domingo, 30 de agosto de 2015

Angelus 20150830

Queridos  hermanos  hermanas, buenos dias:
El Evangelio de este domingo presenta una disputa entre Jesús y algunos fariseos y escribas. La discusión se refiere al valor de la «tradición de los antepasados» (Mc 7,3) que Jesús, refiriéndose al profeta Isaías, define «preceptos de hombres» (v. 7) y que jamás deben tomar el lugar del «mandamiento de Dios» (v. 8). Las antiguas prescripciones en cuestión comprendían no sólo los preceptos de Dios revelados a Moisés, sino una serie de dictámenes que especificaban las indicaciones de la ley mosaica. Los interlocutores aplicaban tales normas de manera más bien escrupulosa y las presentaban como expresión de auténtica religiosidad. Por lo tanto, recriminan a Jesús y a sus discípulos la transgresión de aquellas, de manera particular las que se referían a la purificación exterior del cuerpo (cfr v. 5).  La respuesta de Jesús tiene la fuerza de un pronunciamento profético: «Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres» (v. 8).  Son palabras que nos colman de admiración por nuestro Maestro: sentimos que en Él está la verdad y que su sabiduría nos libra de los prejuicios.
Pero ¡atención! Con estas palabras, Jesús quiere poner en guardia también a nosotros, hoy, del considerar que la observancia exterior de la ley sea suficiente para ser buenos cristianos. Como en ese entonces para los fariseos, existe también para nosotros el peligro de creernos en lo correcto, o peor, mejores de los otros por el sólo hecho de observar las reglas, las usanzas, también si no amamos al prójimo, somos duros de corazón, somos soberbios y orgullosos. La observancia literal de los preceptos es algo estéril si no cambia el corazón y no se traduce en actitudes concretas: abrirse al encuentro con Dios y a su Palabra, buscar la justicia y  la paz, socorrer a los pobres, a los débiles,  a los oprimidos. Todos sabemos: en nuestras comunidades, en nuestras parroquias, en nuestros barrios, cuánto daño hacen a la Iglesia y son motivo de escándalo, aquellas personas que se profesan tan católicas y van a menudo a la iglesia, pero después, en su vida cotidiana descuidan a la familia, hablan mal de los demás, etc.  Esto es lo que Jesús condena porque es un antitestimonio cristiano.
Continuando con su exortación, Jesús focaliza la atención sobre un aspecto más profundo y afirma: «Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre» (v. 15). De esta manera subraya el primado de la interioridad, el primado del “corazón”:  no son las cosas exteriores las que nos hacen o no santos, sino el corazón que expresa nuestras intenciones, nuestras elecciones y el deseo de hacerlo todo por amor de Dios. Las actitudes exteriores son la consecuencia de lo que hemos decidido en el corazón. No al revés. Con actitudes exteriores. Si el corazón no cambia, no somos buenos cristianos. La frontera entre el bien y el mal no pasa fuera de nosotros sino más bien dentro de nosotros, podemos preguntarnos: ¿dónde está mi corazón?  Jesús decía: “tu tesoro está donde está tu corazón”. ¿Cúal es mi tesoro? ¿Es Jesús y su doctrina?  Entonces el corazón es bueno.  O el tesoro ¿es otra cosa? Por lo tanto, es el corazón el que debe ser purificado y debe convertirse. Sin un corazón purificado, no se pueden tener manos verdaderamente limpias y labios que pronuncian palabras sinceras de amor - todo tiene una doblez, una doble vida-, labios que pronuncian palabras de misericordia, de perdón. Esto lo puede hacer solamente el corazón sincero y purificado.
Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen Santa, darnos un corazón puro, libre de toda hipocresía. Este es el adjetivo que Jesús da a los fariseos:  “hipócritas”, porque dicen una cosa y hacen otra. Un corazón libre de hipocresía,  para que seamos capaces de vivir según el espíritu de la ley y alcanzar su finalidad, que es el amor.

