Igual que las abejas producen la dulce miel libando el néctar de las flores, Mis Ideas son el producto de muchos años de estudio y reflexión. Si alguna de Mis Ideas no son tan dulces como la miel la culpa es mía.
¡Queridos hermanos y hermanas buenos días! El Evangelio de hoy nos
recuerda que toda la Ley divina se resume en el amor por Dios y por el
prójimo. El Evangelista Mateo cuenta que algunos fariseos se pusieron de
acuerdo para probar a Jesús (cfr 22,34-35). Uno de ellos, un doctor de
la ley, le dirige esta pregunta : «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más
grande de la Ley?»(v. 36). Jesús, citando el Libro del Deuteronomio,
responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer
mandamiento» (vv. 37-38). Habría podido detenerse aquí. En cambio Jesús
agrega algo que no había sido preguntado por el doctor de la ley. De
hecho dice: «El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo» (v. 39). Este segundo mandamiento tampoco lo inventa
Jesús, sino que lo retoma del Libro del Levítico. Su novedad consiste
justamente en el juntar estos dos mandamientos – el amor por Dios y el
amor por el prójimo – revelando que son inseparables y complementarios,
son las dos caras de una misma medalla. No se puede amar a Dios sin amar
al prójimo y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios. El Papa
Benedicto nos ha dejado un bellísimo comentario sobre este tema en su
primera Encíclica Deus caritas est (nn. 16-18). En efecto, la señal
visible que el cristiano puede mostrar para testimoniar el amor de Dios
al mundo y a los demás, a su familia, es el amor por los hermanos. El
mandamiento del amor a Dios y al prójimo es el primero no porque está
encima del elenco de los mandamientos. Jesús no lo coloca en el vértice,
sino al centro, porque es el corazón desde el cual debe partir todo y
hacia donde todo debe regresar y servir de referencia. Ya en el
Antiguo Testamento la exigencia de ser santos, a imagen de Dios que es
santo, comprendía también el deber de ocuparse de las personas más
débiles como el forastero, el huérfano, la viuda (cfr Es 22,20-26).
Jesús lleva a cumplimento esta ley de alianza, Él que une en sí mismo,
en su carne, la divinidad y la humanidad, en un único misterio de amor. A
este punto, a la luz de esta palabra de Jesús, el amor es la medida de
la fe, y la fe es el alma del amor. No podemos separar más la vida
religiosa, de piedad, del servicio a los hermanos, de aquellos hermanos
concretos que encontramos. No podemos dividir más la oración, el
encuentro con Dios en los Sacramentos, de la escucha del otro, de la
cercanía a su vida, especialmente a sus heridas. Acuérdense de esto: el
amor es la medida de la fe. Tú ¿cuánto amas? Cada uno se responda ¿Cómo
es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma del amor. En
medio de la densa selva de preceptos y prescripciones – de los
legalismos de ayer y de hoy – Jesús abre un claro que permite ver dos
rostros: el rostro del Padre y aquel del hermano. No nos entrega dos
fórmulas o dos preceptos: no son preceptos y fórmulas; nos entrega dos
rostros, es más un solo rostro, aquel de Dios que se refleja en tantos
rostros, porque en el rostro de cada hermano, especialmente el más
pequeño, frágil, indefenso y necesitado está presente la imagen misma de
Dios. Y deberiamos preguntarnos, cuando encontramos a uno de estos
hermanos, si somos capaces de reconocer en él el rostro de Cristo:
¿somos capaces de esto? De esta forma Jesús ofrece a cada hombre el
criterio fundamental sobre el cual edificar la propia vida. Pero sobre
todo Él nos dona el Espíritu Santo, que nos permite amar a Dios y al
prójimo como Él, con corazón libre y generoso. Por intercesión de María,
nuestra Madre, abrámonos para acoger este don de amor, para caminar
siempre en esta ley de los dos rostros, que son un solo rostro: la ley
del amor.
«Queridos: Eminencias, Beatitudes, Excelencias, hermanos y hermanas:
¡Con un corazón lleno de reconocimiento y de gratitud quiero agradecer
junto a ustedes al Señor que nos ha acompañado y nos ha guiado en los
días pasados, con la luz del Espíritu Santo! Agradezco de
corazón a S. E. Card. Lorenzo Baldisseri, Secretario General del Sínodo,
S. E. Mons. Fabio Fabene, Sub-secretario, y con ellos agradezco al
Relator S. E. Card. Peter Erdő y el Secretario Especial S. E. Mons.
