, se hace mal a sí mismo y a los otros, porque está vencido por el orgullo, y causa división también en la Iglesia: es en resumen lo que dijo el Papa Francisco la mañana del jueves, durante la Misa en la Capilla de la Casa de Santa Marta.
Escuchar y poner en práctica la palabra del Señor es como construir la casa sobre la roca. El Papa Francisco explicó la parábola evangélica propuesta por la liturgia del día. Jesús reprendía a los fariseos el conocer los mandamientos pero no realizarlos en sus vidas: “son palabras buenas”, pero si no son puestas en práctica “no solamente no sirven, sino que hacen mal: nos engañan, nos hacen creer que tenemos una bella casa, pero sin fundamento”. Una casa que no está construida sobre la roca:
“Esta figura de la roca se refiere al Señor. Isaías, en la Primera Lectura, lo dice: ‘¡Confíen en el Señor para siempre, porque el Señor es una Roca eterna!’. ¡La roca es Jesucristo! ¡La roca es el Señor! Una palabra es fuerte, da vida, puede ir adelante, puede tolerar todos los ataques, si esta palabra tiene sus raíces en Jesucristo. Una palabra cristiana que no tiene sus raíces vitales, en la vida de una persona, en Jesucristo, ¡es una palabra cristiana sin Cristo! y las palabras cristianas sin Cristo ¡engañan, hacen mal! Un escritor inglés, una vez, hablando de las herejías decía que una herejía es una verdad, una palabra, una verdad, que se ha convertido en una locura. Cuando las palabras cristianas son palabras sin Cristo comienzan a recorrer el camino de la locura”.
Es una locura -explicó el Santo Padre- que hace volverse soberbios:
“Una palabra cristiana sin Cristo te conduce a la vanidad, a la seguridad de ti mismo, al orgullo, al poder por el poder. Y el Señor derriba a estas personas. Esta es una constante en la historia de la Salvación. Lo dice Ana, la mamá de Samuel; lo dice María en el Magnificat: el Señor derriba la vanidad, el orgullo de aquellas personas que se creen ser de roca. Estas personas que solamente van detrás de una palabra, pero sin Jesucristo: una palabra cristiana cierto, pero sin Jesucristo, sin la relación con Jesucristo, sin la oración con Jesucristo, sin el servicio a Jesucristo, sin el amor a Jesucristo. Esto es lo que hoy nos dice el Señor: construir nuestra vida sobre esta roca y la roca es Él”.
“Nos hará bien un examen de conciencia - afirmó el Obispo de Roma- para entender “como son nuestras palabras”, si son palabras “que creen ser poderosas”, capaces “de darnos la salvación”, o si “son palabras con Jesucristo”:
“Me refiero a las palabras cristianas, porque cuando no está Jesucristo también esto crea división entre nosotros, hace la división en la Iglesia. Pedir al Señor la gracia de ayudarnos en la humildad, que tenemos que tener siempre, de decir palabras cristianas en Jesucristo, no sin Jesucristo. Con esta humildad de ser discípulos salvados y de ir adelante no con palabras que, por creerse poderosas, terminan en la locura de la vanidad, en la locura del orgullo. ¡Que el Señor nos de esta gracia de la humildad de decir palabras con Jesucristo, fundadas sobre Jesucristo!”.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Homilía en Santa Marta

Prepararse para la Navidad con la oración, la caridad y la alabanza: con un corazón abierto a dejarse encontrar por el Señor que todo renueva: es la invitación hecha por el Papa Francisco en la Misa presidida en la Casa de Santa Marta en este primer lunes del Tiempo de Adviento.
Comentando el pasaje del Evangelio del día en el que el centurión romano pide con gran fe a Jesús la curación del siervo, el Obispo de Roma recordó que en estos días “comenzamos un camino nuevo”, un “camino de Iglesia… hacia la Navidad”. Vamos al encuentro del Señor, “porque la Navidad -puntualizó- no es sólo una conmemoración temporal o un recuerdo de una cosa bella”:
“La Navidad es algo más: nosotros vamos por este camino para encontrar al Señor. ¡La Navidad es un encuentro! Y caminamos para encontrarlo: encontrarlo con el corazón, con la vida; encontrarlo viviente, como es Él; encontrarlo con fe. Y no es fácil vivir con la fe. El Señor, en la palabra que hemos escuchado, se maravilló de este centurión: se maravilló de la fe que él tenía. Había emprendido un camino para encontrar al Señor, pero lo había hecho con fe. Por esto no solamente él ha encontrado al Señor, sino que ha sentido la alegría de ser encontrado por el Señor. Y este es precisamente el encuentro que queremos: ¡el encuentro de la fe!”.
Y más que ser nosotros los que encontramos al Señor – subrayó el Obispo de Roma – es importante “dejarse encontrar por Él”:
“Cuando solamente somos nosotros los que encontramos al Señor, somos nosotros – entre comillas, digámoslo - los dueños de este encuentro; pero cuando nos dejamos encontrar por Él, es Él que entra dentro de nosotros, es Él que renueva todo, porque ésta es la venida, aquello que significa cuando viene Cristo: renovar todo, renovar el corazón, el alma, la vida, la esperanza, el camino. ¡Nosotros estamos en camino con fe, con la fe de este centurión, para encontrar al Señor y principalmente para dejarnos encontrar por Él!”.
Pero es necesario un corazón abierto:
“¡Corazón abierto, para que Él me encuentre! Y me diga aquello que Él quiera decirme, que no siempre es aquello que yo quiero que me diga! Él es el Señor y Él me dirá lo que tiene para mí, porque el Señor no nos mira a todos juntos, como a una masa. ¡No, no! Nos mira a cada uno en la cara, a los ojos, porque el amor no es un amor así, abstracto: ¡es amor concreto! De persona a persona: El Señor, persona, me mira a mí, persona. Dejarse encontrar por el Señor es justamente esto: ¡dejarse amar por el Señor!”.
En este camino hacia la Navidad – concluyó Francisco – nos ayudan algunas actitudes: “la perseverancia en la oración, rezar más; laboriosidad en la caridad fraterna, acercarse más a aquellos que tienen necesidad; y la alegría en la alabanza del Señor”. Por lo tanto: “la oración, la caridad y la alabanza”, con el corazón abierto “para que el Señor nos encuentre”.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Angelus 20131201

En una Plaza de San Pedro típicamente invernal, y ante la presencia de varios miles de fieles y peregrinos de numerosos países, el Papa Francisco rezó el Ángelus del Primer Domingo de Adviento. El Santo Padre explicó que inicia de este modo un nuevo año litúrgico para el Pueblo de Dios en el que Jesucristo nos guía en la historia hacia el cumplimiento de su Reino. Y agregó que esto nos hace experimentar un sentimiento profundo del sentido de la historia, puesto que redescubrimos la belleza de estar todos en camino: la Iglesia, con su vocación y misión, y la humanidad entera, los pueblos, las civilizaciones, las culturas, todos en camino a través de los senderos del tiempo.
El Obispo de Roma explicó que se trata de una peregrinación universal hacia una meta común, que en el Antiguo Testamento es Jerusalén, donde surge el templo del Señor, porque desde allí ha venido la revelación del rostro de Dios y de su ley. Y así como en la vida de cada uno de nosotros siempre hay necesidad de volver a partir, de volver a levantarse, de volver a encontrar el sentido de la meta de la propia existencia, de la misma manera para la gran familia humana es necesario renovar siempre el horizonte común hacia el cual estamos encaminados. ¡El horizonte de la esperanza! Porque el tiempo de Adviento, que nuevamente comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona puesto que está fundada en la Palabra de Dios.
Antes de rezar a la Madre de Dios el Pontífice recordó que el modelo de este modo de ser y de caminar en la vida, es la Virgen María. ¡Una sencilla muchacha de un pueblo, que lleva en su corazón toda la esperanza de Dios!