jueves, 20 de agosto de 2015

Audiencia 20150819

«Queridos hermanos y hermanas: en la catequesis de hoy reflexionamos sobre el trabajo y la familia. Como se puede leer en el libro del Génesis, el trabajo pertenece al proyecto de Dios en la creación. El mismo Jesús era conocido como el “hijo del carpintero” ».
De una persona seria, honesta, lo más bello que se puede decir: ‘es un trabajador’. San Pablo, el gran pregonero de Jesucristo, decía a los cristianos: “el que no quiera trabajar, que no coma” (2 Ts 3,10), refiriéndose explícitamente a la falsa espiritualidad de algunos que, de hecho, vivían sobre las espaldas de sus hermanos sin hacer nada (2 Ts 3,11). La falta de trabajo "daña el espíritu" como la falta de oración "daña la actividad práctica", y es por eso que oración y trabajo deben estar juntos, en armonía, “tal como enseñaba san Benito”: «El trabajo es algo propio de la persona humana, y expresa su dignidad de criatura hecha a imagen de Dios. Por eso, la gestión del trabajo supone una gran responsabilidad social, que no se puede dejar a merced de la lógica del beneficio o de un mercado divinizado, en el que con frecuencia se considera a la familia como un peso o un obstáculo a la productividad».
“¡El trabajo es sagrado, el trabajo da dignidad a una familia!”. “Causar una pérdida de puestos de trabajo significa causar un grave daño social”.
 «Un trabajo que se aparta de la alianza de Dios con el hombre, y no respeta sus cualidades espirituales, tiene consecuencias negativas que golpean a los más pobres y a las familias. La misma vida civil y el hábitat natural terminan corrompiéndose».
La moderna organización del trabajo muestra a veces una tendencia peligrosa a considerar a la familia como un peso para la productividad del trabajo. “Pero preguntémonos: ¿cuál productividad? ¿Y para quién?” La así llamada “ciudad inteligente”, sin duda “rica en servicios y organización” es a menudo es hostil para con los niños y los ancianos. “Cuando la organización del trabajo la tiene como rehén, u obstaculiza su camino, podemos estar seguros que la sociedad humana ha comenzado a trabajar contra sí misma”.
«En esta coyuntura, las familias cristianas tienen la gran misión de manifestar los aspectos esenciales de la creación de Dios, como son la identidad y el vínculo del hombre y la mujer, la generación de los hijos, el trabajo que cuida la tierra y la hace habitable».
“La pérdida de estos aspectos fundamentales es una cosa muy seria y en la casa común ya hay demasiadas grietas”, y aunque la tarea no es fácil y pueda parecer que se es “como David frente a Goliat”, “sabemos”, animó el Papa, “cómo terminó aquel desafío”. «Que Dios nos conceda el recibir con alegría y esperanza su llamada en este momento difícil de nuestra historia».
«Pidamos a la Virgen María que interceda por todas las familias, y especialmente por las que sufren a causa del desempleo y la crisis, para que se les ayude a cumplir su importante misión en la Iglesia y en el mundo. Muchas gracias y que Dios los bendiga».