Bruno Forte, a los tres Presidentes delegados, los escritores, los
consultores, los traductores, y todos aquellos que han trabajado con
verdadera fidelidad y dedicación total a la Iglesia y sin descanso:
¡gracias de corazón! Agradezco igualmente a todos ustedes,
queridos Padres Sinodales, Delegados fraternos, Auditores, Auditoras y
Asesores por su participación activa y fructuosa. Los llevaré en las
oraciones, pidiendo al Señor los recompense con la abundancia de sus
dones y de su gracia. Puedo decir serenamente que – con un
espíritu de colegialidad y de sinodalidad – hemos vivido verdaderamente
una experiencia de "sínodo", un recorrido solidario, un "camino juntos".
Y siendo “un camino" – como todo camino – hubo momentos de carrera
veloz, casi de querer vencer el tiempo y alcanzar rápidamente la meta;
otros momentos de fatiga, casi hasta de querer decir basta; otros
momentos de entusiasmo y de ardor. Momentos de profunda consolación,
escuchando el testimonio de pastores verdaderos (Cf. Jn. 10 y Cann. 375,
386, 387) que llevan en el corazón sabiamente, las alegrías y las
lágrimas de sus fieles. Momentos de gracia y de consuelo,
escuchando los testimonios de las familias que han participado del
Sínodo y han compartido con nosotros la belleza y la alegría de su vida
matrimonial. Un camino donde el más fuerte se ha sentido en el deber de
ayudar al menos fuerte, donde el más experto se ha prestado a servir a
los otros, también a través del debate. Y porque es un camino de
hombres, también hubo momentos de desolación, de tensión y de tentación,
de las cuales se podría mencionar alguna posibilidad: - La
tentación del endurecimiento hostil, esto es, el querer cerrarse dentro
de lo escrito (la letra) y no dejarse sorprender por Dios, por el Dios
de las sorpresas (el espíritu); dentro de la ley, dentro de la certeza
de lo que conocemos y no de lo que debemos todavía aprender y alcanzar.
Es la tentación de los celantes, de los escrupulosos, de los
apresurados, de los así llamados "tradicionalistas" y también de los
intelectualistas. - La tentación del “buenismo” destructivo,
que a nombre de una misericordia engañosa venda las heridas sin primero
curarlas y medicarlas; que trata los síntomas y no las causas y las
raíces. Es la tentación de los "buenistas", de los temerosos y también
de los así llamados “progresistas y liberalistas”. - La
tentacion de transformar la piedra en pan para romper el largo ayuno,
pesado y doloroso (Cf. Lc 4, 1-4) y también de transformar el pan en
piedra , y tirarla contra los pecadores, los débiles y los enfermos (Cf.
Jn 8,7), de transformarla en “fardos insoportables” (Lc 10,27).
- La tentación de descender de la cruz, para contentar a la gente, y no
permanecer, para cumplir la voluntad del Padre; de ceder al espíritu
mundano en vez de purificarlo y inclinarlo al Espíritu de Dios.
- La Tentación de descuidar el “depositum fidei”, considerándose no
custodios, sino propietarios y patrones, o por otra parte, la tentación
de descuidar la realidad utilizando una lengua minuciosa y un lenguaje
pomposo para decir tantas cosas y no decir nada. Queridos
hermanos y hermanas, las tentaciones no nos deben ni asustar ni
desconcertar, ni mucho menos desanimar, porque ningún discípulo es más
grande de su maestro; por lo tanto si Jesús fue tentado – y además
llamado Belcebú (Cf. Mt 12,24) – sus discípulos no deben esperarse un
tratamiento mejor. Personalmente, me hubiera preocupado mucho y
entristecido si no hubiera habido estas tenciones y estas discusiones
animadas; este movimiento de los espíritus, como lo llamaba San Ignacio
(EE, 6) si todos hubieran estado de acuerdo o taciturnos en una falsa y
quietista paz. En cambio, he visto y escuchado – con alegría y
reconocimiento – discursos e intervenciones llenos de fe, de celo
pastoral y doctrinal, de sabiduría, de franqueza, de coraje y parresía. Y
he sentido que ha sido puesto delante de sus ojos el bien de la
Iglesia, de las familias y la “suprema lex”: la “salus animarum” (Cf.