viernes, 29 de noviembre de 2013

Homilía de hoy en Santa Marta

«Ésta es la gracia que debemos pedir hoy al Señor: la capacidad que nos da el Espíritu Santo para comprender bien los signos de los tiempos». Un cristiano piensa según Dios y por ello rechaza el pensamiento débil y uniforme, destacó el Papa Francisco en la Misa matutina de este viernes en la Casa de Santa Marta, y explicó que para comprender los signos de los tiempos un cristiano debe pensar no sólo con la cabeza, sino también con el corazón y con el Espíritu Santo. Reflexionando sobre el Evangelio del día, el Santo Padre señaló que el Señor enseña a sus discípulos a comprender los signos de los tiempos, signos que los fariseos no logran comprender. Hay que «pensar en cristiano», para comprender el «paso de Dios en la historia»:
«En el Evangelio, Jesús no se enoja, pero lo finge cuando los discípulos no entienden las cosas. A los de Emaús dice: '¡necios y tardos de corazón'. "¡Oh necios, y tardos de corazón '... Él que no entiende las cosas de Dios es una persona así. El Señor quiere que entendamos lo que sucede: lo que pasa en mi corazón, lo que está pasando en mi vida, lo que sucede en el mundo, en la historia... ¿Qué significa esto que está pasando ahora? ¡Estos son los signos de los tiempos! En cambio, el espíritu del mundo nos hace otras propuestas, porque el espíritu del mundo no nos quiere como pueblo: nos quiere masa, sin pensamiento, sin libertad».El espíritu del mundo, reiteró el Obispo de Roma, «quiere que vayamos por un camino de uniformidad», como advierte San Pablo: «el espíritu del mundo nos trata como si no fuéramos capaces de pensar por cuenta nuestra; nos trata como personas no libres»:
«El pensamiento uniforme, el mismo pensamiento, el pensamiento débil, un pensamiento tan extendido. El espíritu del mundo no quiere que nos preguntemos delante de Dios: "Pero ¿por qué esto, por qué aquello, ¿por qué sucede esto? '. O incluso nos propone un pensamiento prêt-à-porter, de acuerdo a nuestros propios gustos: "Yo pienso como me da la gana '. Esto para ellos está bien, dicen... Pero lo que el espíritu del mundo no quiere es lo que Jesús nos pide: ¡el libre pensamiento, el pensamiento de un hombre y de una mujer que son parte del pueblo de Dios, y la salvación es precisamente ésta! Piensen en los profetas... "Tú no eras mi pueblo, ahora te digo ‘pueblo mío': así dice el Señor. Y ésta es la salvación: hacernos pueblo, pueblo de Dios, para tener libertad».Jesús nos pide que pensemos libremente, nos pide pensar para comprender qué sucede. La verdad es que solos no podemos, hizo hincapié el Papa Bergoglio, añadiendo que tenemos necesidad de la ayuda del Señor para comprender lo signos de los tiempos y el Espíritu Santo nos da este regalo, un don: la inteligencia para comprender y no porque otros me dicen qué sucede:
«¿Cuál es el camino que quiere el Señor? Siempre con el espíritu de inteligencia para comprender los signos de los tiempos. Es hermoso pedir al Señor Jesús esta gracia, que nos envíe el espíritu de comprensión, para que no tengamos un pensamiento débil, un pensamiento uniforme, y un pensamiento según los propios gustos: sino un pensamiento como lo quiere Dios. Con este pensamiento, que es un pensamiento de mente, de corazón y de alma. Con este pensamiento, que es un don del Espíritu Santo, buscar que es lo que quieren decir las cosas y entender bien los signos de los tiempos».

martes, 12 de noviembre de 2013

Homilía en Santa Marta

“Dios ha creado al hombre para la incorruptibilidad”, pero “por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo”. El Papa comentó en su homilía la Primera Lectura, correspondiente a un pasaje del Libro de la Sabiduría que recuerda nuestra creación. La envidia del diablo, afirmó, ha hecho que comenzara esta guerra, “este camino que termina con la muerte”. Y reafirmó que esta última “ha entrado en el mundo y hacen experiencia de ella aquellos que le pertenecen”. Es una experiencia que todos hacemos:
Todos debemos pasar por la muerte, pero una cosa es pasar por esta experiencia con una pertenencia al diablo y otra cosa es pasar por esta experiencia de la mano de Dios. Y a mí me gusta sentir esto: “Estamos en las manos de Dios”, pero desde el inicio. La Biblia nos explica la creación, usando una imagen bella: Dios que, con sus manos nos hace del fango, de la tierra a su imagen y semejanza. Han sido las manos de Dios que nos han creado: ¡el Dios artesano, eh! Como un artesano nos ha hecho. Estas manos del Señor… Las manos de Dios, que no nos han abandonado.
La Biblia, prosiguió explicando el Papa, narra que el Señor dice a su pueblo: “Yo he caminado contigo, como un papá con su hijo, llevándolo de la mano”. Son precisamente las manos de Dios, añadió, “las que nos acompañan en el camino”:
Nuestro Padre, como un Padre con su hijo, nos enseña a caminar; nos enseña a ir por el camino de la vida y de la salvación. Son las manos de Dios que nos acarician en los momentos del dolor, nos consuelan. ¡Es nuestro Padre quien nos acaricia! Nos quiere tanto. Y también en estas caricias, tantas veces, está el perdón. Una cosa que a mí me hace bien pensarla. Jesús, Dios, ha llevado consigo sus llagas: las hace ver al Padre. Éste es el precio: ¡las manos de Dios son manos llagadas por amor! Y esto nos consuela tanto.
Tantas veces, prosiguió diciendo Francisco, oímos decir de personas que no saben en quien confiar: “¡Me encomiendo en las manos de Dios!”. Y observó que esto “es bello” porque “allí estamos seguros: es la máxima seguridad, porque es la seguridad de nuestro Padre que nos quiere”. “Las manos de Dios – comentó – también nos curan de nuestras enfermedades espirituales”:
Pensemos en las manos de Jesús, cuando tocaba a los enfermos y los curaba… Son las manos de Dios: ¡nos curan! ¡Yo no me imagino a Dios dándonos una bofetada! No me lo imagino. ¡Reprochándonos, sí me lo imagino, porque lo hace! Pero jamás, jamás, nos hiere. ¡Jamás! Nos acaricia. También cuando debe reprocharnos lo hace con una caricia, porque es Padre. “Las almas de los justos están en las manos de Dios”. Pensemos en las manos de Dios, que nos ha creado como un artesano, nos ha dato la salud eterna. Son manos llagadas y nos acompañan en el camino de la vida. Encomendémonos en las manos de Dios, como un niño se encomienda en la mano de su papá. ¡Esa es una mano segura!