sábado, 15 de agosto de 2015

Homilía 20150815

Queridos hermanos y hermanas, buenos días y ¡buena fiesta de la Virgen!
Hoy la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes dedicadas a la Santísima Virgen María: la fiesta de su Asunción. Al final de su vida terrena, la Madre de Cristo subió en cuerpo y alma al Cielo, es decir, en la gloria de la vida eterna, en plena comunión con Dios.
El Evangelio de hoy (Lc 1,39-56) nos presenta a María, que, inmediatamente después de haber concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, se dirige a ver a su anciana pariente Isabel, también ella milagrosamente a la espera de un hijo. En este encuentro lleno del Espíritu Santo, María expresa su alegría con el cántico del Magnificat, porque ha tomado plena conciencia de las grandes cosas que están ocurriendo en su vida: a través de ella se llega al cumplimiento de toda la espera de su pueblo.
Pero el Evangelio también nos muestra cual es el motivo más verdadero de la grandeza de María y de su beatitud: el motivo es la fe. De hecho Isabel la saluda con estas palabras: «Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor». (Lc 1:45). La fe es el corazón de toda la historia de María; ella es la creyente, la gran creyente; ella sabe - y así lo dice - que en la historia pesa la violencia de los prepotentes, el orgullo de los ricos, la arrogancia de los soberbios. Sin embargo, María cree y proclama que Dios no deja solos a sus hijos, humildes y pobres, sino que los socorre con misericordia, con premura, derribando a los poderosos de sus tronos, dispersando a los orgullosos en las tramas de sus corazones. Y ésta es la fe de nuestra Madre, ¡esta es la fe de María!
El Cántico de la Virgen también nos permite intuir el sentido cumplido de la vivencia de María: si la misericordia del Señor es el motor de la historia, entonces no podía «conocer la corrupción del sepulcro aquella que, de un modo inefable, dio vida en su seno y carne de su carne al autor de toda vida» (Prefacio). Todo esto no tiene que ver sólo con María. Las “grandes cosas” hechas en ella por el Omnipotente nos tocan profundamente, nos hablan de nuestro viaje por la vida, nos recuerdan la meta que nos espera: la casa del Padre. Nuestra vida, vista a la luz de María asunta al Cielo, no es un deambular sin rumbo, sino una peregrinación que, aún con todas sus incertidumbres y sufrimientos, tiene una meta segura: la casa de nuestro Padre, que nos espera con amor. Es bello pensar en esto: que nosotros tenemos un Padre que nos espera con amor y que nuestra Madre María también está allá arriba, y nos espera con amor.
Mientras tanto, mientras transcurre la vida, Dios hace resplandecer «para su pueblo, todavía peregrino sobre la tierra, un signo de consuelo y de segura esperanza». Aquel signo tiene un rostro, aquel signo tiene un nombre: el rostro radiante de la Madre del Señor, el nombre bendito de María, la llena de gracia, bendita porque ella creyó en la palabra del Señor. ¡La gran creyente! Como miembros de la Iglesia, estamos destinados a compartir la gloria de nuestra Madre, porque, gracias a Dios, también nosotros creemos en el sacrificio de Cristo en la cruz y, mediante el Bautismo, somos insertados en este misterio de salvación.
Hoy todos juntos le rezamos para que, mientras se desanuda nuestro camino sobre esta tierra, ella vuelva sobre nosotros sus ojos misericordiosos, nos despeje el camino, nos indique la meta, y nos muestre después de este exilio a Jesús, fruto bendito de su vientre. Y decimos juntos: ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!

viernes, 14 de agosto de 2015

Homilía 20140815

«Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
En unión con toda la Iglesia celebramos la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a la gloria del cielo. La Asunción de María nos muestra nuestro destino como hijos adoptivos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo. Como María, nuestra Madre, estamos llamados a participar plenamente en la victoria del Señor sobre el pecado y sobre la muerte y a reinar con Él en su Reino eterno. Ésta es nuestra vocación.
La “gran señal” que nos presenta la primera lectura –una mujer vestida de sol coronada de estrellas (cf. Ap 12,1)– nos invita a contemplar a María, entronizada en la gloria junto a su divino Hijo. Nos invita a tomar conciencia del futuro que también hoy el Señor resucitado nos ofrece. Los coreanos tradicionalmente celebran esta fiesta a la luz de su experiencia histórica, reconociendo la amorosa intercesión de María en la historia de la nación y en la vida del pueblo.

En la segunda lectura hemos escuchado a san Pablo diciéndonos que Cristo es el nuevo Adán, cuya obediencia a la voluntad del Padre ha destruido el reino del pecado y de la esclavitud y ha inaugurado el reino de la vida y de la libertad (cf. 1 Co 15,24-25). La verdadera libertad se encuentra en la acogida amorosa de la voluntad del Padre. De María, llena de gracia, aprendemos que la libertad cristiana es algo más que la simple liberación del pecado. Es la libertad que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo.
Hoy, venerando a María, Reina del Cielo, nos dirigimos a ella como Madre de la Iglesia en Corea. Le pedimos que nos ayude a ser fieles a la libertad real que hemos recibido el día de nuestro bautismo, que guíe nuestros esfuerzos para transformar el mundo según el plan de Dios, y que haga que la Iglesia de este país sea más plenamente levadura de su Reino en medio de la sociedad coreana. Que los cristianos de esta nación sean una fuerza generosa de renovación espiritual en todos los ámbitos de la sociedad. Que combatan la fascinación de un materialismo que ahoga los auténticos valores espirituales y culturales y el espíritu de competición desenfrenada que genera egoísmo y hostilidad. Que rechacen modelos económicos inhumanos, que crean nuevas formas de pobreza y marginan a los trabajadores, así como la cultura de la muerte, que devalúa la imagen de Dios, el Dios de la vida, y atenta contra la dignidad de todo hombre, mujer y niño.
 