domingo, 10 de noviembre de 2013

Angelus 20131110

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús con los saduceos que negaban la resurrección. Y es justamente sobre este tema que ellos dirigen una pregunta a Jesús, para ponerlo en dificultad y ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos. Parten de un caso imaginario: "Una mujer ha tenido siete maridos, muertos uno después del otro", y preguntan a Jesús: "¿De quién será esposa aquella mujer después de su muerte?". Jesús, siempre dócil y paciente, responde que la vida después de la muerte no tiene los mismos parámetros de aquella terrenal. La vida eterna es otra vida, en otra dimensión donde, entre otras cosas, no existirá más el matrimonio, que está ligado a nuestra existencia en este mundo. Los resucitados – dice Jesús – serán como los ángeles, y vivirán en un estado diferente, que ahora no podemos experimentar y ni siquiera imaginar. Así lo explica Jesús.
Pero luego Jesús, por así decirlo, pasa al contra ataque. Y lo hace citando la Sagrada Escritura, con una sencillez y una originalidad que nos dejan llenos de admiración ante nuestro Maestro, ¡el único Maestro! Jesús encuentra la prueba de la resurrección en el episodio de Moisés y de la zarza ardiente (cfr Ex 3,1-6), allí donde Dios se revela como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. El nombre de Dios está ligado a los nombres de los hombres y de las mujeres con los que Él se liga, y este lazo es más fuerte que la muerte. Y nosotros podemos también decir de la relación de Dios con nosotros, con cada uno de nosotros:¡Él es nuestro Dios! ¡Él es el Dios de cada uno de cada uno de nosotros! Como si Él llevase nuestro nombre. A Él le gusta decirlo y ésta es la alianza. He aquí el por qué Jesús afirma: "Porque él no es Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él" (Lc 20,38). Y éste es el lazo decisivo, la alianza fundamental con Jesús: Él mismo es la Alianza, Él mismo es la Vida y la Resurrección, porque con su amor crucificado ha vencido a la muerte. En Jesús Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y todos gracias a Él tienen la esperanza de una vida más verdadera que esta. La vida que Dios nos prepara no es un simple embellecimiento de la actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia.
Por lo tanto, aquello que acontecerá es precisamente lo contrario de cuanto se esperaban los saduceos. ¡No es esta vida la que hace referencia a la eternidad, a la otra vida, aquella que nos espera, sino es la eternidad que ilumina y da esperanza a la vida terrenal de cada uno de nosotros! Si miramos sólo con el ojo humano, estamos llevados a decir que el camino del hombre va de la vida hacia la muerte. ¡Eso se ve! Pero eso es solamente si lo observamos con el ojo humano. Jesús vuelca esta perspectiva y afirma que nuestra peregrinación va de la muerte a la vida: ¡la vida plena! Nosotros estamos en camino, en peregrinación hacia la vida plena y aquella vida plena ¡es la que nos ilumina en nuestro camino! Por lo tanto la muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivos, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre, nuestro nombre. Como Él dijo: "Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob", también el Dios con mi nombre. Con tu nombre, con tu nombre, con tu nombre, con nuestro nombre ¡Dios de lo vivos! Está la derrota definitiva del pecado y de la muerte, el inicio de un tiempo nuevo de alegría y de luz sin fin. Pero ya sobre esta tierra, en la oración, en los Sacramentos, en la fraternidad, encontramos a Jesús y a su amor, y así podemos saborear algo de la vida resucitada. La experiencia que hacemos de su amor y de su fidelidad enciende como un fuego en nuestro corazón y aumenta nuestra fe en la resurrección. De hecho, si Dios es fiel y ama, no puede serlo por tiempo limitado: ¡la fidelidad es eterna, no puede cambiar, el amor de Dios es eterno, no puede cambiar! No es por tiempo limitado: ¡es para siempre! ¡Es para ir adelante! Él es fiel para siempre, y espera a cada uno de nosotros, nos acompaña a cada uno de nosotros con esta fidelidad eterna.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Audiencia 20131106

Queridos hermanos y hermanas, ì buenos días!
El miércoles pasado hablé de la comunión de los santos, entendida como la comunión entre las personas santas, es decir, entre nosotros creyentes. Hoy me gustaría profundizar en el otro aspecto de esta realidad: recuerdan que hay dos aspectos: uno, la comunión entre nosotros, la unidad entre nosotros, hacemos comunidad; y el otro aspecto es la comunión a los bienes espirituales a las cosas santas. Estos dos aspectos están estrechamente vinculados entre sí, de hecho, la comunión entre los cristianos crece a través de la participación en los bienes espirituales. En particular, consideramos: los sacramentos, los carismas y la caridad. (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 949-953). Nosotros crecemos en unidad, en comunión con los Sacramentos, con los carismas que cada uno tiene porque los ha dado el Espíritu Santo, y con la caridad.

El primer lugar la comunión en los Sacramentos. Los sacramentos expresan y realizan una eficaz y profunda comunión entre nosotros, porque en ellos encontramos a Cristo Salvador, y por él, a nuestros hermanos en la fe. Los Sacramentos no son apariencias, no son ritos; los Sacramentos son la fuerza de Cristo, está Jesucristo, en los Sacramentos. Cuando celebramos la Misa, en la Eucaristía está Jesús vivo, Él, vivo, que nos reúne, nos hace comunidad, nos hace adorar al Padre. Cada uno de nosotros, de hecho, mediante el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, se incorpora a Cristo y se une a toda la comunidad de los creyentes. Por lo tanto, si bien, por un lado, es la Iglesia que "hace” los sacramentos, por otro, son los sacramentos que "hacen" la Iglesia, la edifican, generando nuevos hijos, agregándolos al pueblo santo de Dios, consolidando su membresía.

Cada encuentro con Cristo, que nos da la salvación en los Sacramentos, nos invita a "ir" y a comunicar a los otros la salvación que podemos ver, tocar, conocer, recibir, y que es creíble de verdad, ya que es amor. De esta manera, los Sacramentos nos llevan a ser misioneros. Y el compromiso apostólico de llevar el Evangelio a todas partes, incluso en las más hostiles, constituye el fruto más auténtico de una asidua vida sacramental, porque es participación a la iniciativa salvífica de Dios, que quiere dar la salvación a todos. La gracia de los Sacramentos nos alimenta una fe fuerte y alegre, una fe que sabe asombrarse de las "maravillas" de Dios y sabe resistir a los ídolos del mundo. Y por esto es importante tomar la comunión; es importante que los niños sean bautizados pronto; es importante que sean confirmados. ¿Por qué? Porque ésta es la presencia de Jesucristo en nosotros, que nos ayuda. Es importante, cuando nos sentimos pecadores, ir al Sacramento de la reconciliación. "No, Padre, ¡tengo miedo, porque el sacerdote me bastoneará!" No, no te bastoneará, el sacerdote. ¿Tú sabes que encontrarás en el Sacramento de la reconciliación? A Jesús, Jesús que te perdona. Es Jesús que te está esperando allí, y esto es un Sacramento. Y esto hace que crezca toda la Iglesia.