Como católicos coreanos, herederos de una noble tradición, ustedes están llamados a valorar este legado y a transmitirlo a las generaciones futuras. Lo cual requiere de todos una renovada conversión a la Palabra de Dios y una intensa solicitud por los pobres, los necesitados y los débiles de nuestra sociedad.
 

Con esta celebración, nos unimos a toda la Iglesia extendida por el mundo que ve en María la Madre de nuestra esperanza. Su cántico de alabanza nos recuerda que Dios no se olvida nunca de sus promesas de misericordia (cf. Lc 1,54-55). María es la llena de gracia porque «ha creído» que lo que le ha dicho el Señor se cumpliría (Lc 1,45). En ella, todas las promesas divinas se han revelado verdaderas. Entronizada en la gloria, nos muestra que nuestra esperanza es real; y también hoy esa esperanza, «como ancla del alma, segura y firme» (Hb 6,19), nos aferra allí donde Cristo está sentado en su gloria.
Esta esperanza, queridos hermanos y hermanas, la esperanza que nos ofrece el Evangelio, es el antídoto contra el espíritu de desesperación que parece extenderse como un cáncer en una sociedad exteriormente rica, pero que a menudo experimenta amargura interior y vacío. Esta desesperación ha dejado secuelas en muchos de nuestros jóvenes. Que los jóvenes que nos acompañan estos días con su alegría y su confianza no se dejen nunca robar la esperanza.
Dirijámonos a María, Madre de Dios, e imploremos la gracia de gozar de la libertad de los hijos de Dios, de usar esta libertad con sabiduría para servir a nuestros hermanos y de vivir y actuar de modo que seamos signo de esperanza, esa esperanza que encontrará su cumplimiento en el Reino eterno, allí donde reinar es servir. Amén».

domingo, 9 de agosto de 2015

Angelus 20150809

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo prosigue la lectura del capítulo sexto del Evangelio de Juan, donde Jesús, habiendo cumplido el gran milagro de la multiplicación de los panes, explica a la gente el significado de aquel “signo” (Jn 6,41-51).
Como había hecho antes con la Samaritana, a partir de la experiencia de la sed y del signo del agua, Jesús aquí parte de la experiencia del hambre y del signo del pan, para revelarse e invitarnos a creer en Él.

La gente lo busca, la gente lo escucha, porque se ha quedado entusiasmada con el milagro: ¡querían hacerlo rey! Pero cuando Jesús afirma que el verdadero pan, donado por Dios, es Él mismo, muchos se escandalizan, no comprenden, y comienzan a murmurar entre ellos: «¿Acaso este – decían - no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: «Yo he bajado del cielo»? (Jn 6,42). Y comienzan a murmurar. Entonces Jesús responde: «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió», y añade «Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna» (vv 44.47).
Nos sorprende, y nos hace reflexionar esta palabra del Señor: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el padre”, “el que cree en mí, tiene Vida eterna”. Nos hace reflexionar. Esta palabra se introduce en la dinámica de la fe, que es una relación: la relación entre la persona humana, todos nosotros, y la Persona de Jesús, donde un papel decisivo juega el Padre, y naturalmente, también el Espíritu Santo, que está implícito aquí. No basta encontrar a Jesús para creer en Él, no basta leer la Biblia, el Evangelio: esto es importante ¿eh? Pero no basta. No basta ni siquiera asistir a un milagro, como aquel de la multiplicación de los panes. Muchas personas estuvieron en estrecho contacto con Jesús y no le creyeron, es más, también lo despreciaron y condenaron. Y yo me pregunto: ¿por qué, esto? ¿No fueron atraídos por el padre? No: esto sucedió porque su corazón estaba cerrado a la acción del Espíritu de Dios. Y si tú tienes el corazón cerrado la fe no entra. Dios Padre siempre nos atrae hacia Jesús: somos nosotros quienes abrimos nuestro corazón o lo cerramos.
En cambio la fe, que es como una semilla en lo profundo del corazón, florece cuando nos dejamos “atraer” por el Padre hacia Jesús, y “vamos a Él” con ánimo abierto, con corazón abierto, sin prejuicios; entonces reconocemos en su rostro el Rostro de Dios y en sus palabras la Palabra de Dios, porque el Espíritu Santo nos ha hecho entrar en la relación de amor y de vida que hay entre Jesús y Dios Padre. Y allí nosotros recibimos el don, el regalo de la fe.
Así, con esta actitud de fe, podemos comprender el sentido del “Pan de la vida” que Jesús nos dona, y que Él expresa de esta manera: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo» (Jn 06:51). En Jesús, en su “carne” - es decir, en su concreta humanidad – está presente todo el amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Quien se deja atraer por este amor va hacia Jesús, y va con fe, y recibe de Él la vida, la vida eterna.
Aquella que ha vivido esta experiencia en modo ejemplar es la Virgen de Nazaret, María: la primera persona humana que ha creído en Dios recibiendo la carne de Jesús. Aprendamos de Ella, nuestra Madre, la alegría y la gratitud por el don de la fe. Un don que no es “privado”, un don que no es “propiedad privada”, sino que es un don para compartir: es un don «para la vida del mundo».

jueves, 6 de agosto de 2015

Audiencia 20150805

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con esta catequesis retomamos nuestra reflexión sobre la familia. Después de haber hablado, la última vez, de las familias heridas a causa de la incomprensión de los cónyuges, hoy quisiera detener nuestra atención sobre otra realidad: cómo cuidar a aquellos que, después del irreversible fracaso de su vínculo matrimonial, han comenzado una nueva unión.
La Iglesia sabe bien que una situación tal contradice el Sacramento cristiano. De todos modos, su mirada de maestra viene siempre de un corazón de madre; un corazón que, animado por el Espíritu Santo, busca siempre el bien y la salvación de las personas. He aquí porqué siente el deber, “por amor a la verdad” de “discernir bien las situaciones”. Así se expresaba san Juan Pablo II, en la Exhortación apostólica Familiaris consortio (n. 84), dando como ejemplo la diferencia entre quien ha sufrido la separación y quien la ha provocado. Se debe hacer este discernimiento.
Si luego miramos también estos nuevos lazos con los ojos de los hijos pequeños, los pequeños miran, los niños, vemos aún más la urgencia de desarrollar en nuestras comunidades una acogida real hacia las personas que viven tales situaciones. Por esto, es importante que el estilo de la comunidad, su lenguaje, sus actitudes, estén siempre atentos a las personas, a partir de los pequeños. Ellos son quienes más sufren estas situaciones. Después de todo, ¿cómo podríamos aconsejar a estos padres hacer de todo para educar a los hijos a la vida cristiana, dando ellos el ejemplo de una fe convencida y practicada, si los tenemos alejados de la vida de la comunidad como si fueran excomulgados? No se deben agregar otros pesos a aquellos que ya los hijos, en estas situaciones, ¡ya deben cargar! Lamentablemente, el número de estos niños y jóvenes es de verdad grande. Es importante que ellos sientan a la Iglesia como madre atenta a todos, dispuesta siempre a la escucha y al encuentro.
En estas décadas, en verdad, la Iglesia no ha sido ni insensible ni perezosa. Gracias a la profundización realizada por los Pastores, guiada y confirmada por mis Predecesores, ha crecido mucho la conciencia de que es necesaria una fraterna y atenta acogida, en el amor y en la verdad, a los bautizados que han establecido una nueva convivencia después del fracaso del matrimonio sacramental; en efecto, estas personas no son de hecho excomulgadas, no están excomulgados, y no deben ser absolutamente tratadas como tales: ellas forman parte siempre de la Iglesia.
El Papa Benedicto XVI ha intervenido sobre esta cuestión, solicitando un discernimiento atento y un sabio acompañamiento pastoral, sabiendo que no existen “recetas simples” (Discurso al VII Encuentro Mundial de las Familias, Milán, 2 junio 2012, respuesta n. 5).
De ahí la reiterada invitación de los Pastores a manifestar abiertamente y coherentemente la disponibilidad de la comunidad a acogerlos y a animarlos, para que vivan y desarrollen cada vez más su pertenencia a Cristo, y a la Iglesia:con la oración, con la escucha de la Palabra de Dios, con la frecuencia a la liturgia, con la educación cristiana de los hijos, con la caridad y el servicio a los pobres, con el compromiso por la justicia y la paz.
El ícono bíblico del Buen Pastor (Jn 10, 11-18) resume la misión que Jesús ha recibido del Padre: la de dar la vida por las ovejas. Tal actitud es un modelo también para la Iglesia, que acoge a sus hijos como una madre que dona su vida por ellos. “La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre […] Ninguna puerta cerrada. Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad. La Iglesia […] es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (Exort. ap. Evangelii gaudium, n. 47).
Del mismo modo todos los cristianos están llamados a imitar al Buen Pastor. Sobre todo las familias cristianas pueden colaborar con Él cuidando a las familias heridas, acompañándolas en la vida de fe de la comunidad. Cada uno haga su parte asumiendo la actitud del Buen Pastor, que conoce cada una de sus ovejas ¡y a ninguna excluye de su infinito amor! Gracias.