Un segundo aspecto de la comunión en las cosas santas es la comunión de los carismas. El Espíritu Santo dispensa a los fieles una multitud de dones y gracias espirituales; esta riqueza, digamos "de fantasía" de los dones del Espíritu Santo tiene como objetivo la edificación de la Iglesia. "Carismas" es una palabra un poco difícil. Los "carismas" son los regalos que nos hace el Espíritu Santo: uno tiene el regalo de ser así, o esta habilidad o esa posibilidad... son los regalos que da, pero no nos los da para que se oculten: nos da estos regalos para participarlos a los demás. No son en beneficio de los que los reciben, sino para la utilidad del pueblo de Dios. Si un carisma, en cambio, un regalo de estos, sirve para afirmarse a sí mismos, hay que dudar que se trate de un auténtico carisma o que se viva fielmente. Los carismas son gracias especiales, dadas a algunos para hacer el bien a otros. Son actitudes, de la inspiración y de los impulsos interiores, que surgen de la conciencia y de la experiencia de determinadas personas, que están llamadas a ponerlos al servicio de la comunidad. En particular, estos dones espirituales benefician a la santidad de la Iglesia y su misión. Todos estamos llamados a respetarlos en nosotros y en los demás, para acogerlos como estímulos útiles para una presencia y una obra fructífera de la Iglesia. San Pablo advirtió: "No apaguen el Espíritu" (1 Tesalonicenses 5:19). No apaguen el Espíritu, el Espíritu que nos da estos dones, estas habilidades, estas virtudes, estas hermosas cosas que hacen crecer la Iglesia.
¿Cuál es nuestra actitud frente a estos dones del Espíritu Santo? ¿Somos conscientes de que el Espíritu de Dios es libre de darlos a quien quiere? ¿Los consideramos como una ayuda espiritual, a través de la cual el Señor sostiene nuestra fe y la fortalece y también refuerza nuestra misión en el mundo?

Y ahora vayamos al tercer aspecto de la comunión en las cosas santas, es decir, la comunión de la caridad. La unidad entre nosotros que hace la caridad es el amor. De los primeros cristianos, los paganos que los veían decían: "¡Pero éstos, cuánto se aman! ¡Cuánto se quieren! ¡No se odian, no hablan entre sí! ¡Pero esto es bueno!”. La caridad: esto es el amor de Dios que el Espíritu Santo nos da en el corazón. Los carismas son importantes en la vida de la comunidad cristiana, pero son siempre medios para crecer en la caridad, en el amor, que San Pablo coloca por encima de los carismas (cf. 1 Cor 13:1-13). Sin amor, de hecho, incluso los dones más extraordinarios son en vano, Pero, este hombre cura a la gente: eh, tiene esta cualidad, esta virtud, sana a la gente. ¿Pero tiene amor en su corazón? ¿Tiene caridad? Si la tiene, adelante; pero si no la tiene, no sirve a la Iglesia. Sin amor, todos los dones no sirven a la Iglesia, porque donde hay amor hay un vacío, un vacío que es llenado por el egoísmo. Y les pregunto, ¿si todos somos egoístas, sólo egoístas, podemos vivir en comunidad, en paz? ¿Se puede vivir en paz si todo el mundo es egoísta? ¿Se puede o no se puede? [La gente responde: ¡nooo!] ¡No se puede! Por eso, es necesario el amor que nos une: la caridad. El más pequeño de nuestros actos de amor tiene efectos buenos para todo el mundo! Por lo tanto, vivir la unidad de la Iglesia, la comunión de la caridad significa no buscar el propio interés, sino compartir los sufrimientos y las alegrías de los hermanos (cf. 1 Cor 12:26), dispuestos a llevar las cargas de los más débiles y los pobres. Esta solidaridad fraterna no es una figura retórica, una forma de decir, sino que es una parte integrante de la comunión entre los cristianos. Si la vivimos, nosotros somos en el mundo signo, nosotros somos "sacramento" del amor de Dios. ¡Lo somos unos para otros y lo somos para todos! No se trata de aquella caridad mezquina que podemos ofrecernos recíprocamente, es algo más profundo: es una comunión que nos permite entrar en el gozo y el dolor de los demás para hacerlos nuestros, sinceramente.
Y a menudo somos demasiado áridos, indiferentes, distantes y en lugar de transmitir fraternidad, trasmitimos mal humor, trasmitimos frialdad, trasmitimos egoísmo. Y con el mal humor, con la frialdad, con el egoísmo ¿se puede hacer crecer a las iglesias? ¿Se puede hacer crecer a toda la Iglesia? No, con el mal humor, con la frialdad, con el egoísmo la iglesia no crece: crece sólo con el amor, con el amor que viene del Espíritu Santo. ¡El Señor nos invita a abrirnos a la comunión con Él, en los Sacramentos, en los carismas y en la caridad, para vivir de una manera digna nuestra vocación cristiana!
Y ahora, me permito pedirles un acto de caridad. Tengan la seguridad de que no se hará una colecta, ¿eh? Un acto de caridad. Antes de llegar a la plaza, me detuve con una niña de un año y medio, con una enfermedad muy grave: su padre, su madre rezan y piden al Señor por la salud de esta hermosa niña. Su nombre es Noemi. Sonreía, pobrecita. Hagamos un acto de amor. Nosotros no la conocemos, pero es una niña bautizada, es una de nosotros, es un cristiana. Hagamos un acto de amor por ella, y en silencio antes pidamos al Señor que la ayude en este momento y le dé salud. En silencio, por un momento, y luego rezaremos el Ave María.
Y ahora, todos juntos, recemos a la Virgen por la salud de Noemi: Dios te salve María...
Gracias por este acto de caridad.

lunes, 28 de octubre de 2013

Hoy en Santa Marta

Jesús sigue orando e intercediendo por nosotros, mostrando al Padre el precio de nuestra salvación: sus llagas. Lo dijo el Papa Francisco en la misa de la mañana en la Casa de Santa Marta, en el día en que la Iglesia celebra los Santos Simón y Judas, Apóstoles.

Al centro de la homilía de hoy estuvo el pasaje del Evangelio en el que Jesús pasa toda la noche orando al Padre antes de elegir a los Doce Apóstoles: “Jesús compone su equipo” - subrayó el Obispo de Roma - y luego se encuentra rodeado por una gran multitud de gente “llegada para escucharlo y ser curada” porque “de Él brotaba una fuerza que sanaba a todos”. Son las “tres relaciones de Jesús” - observó Francisco - “Jesús con el Padre, Jesús con sus apóstoles y Jesús con la gente”. Jesús oraba al Padre por los Apóstoles y por la gente. Y aún hoy reza:
“Es el intercesor, el que reza, y reza a Dios con nosotros y ante nosotros. Jesús nos ha salvado, hizo esta gran oración, su sacrificio, su vida, para salvarnos, para justificarnos: estamos justificados gracias a Él. Ahora se ha ido, y reza ¿Pero Jesús es un espíritu? ¡Jesús no es un espíritu! Jesús es una persona, un hombre, con carne como la nuestra, pero en la gloria. Jesús tiene las llagas en las manos, en los pies, en el costado y cuando ora al Padre muestra este precio de la justificación, y reza por nosotros, como diciendo: ‘Pero, Padre, que esto no se pierda'”.

Jesús “tiene la primicia de nuestras oraciones”, porque “es el primero en orar” y como “nuestro hermano” y “un hombre como nosotros”, intercede por nosotros:
“Al principio, Él realizó la redención, justificó a todos, pero ahora, ¿qué hace? Intercede, reza por nosotros. Pienso en qué habrá sentido Pedro cuando lo renegó, y luego Jesús lo miró y él lloraba. Podía arrepentirse. Muchas veces, entre nosotros, nos decimos: 'Reza por mí, ¿eh?, lo necesito, tengo tantos problemas, tantas cosas: Reza por mí’. Y eso es bueno, ¿eh?, porque nosotros hermanos debemos rezar los unos por los otros”.

Por ello el Santo Padre nos exhortó a pedir: “Reza por mí, Señor, Tú eres el intercesor”:
“Él reza por mí; reza por todos nosotros y reza con coraje porque hace ver al Padre el precio de nuestra justicia: Sus llagas. Pensemos tanto en esto y demos gracias al Señor. Agradezcamos por tener un hermano que reza con nosotros y reza por nosotros, intercede por nosotros. Y hablemos con Jesús, digámosle: ‘Señor, Tú eres el intercesor, Tú me has salvado, me has justificado. Pero ahora, reza por mí’. Y confiemos nuestros problemas, nuestra vida, tantas cosas a Él , para que Él las lleve al Padre”.

viernes, 18 de octubre de 2013

Estracto de la Homilía de hoy en Santa Marta

Moisés, Juan el Bautista, San Pablo. El Papa Francisco centró su homilía de la misa de esta mañana en la Casa de Santa Marta, en estos tres personajes, destacando que ninguno de ellos se salvó de la angustia, pero el Señor no los abandonó. Pensando en los muchos sacerdotes y monjas que viven en hogares de ancianos, el Papa ha invitado a los fieles a visitarlos porque, aseguró, son verdaderos “santuarios de santidad y de apostolicidad”.
El comienzo de la vida apostólica y el ocaso del apóstol Pablo. Francisco se inspiró en las lecturas del día para detenerse en estos dos extremos de la existencia del cristiano. Al inicio de la vida apostólica, observó, comentando el Evangelio de hoy, los discípulos eran “jóvenes” y “fuertes” y también los “demonios iban por delante” para “la predicación”. La primera lectura, agregó, nos muestra a San Pablo al final de su vida. “Es el ocaso del Apóstol”:
“El apóstol tiene un comienzo alegre, entusiasta, entusiasta con Dios dentro, ¿no? Pero tampoco le fue ahorrado el ocaso. Y me hace bien pensar en el ocaso del Apóstol... Se me ocurren tres iconos: Moisés, Juan el Bautista y Pablo. Moisés es aquel que es el jefe del pueblo de Dios, valiente, luchando contra los enemigos y también luchando con Dios para salvar al pueblo: ¡fuerte! Y al final está sólo sobre el Monte Nebo, mirando a la tierra prometida, pero sin poder entrar allí. No podía entrar en la promesa. Juan el Bautista: en los últimos tiempos no le fueron ahorradas angustias”.
Juan el Bautista, continuó el Pontífice, debe enfrentar también una “angustia dudosa que lo atormentaba” y “terminó bajo el poder de un gobernante débil, borracho y corrupto, bajo el poder de la envidia de la adúltera y del capricho de una bailarina”. Y también el apóstol Pablo, en la primera lectura, habla de aquellos que lo han abandonado, de quienes le han causado daño ensañándose contra su predicación. Cuenta que nadie le ayudó en el tribunal. Todos lo han abandonado. Pero, dice San Pablo, “El Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el mensaje fuera proclamado”:
“Esto es lo grande del Apóstol, quien, con su vida hace lo que dijo Juan el Bautista: ‘Es necesario que él crezca, y yo disminuya’. El apóstol es el que da la vida para que el Señor crezca. Y al final este se apaga así... También Pedro con la promesa: ‘Cuando serás viejo te llevarán a donde tú no querrás ir’. Y cuando pienso al ocaso del Apóstol, me viene al corazón el recuerdo de esos santuarios de la apostolicidad y santidad que son las casas de reposo de los sacerdotes y monjas: buenos sacerdotes, buenas monjas, envejecidos, con el peso de la soledad, esperando que venga el Señor a llamar a la puerta de su corazón. Estos son verdaderos santuarios de la apostolicidad y santidad que tenemos en la Iglesia. No los olvidemos, ¡eh!”
Si observamos “más profundamente”, dijo el Papa, estos lugares “son bellísimos”. A menudo escucho decir que “se peregrina al Santuario de Nuestra Señora”, “de San Francisco”, “de San Benito”, “tantas peregrinaciones”:
“Me pregunto si nosotros cristianos tenemos el deseo de hacer una visita - ¡que será una verdadera peregrinación! - ¿a estos santuarios de santidad y de apostolicidad, que son las casas de reposo de los sacerdotes y monjas? Uno de ustedes me dijo hace unos días, que cuando iba a un país de misión, iba al cementerio y veía todas las tumbas de los antiguos misioneros, sacerdotes y monjas, sepultados allí desde hace 50, 100, 200 años, desconocidos. Y me decía, ' pero, todo estos puede ser canonizados, porque al final cuenta sólo la santidad cotidiana, esta santidad de todos los días’. En los hogares de ancianos, estas hermanas y estos sacerdotes esperan al Señor un poco como Pablo: un poco tristes, de verdad, pero también con una cierta paz, con el rostro alegre”.
“Hará bien a todos nosotros - concluyó el Obispo de Roma - pensar en esta etapa de la vida que es el ocaso del apóstol y orar al Señor: 'Cuida a los que están en el momento del despojo final, sólo para decir una vez más ‘Sí, Señor, quiero seguirte’”

miércoles, 16 de octubre de 2013

Audiencia 20131016

 Breve rsumen de la Audiencia de hoy

Queridos hermanos y hermanas:
En el Credo decimos que la Iglesia es «apostólica», expresando así el profundo vínculo que tiene con los Doce Apóstoles, a los que Jesús llamó para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar. «Apóstol» es una palabra griega que significa «mandado», «enviado». Y aplicada a la Iglesia, puede tener tres significados. En primer lugar, la Iglesia es apostólica porque está edificada sobre el cimiento de los Apóstoles, sobre su testimonio y sobre la autoridad que Cristo mismo les ha dado. En segundo lugar, la Iglesia es apostólica porque «guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles», es decir, conserva el precioso tesoro de la Sagrada Escritura, la Tradición Apostólica, los Sacramentos que nos permiten ser fieles a Cristo y participar de su misma vida. Y, en tercer lugar, la Iglesia es apostólica porque en ella pervive el mandato misionero que el Señor confió a sus Apóstoles. La Iglesia continúa en la historia la tarea de llevar el Evangelio a todo el mundo. Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a ser testigos auténticos de Cristo Resucitado y a anunciar el Evangelio a todas las gentes, en comunión con los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Muchas gracias.