lunes, 3 de agosto de 2015

Angelus 20150802

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo continúa la lectura del capítulo sexto del Evangelio de Juan. Después de la multiplicación de los panes, la gente se había puesto a buscar a Jesús y finalmente lo encuentra en Cafarnaúm. Él comprende bien el motivo de tanto entusiasmo en el seguirlo y lo revela con claridad: “Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse” (Jn 6,26).
En realidad, aquellas personas lo siguen por el pan material que el día anterior había mitigado su hambre, cuando Jesús había multiplicado los panes;  no han comprendido que aquel pan, partido para tantos, para muchos, era la expresión del amor de Jesús mismo. Han dado más valor a aquel pan que a su donador. Ante esta ceguera espiritual, Jesús evidencia la necesidad de ir más allá del don, y descubrir, conocer al donador. Dios es el don, también el donador, es lo mismo. Y así de aquel pan, aquel gesto, la gente puede encontrar a Aquel que lo da, que es Dios. Invita a abrirse a una perspectiva que no es solamente aquella de las preocupaciones cotidianas del comer, del vestir, del éxito, de la carrera. Jesús habla de otro alimento, habla de un alimento que no es perecedero y que está bien buscar y acoger. Él exhorta: “Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre” (v. 27). Es decir, trabajen, busquen la salvación, el encuentro con Dios.
Y con estas palabras nos quiere hacer entender que, además del hambre físico el hombre lleva en sí mismo otro hambre – todos nosotros llevamos este hambre - un hambre más importante, que no puede ser saciado con un alimento ordinario. Se trata del hambre de vida, el hambre de eternidad que sólo Él puede saciar, porque es “el pan de Vida” (v. 35). Jesús no elimina la preocupación y la búsqueda del alimento cotidiano, no. No elimina la preocupación de todo lo que puede hacer la vida más desarrollada. Pero Jesús nos recuerda que el verdadero significado de nuestro existir terreno está al final, en la eternidad, está en el encuentro con Él, que es don y donador, y nos recuerda también que la historia humana con sus sufrimientos y sus alegrías debe ser vista en un horizonte de eternidad, es decir, en aquel horizonte del encuentro definitivo con Él. Y este encuentro ilumina todos los días de nuestra vida. Si nosotros pensamos en este encuentro, en este gran don, los pequeños dones de la vida, incluso los sufrimientos, las preocupaciones serán iluminados por la esperanza de este encuentro. “Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed” (v. 35). Y ésta es la referencia a la Eucaristía, el don más grande que sacia el alma y el cuerpo. Encontrar y recibir en nosotros a Jesús, “pan de Vida”, da significado y esperanza al camino a menudo tortuoso de la vida. Pero este “pan de Vida” nos es dado con una tarea, es decir, para que podamos, a su vez, saciar el hambre espiritual y material de los hermanos, anunciando el Evangelio por doquier. Con el testimonio de nuestra actitud fraterna y solidaria hacia el prójimo, hagamos presente a Cristo y su amor en medio de los hombres.
Que la Virgen Santa nos sostenga en la búsqueda y en el seguimiento de su Hijo Jesús, el “pan verdadero”,  el “pan vivo” que no se acaba y dura para la vida eterna.