lunes, 14 de octubre de 2013

20131013 Homilía

En el Salmo hemos recitado: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal 97,1).
Hoy nos encontramos ante una de esas maravillas del Señor: ¡María! Una criatura humilde y débil como nosotros, elegida para ser Madre de Dios, Madre de su Creador.
Precisamente mirando a María a la luz de las lecturas que hemos escuchado, me gustaría reflexionar con ustedes sobre tres puntos: primero, Dios nos sorprende, segundo, Dios nos pide fidelidad, tercero, Dios es nuestra fuerza.
1. El primero: Dios nos sorprende. La historia de Naamán, jefe del ejército del rey de Aram, es llamativa: para curarse de la lepra se presenta ante el profeta de Dios, Eliseo, que no realiza ritos mágicos, ni le pide cosas extraordinarias, sino únicamente fiarse de Dios y lavarse en el agua del río; y no en uno de los grandes ríos de Damasco, sino en el pequeño Jordán. Es un requerimiento que deja a Naamán perplejo, también sorprendido: ¿qué Dios es este que pide una cosa tan simple? Decide marcharse, pero después da el paso, se baña en el Jordán e inmediatamente queda curado. Dios nos sorprende; precisamente en la pobreza, en la debilidad, en la humildad es donde se manifiesta y nos da su amor que nos salva, nos cura y nos fortalece. Sólo pide que sigamos su palabra y nos fiemos de Él.
Ésta es también la experiencia de la Virgen María: ante el anuncio del Ángel, no oculta su asombro. Es el asombro de ver que Dios, para hacerse hombre, la ha elegido precisamente a Ella, una sencilla muchacha de Nazaret, que no vive en los palacios del poder y de la riqueza, que no ha hecho cosas extraordinarias, pero que está abierta a Dios, se fía de Él, aunque no lo comprenda del todo: “He aquí la esclava el Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Es su respuesta. Dios nos sorprende siempre, rompe nuestros esquemas, pone en crisis nuestros proyectos, y nos dice: Fíate de mí, no tengas miedo, déjate sorprender, sal de ti mismo y sígueme.
Preguntémonos hoy todos nosotros si tenemos miedo de lo que el Señor pudiera pedirnos o de lo que nos está pidiendo. ¿Me dejo sorprender por Dios, como hizo María, o me cierro en mis seguridades, seguridades materiales, seguridades intelectuales, seguridades ideológicas, seguirdades de mis proyectos? ¿Dejo entrar a Dios verdaderamente en mi vida? ¿Cómo le respondo?
2. En la lectura de San Pablo que hemos escuchado, el Apóstol se dirige a su discípulo Timoteo diciéndole: Acuérdate de Jesucristo, si perseveramos con Él, reinaremos con Él. Éste es el segundo punto: acordarse siempre de Cristo, la memoria de Jesucristo, y esto es perseverar en la fe: Dios nos sorprende con su amor, pero nos pide que le sigamos fielmente. Pensemos cuántas veces nos hemos entusiasmado con una cosa, con un proyecto, con una tarea, pero después, ante las primeras dificultades, hemos tirado la toalla. Y esto, desgraciadamente, sucede también con nuestras opciones fundamentales, como el matrimonio. La dificultad de ser constantes, de ser fieles a las decisiones tomadas, a los compromisos asumidos. A menudo es fácil decir “sí”, pero después no se consigue repetir este “sí” cada día. No se consigue a ser fieles.
María ha dicho su “sí” a Dios, un “sí” que ha cambiado su humilde existencia de Nazaret, pero no ha sido el único, más bien ha sido el primero de otros muchos “sí” pronunciados en su corazón tanto en los momentos gozosos como en los dolorosos; todos estos “sí” culminaron en el pronunciado bajo la Cruz. Hoy, aquí hay muchas madres; piensen hasta qué punto ha llegado la fidelidad de María a Dios: hasta ver a su Hijo único en la Cruz. La mujer fiel, de pie, destruida dentro, pero fiel y fuerte.
Y yo me pregunto: ¿Soy un cristiano a ratos o soy siempre cristiano? La cultura de lo provisional, de lo relativo entra también en la vida de fe. Dios nos pide que le seamos fieles cada día, en las cosas ordinarias, y añade que, a pesar de que a veces no somos fieles, Él siempre es fiel y con su misericordia no se cansa de tendernos la mano para levantarnos, para animarnos a retomar el camino, a volver a Él y confesarle nuestra debilidad para que Él nos dé su fuerza. Es éste el camino definitivo, siempre con el Señor, también en nuestras debilidades, también en nuestros pecados. Jamás caminar sobre el camino de lo provisional. Esto sí mata. La fe es fidelidad definitiva, como aquella de María.
3. El último punto: Dios es nuestra fuerza. Pienso en los diez leprosos del Evangelio curados por Jesús: salen a su encuentro, se detienen a lo lejos y le dicen a gritos: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros” (Lc 17,13). Están enfermos, necesitados de amor y de fuerza, y buscan a alguien que los cure. Y Jesús responde liberándolos a todos de su enfermedad. Llama la atención, sin embargo, que solamente uno regrese alabando a Dios a grandes gritos y dando gracias. Jesús mismo lo indica: diez han dado gritos para alcanzar la curación y uno solo ha vuelto a dar gracias a Dios a gritos y reconocer que en Él está nuestra fuerza. Saber agradecer, dar gloria a Dios por lo que hace por nosotros.
Miremos a María: después de la Anunciación, lo primero que hace es un gesto de caridad hacia su anciana pariente Isabel; y las primeras palabras que pronuncia son: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”, o sea, un cántico de alabanza y de acción de gracias a Dios no sólo por lo que ha hecho en Ella, sino por lo que ha hecho en toda la historia de salvación. Todo es don suyo. Si nosotros podemos entender que todo es don de Dios, ¡cuánta felicidad hay en nuestro corazón! Todo es don suyo ¡Él es nuestra fuerza! ¡Decir gracias es tan fácil, y sin embargo tan difícil! ¿Cuántas veces nos decimos gracias en la familia? Es una de las palabras claves de la convivencia. "Permiso", "disculpa", "gracias": si en una familia se dicen estas tres palabras, la familia va adelante. "Permiso", "perdóname", "gracias". ¿Cuántas veces decimos "gracias" en familia? ¿Cuántas veces damos las gracias a quien nos ayuda, se acerca a nosotros, nos acompaña en la vida? ¡Muchas veces damos todo por descontado! Y así hacemos también con Dios. Es fácil dirigirse al Señor para pedirle algo, pero ir a agradecerle: "Uy, no me dan ganas".
Continuemos la Eucaristía invocando la intercesión de María para que nos ayude a dejarnos sorprender por Dios sin oponer resistencia, a ser hijos fieles cada día, a alabarlo y darle gracias porque Él es nuestra fuerza. Amén.

martes, 1 de octubre de 2013

Dilogo sobre la Iglesia

El diario La República publica una entrevista del Papa Francisco concedida el pasado día 24 al fundador de dicho diario. Aqui teneis la noticia y algunas ideas http://www.news.va/es/news/fe-y-esperanza-papel-de-la-iglesia-y-cultura-del-e

martes, 24 de septiembre de 2013

Universidad de Cagliari

Intervención del Papa Francisco ante el mundo de la cultura en Cagliari http://www.news.va/es/news/la-concepcion-pesimista-de-la-libertad-humana-llev

viernes, 6 de septiembre de 2013

Jornada por la paz

«El próximo sábado viviremos juntos una jornada especial de ayuno y de oración por la paz en Siria, en Oriente Medio y en el mundo entero. También por la paz en nuestros corazones. Porque la paz empieza en el corazón. Renuevo mi invitación a toda la Iglesia a vivir intensamente este día, y, desde ahora, expreso mi gratitud a todos los hermanos cristianos, a todos los hermanos de otras religiones y a los hombres y mujeres de buena voluntad que se quieran unir, en los propios lugares y modos, a este momento. Exhorto en particular a los fieles romanos y a los peregrinos a participar en la vigilia de oración, aquí, en la Plaza de San Pedro, a las 7 de la tarde, para invocar del Señor el gran don de la paz. ¡Que se eleve fuerte en toda la tierra el grito de la paz!»

domingo, 25 de agosto de 2013

Angelus 20130825

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos invita a reflexionar sobre el tema de la salvación. Jesús está saliendo de Galilea hacia la ciudad de Jerusalén y a lo largo del camino un tal – relata el evangelista Lucas – se le acerca y le pregunta: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” (13, 23). Jesús no responde directamente a la pregunta: no es importante saber cuántos se salvan, sino que más bien es importante saber cuál es el camino de la salvación.
Y he aquí entonces que a la pregunta Jesús responde diciendo: “Luchen por entrar por la puerta estrecha, porque, les digo, muchos pretenderán entrar y no podrán”. (v. 24). ¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es la puerta por la que debemos entrar? ¿Y por qué Jesús habla de una puerta estrecha?
La imagen de la puerta vuelve varias veces en el Evangelio y se remonta a la de la casa, a la del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor y calor. Jesús nos dice que hay una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él.
Y esa puerta es el mismo Jesús (Cfr. Jn 10, 9). Él es la puerta. Él es el pasaje para la salvación. Él nos conduce al Padre. Y la puerta que es Jesús jamás está cerrada, esta puerta jamás está cerrada. Está abierta siempre y a todos sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios.
Porque saben, Jesús no excluye a nadie. Alguno de ustedes quizá podrá decirme, pero Padre, yo estoy excluido, porque soy un gran pecador. He hecho cosas feas. He hecho tantas en la vida. No, no estás excluido. Precisamente por esto eres el preferido. Porque Jesús prefiere al pecador. Siempre, para perdonarlo, para amarlo. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo. Él te espera. Anímate, ten coraje para entrar por su puerta.
Todos somos invitamos a pasar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerlo entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le de alegría plena y duradera.
En la actualidad pasamos ante tantas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que después, nos damos cuenta de que duran un instante. Que se agota en sí misma y que no tiene futuro. Pero yo les pregunto: ¿Por cuál puerta queremos entrar? Y ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida?
Quisiera decir con fuerza: no tengamos miedo de atravesar la puerta de la fe en Jesús, de dejarlo entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás.
Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga jamás. No es un fuego artificial, un flash, no, es una luz tranquila, que dura siempre. Y que nos da paz. Así es la luz que encontramos si entramos por la puerta de Jesús.
Ciertamente la de Jesús es una puerta estrecha, no porque es una sala de tortura, no por eso. Sino porque nos pide abrir nuestro corazón a Él, reconocernos pecadores, necesitados de su salvación, de su perdón, de su amor, de tener la humildad de acoger su misericordia y hacernos renovar por Él.
Jesús en el Evangelio nos dice que el ser cristianos no es tener una “etiqueta”. Y yo les pregunto a ustedes: ¿Ustedes son cristianos de etiqueta o de verdad? Eh esa se responde dentro. No cristianos, jamás cristianos de etiqueta, cristianos de verdad, de corazón. Ser cristianos es vivir y testimoniar la fe en la oración, en las obras de caridad, en promover la justicia, en realizar el bien.
Por la puerta estrecha que es Cristo debe pasar toda nuestra vida.
A la Virgen María, Puerta del Cielo, le pedimos que nos ayude a pasar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como ha transformado la suya para llevar a todos la alegría del Evangelio.

domingo, 18 de agosto de 2013

Angelus 20130818

Queridos hermanos y hermanas, buenos días,
en la Liturgia de hoy escuchamos estas palabras de la Carta a los Hebreos: « Corramos con perseverancia al combate que se nos presenta. Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús» (Heb 12,1-2). Es una expresión que debemos subrayar de forma particular en este Año de la fe. También nosotros, durante todo este año, tenemos la mirada fija enJesús, porque la fe, que es nuestro “si” a la relación filial con Dios, viene de Él; viene de Jesús: es Él el único mediador de esta relación entre nosotros y nuestro Padre que está en el cielo. Jesús es el Hijo, y nosotros somos hijos en Él.
Pero la Palabra de Dios de este domingo contiene también una palabra de Jesús que nos pone en crisis, y que debe ser explicada para no generar mal entendidos. Jesús dice a los discípulos: « ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división» (Lc 12,51). ¿Qué cosa significa esto? Significa que la fe no es una cosa decorativa, ornamental; vivir la fe no es decorar la vida con un poco de religión. Como si fuera una torta que se la decora con la crema ¡No! La fe no es eso. La fe comporta elegir a Dios como criterio-base de la vida, y Dios no es vacío, no es neutro, Dios es siempre positivo, Dios es ¡amor! Y el amor es positivo. Después que Jesús vino al mundo, no se puede hacer como si no conociésemos a Dios. Como si fuera una cosa abstracta, vacía, puramente nominal. No Dios tiene un rostro concreto, tiene un nombre: Dios es misericordia, Dios es fidelidad, es vida que se dona a todos nosotros. Por esto Jesús dice: he venido a traer división; no es que Jesús quiera dividir entre ellos a los hombres, al contrario: Jesús es nuestra paz, ¡es reconciliación! Pero esta paz no es la paz de los sepulcros, no es neutralidad. Jesús no trae neutralidad. Esta paz no es un acuerdo a cualquier precio. Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al egoísmo y escoger el bien, la verdad, la justicia, también cuando ello requiere sacrificio y renuncia a los propios intereses. Y esto sí divide, lo sabemos, divide también los lazos más estrechos. Pero atención: ¡No es Jesús el que divide! Él pone el criterio: vivir para sí mismo, o vivir para Dios y para los demás; hacerse servir, o servir; obedecer al propio yo u obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús es “signo de contradicción” (Lc 2,34).
Por lo tanto, esta palabra del Evangelio no autoriza de hecho el uso de la fuerza para difundir la fe. Es precisamente al contrario: la verdadera fuerza del cristiano es la fuerza de la verdad y del amor, que comporta renunciar a toda violencia. Fe y violencia son incompatibles. ¡Fe y violencia son incompatibles!
En cambio fe y fortaleza van juntas. El cristiano no es violento pero es fuerte y ¿con que fortaleza? con aquella de la mansedumbre; la fuerza de la mansedumbre, la fuerza del amor.
Queridos amigos, también entre los parientes de Jesús hubo algunos que a un cierto punto no compartieron su modo de vivir y de predicar, nos lo dice el Evangelio (cfr Mc 3,20-21). Pero su Madre lo siguió siempre fielmente, teniendo fija la mirada de su corazón en Jesús, el Hijo del Altísimo, y en su misterio. Y al final, gracias también a la fe de María, los familiares de Jesús entraron a formar parte de la primera comunidad cristiana (cfr Hch 1,14). Pidamos a María que también nos ayude a nosotros a tener la mirada bien fija en Jesús y a seguirlo siempre, también cuando cuesta.

jueves, 15 de agosto de 2013

Asunción 20130815

Queridos hermanos y hermanas
El Concilio Vaticano II, al final de la Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación sobre María Santísima. Recuerdo solamente las palabras que se refieren al misterio que hoy celebramos. La primera es ésta: «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo» (n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (n. 68). A la luz de esta imagen bellísima de nuestra Madre, podemos considerar el mensaje que contienen las lecturas bíblicas que hemos apenas escuchado. Podemos concentrarnos en tres palabras clave: lucha, resurrección, esperanza.
El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha entre la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que representa a la Iglesia, aparece por una parte gloriosa, triunfante, y por otra con dolores. Así es en efecto la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener - nosotros, todos nosotros discípulos de Jesús debemos afrontar esta lucha - María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros, siempre, camina con nosotros siempre. También María participa, en cierto sentido, de esta doble condición. Ella, naturalmente, ha entrado definitivamente en la gloria del Cielo. Pero esto no significa que esté lejos, que se separe de nosotros; María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en especial el Rosario, pero escuchen bien, el Rosario, ¿eh? – ¿Ustedes rezan el Rosario todos los días? (....sí la gente responde) – (Bueno no sé dice el Papa sonriendo, ¿seguro?).... tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices.
La segunda lectura nos habla de la resurrección. El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, insiste en que ser cristianos significa creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es una idea sino un acontecimiento. También el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido «atraída» por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre.
María ha conocido también el martirio de la cruz: el martirio de su corazón, el martirio del alma. Ella ha sufrido tanto en su corazón, mientras Jesús sufría en la cruz. Ha vivido la pasión del Hijo hasta el fondo del alma. Ha estado completamente unida a él en la muerte, y por eso ha recibido el don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y María es la primicia de los redimidos, la primera de «aquellos que son de Cristo». Es nuestra Madre, pero también podemos decir que es nuestra representante, es nuestra hermana, nuestra primera hermana, es la primera de los redimidos que ha llegado al cielo.
El evangelio nos sugiere la tercera palabra: esperanza. Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la resurrección de Cristo, en la victoria del amor. Hemos escuchado el canto de María, el Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, abuelos y abuelas, que han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y humildes. María dice: «Proclama mi alma la grandeza del Señor», así canta hoy la Iglesia y lo hace en todas partes del mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión, donde está la cruz para nosotros cristianos está la esperanza, siempre. Si no está la esperanza nosotros no somos cristianos, por esto a mí me gusta decir ¡no se dejen robar la esperanza! ¡Que no nos roben la esperanza porque esta fuerza es una gracia, un don de Dios que nos lleva adelante mirando el cielo! Y María está siempre allí, cercana a esas comunidades que sufren, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, nosotros; que une el cielo y la tierra, nuestra historia y la eternidad.

domingo, 11 de agosto de 2013

Angelus 20130811

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Lc 12,32-48) nos habla del deseo del encuentro definitivo con Cristo, un deseo que nos hace estar siempre preparados, con el espíritu despierto, porque esperamos este encuentro con todo el corazón, con todo nuestro ser. Este es un aspecto fundamental de la vida. Hay un deseo que todos nosotros, sea explícito, sea escondido, tenemos en el corazón, todos nosotros tenemos este deseo en el corazón.
También es importante ver esta enseñanza de Jesús en el contexto concreto, existencial en el que Él lo ha transmitido. En este caso, el evangelista Lucas nos muestra a Jesús que está caminando con sus discípulos hacia Jerusalén, hacia su Pascua de muerte y resurrección, y en este camino los educa confiándoles a ellos aquello que Él mismo lleva en el corazón, las actitudes profundas de su ánimo. Entre estas actitudes se encuentran el desapego a los bienes terrenos, la confianza en la providencia del Padre y, precisamente, la vigilancia interior, la espera operosa del Reino de Dios. Para Jesús es la espera del retorno a la casa del Padre. Para nosotros es la espera de Cristo mismo, que vendrá a buscarnos para llevarnos a la fiesta sin fin, como ya ha hecho con su Madre María Santísima, que la ha llevado al cielo, con Él.
Este Evangelio quiere decirnos que el cristiano es uno que lleva dentro de sí un deseo grande, profundo: aquel de encontrarse con su Señor junto a sus hermanos, a los compañeros de camino. Y todo esto que Jesús nos dice se resume en un famoso dicho de Jesús: «Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Lc 12,34).
El corazón que desea. Todos nosotros tenemos un deseo. Pero, pobre gente aquella que no tiene deseo, el deseo de ir adelante, hacia el horizonte. Para nosotros cristianos este horizonte es el encuentro con Jesús, el encuentro propiamente con él, que es nuestra vida, nuestra alegría, Aquel que nos hace felices. Yo les haría dos preguntas, la primera: ¿Todos ustedes tienen un corazón deseoso? Piensen y respondan en silencio en el corazón: ¿Tú tienes un corazón que desea o tienes un corazón cerrado, un corazón dormido, un corazón anestesiado por las cosas de la vida? El deseo, ir adelante al encuentro con Jesús.
La segunda pregunta:¿Dónde está tu tesoro, aquello que tú deseas, porque Jesús nos ha dicho: “donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”? yo pregunto: ¿Dónde está tu tesoro? ¿Cuál es para ti la realidad más importante, más preciosa, la realidad que atrae mi corazón como un imán?, ¿Qué atrae tu corazón? ¿Puedo decir que es el amor de Dios?, ¿Que es el deseo de hacer el bien a los otros, de vivir para el Señor y para nuestros hermanos?, ¿Puedo decir esto? Cada uno responde en su corazón.
Alguno me responderá: Padre, pero yo soy uno que trabaja, que tiene familia, para mí la realidad más importante es sacar adelante a mi familia, el trabajo… Cierto, es verdad, es importante. Pero ¿Cuál es la fuerza que tiene unida a la familia? Es justamente el amor. Y quien siembra el amor en nuestro corazón es Dios. El amor de Dios es el que da sentido a los pequeños compromisos cotidianos y también ayuda a afrontar las grandes pruebas. Este es el verdadero tesoro del hombre. Ir adelante en la vida con amor, con aquel amor que el Señor ha sembrado en el corazón.
Pero el amor de Dios ¿Qué es? No es algo vago, un sentimiento genérico; el amor de Dios tiene un nombre y un rostro: Jesucristo. ¡Jesús! El amor de Dios se manifiesta en Jesús porque nosotros no podemos amar el aire, el todo. No se puede. Amamos personas. Y la persona a la que amamos es Jesús, el don del Padre entre nosotros. Es un amor que da valor y belleza a todo el resto. Es un amor que da fuerza a la familia, al trabajo, al estudio, a la amistad, al arte, a toda actividad humana. Y también da sentido a las experiencias negativas, porque nos permite ir más allá de estas experiencias, más allá, de no quedar prisioneros del mal, sino que nos hace pasar más allá, nos abre siempre a la esperanza. El amor de Dios, en Jesús, siempre nos abre a la esperanza, a aquel horizonte de esperanza, al horizonte final de nuestra peregrinación. De esta manera también las fatigas y las caídas encuentran un sentido, también nuestros pecados encuentran un sentido en el amor de Dios; porque este amor de Dios en Jesús nos perdona siempre. Nos ama tanto que nos perdona siempre.
Queridos hermanos, hoy en la Iglesia hacemos memoria de santa Clara de Asís, que tras las huellas de Francisco dejó todo para consagrarse a Cristo en la pobreza. Santa Clara nos da un testimonio muy bello de este Evangelio de hoy: que ella nos ayude, junto con la Virgen María, a vivirlo también nosotros, cada uno según la propia vocación.