Can. 1752). Y esto siempre sin poner jamás en discusión la
verdad fundamental del Sacramento del Matrimonio: la indisolubilidad, la
unidad, la fidelidad y la procreatividad, o sea la apertura a la vida
(Cf. Cann. 1055, 1056 y Gaudium et Spes, 48). Esta es la
Iglesia, la viña del Señor, la Madre fértil y la Maestra premurosa, que
no tiene miedo de aremangarse las manos para derramar el aceite y el
vino sobre las heridas de los hombres (Cf. Lc 10,25-37); que no mira a
la humanidad desde un castillo de vidrio para juzgar y clasificar a las
personas. Esta es la Iglesia Una, Santa, Católica y compuesta
de pecadores, necesitados de Su misericordia. Esta es la Iglesia, la
verdadera esposa de Cristo, que busca ser fiel a su Esposo y a su
doctrina. Es la Iglesia que no tiene miedo de comer y beber con las
prostitutas y los publicanos (Cf. Lc 15). La Iglesia que tiene
las puertas abiertas para recibir a los necesitados, los arrepentidos y
¡no sólo a los justos o aquellos que creen ser perfectos! La Iglesia
que no se avergüenza del hermano caído y no finge de no verlo, al
contrario, se siente comprometida y obligada a levantarlo y a animarlo a
retomar el camino y lo acompaña hacia el encuentro definitivo con su
Esposo, en la Jerusalén celeste. ¡Esta es la Iglesia, nuestra
Madre! Y cuando la Iglesia, en la variedad de sus carismas, se expresa
en comunión, no puede equivocarse: es la belleza y la fuerza del 'sensus
fidei', de aquel sentido sobrenatural de la fe, que viene dado por el
Espíritu Santo para que, juntos, podamos todos entrar en el corazón del
Evangelio y aprender a seguir a Jesús en nuestra vida, y esto no debe
ser visto como motivo de confusión y malestar. Tantos
comentadores han imaginado ver una Iglesia en litigio donde una parte
está contra la otra, dudando hasta del Espíritu Santo, el verdadero
promotor y garante de la unidad y de la armonía en la Iglesia. El
Espíritu Santo, que a lo largo de la historia ha conducido siempre la
barca, a través de sus Ministros, también cuando el mar era contrario y
agitado y los Ministros infieles y pecadores. Y, como he osado
decirles al inicio, era necesario vivir todo esto con tranquilidad y paz
interior también, porque el sínodo se desarrolla 'cum Petro et sub
Petro', y la presencia del Papa es garantía para todos. Por lo
tanto, la tarea del Papa es garantizar la unidad de la Iglesia; recordar
a los fieles su deber de seguir fielmente el Evangelio de Cristo;
recordar a los pastores que su primer deber es nutrir a la grey que el
Señor les ha confiado y salir a buscar – con paternidad y misericordia y
sin falsos miedos – a la oveja perdida. Su tarea es recordar a
todos que la autoridad en la Iglesia es servicio (Cf. Mc 9,33-35), como
ha explicado con claridad el Papa emérito Benedicto XVI con palabras
que cito textualmente: “La Iglesia está llamada y se empeña en ejercitar
este tipo de autoridad que es servicio, y la ejercita no a título
propio, sino en el nombre de Jesucristo… a través de los Pastores de la
Iglesia, de hecho, Cristo apacienta a su grey: es Él quien la guía, la
protege y la corrige, porque la ama profundamente". "Pero el
Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio
Apostólico, hoy los Obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro …
participaran en este misión suya de cuidar al pueblo de Dios, de ser
educadores de la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad
cristiana, o como dice el Concilio, 'cuidando sobre todo que cada uno de
los fieles sean guiados en el Espíritu santo a vivir según el Evangelio
su propia vocación, a practicar una caridad sincera y operosa y a
ejercitar aquella libertad con la que Cristo nos ha librado'
(Presbyterorum Ordinis, 6)" … "Y a través de nosotros –
continua el Papa Benedicto – el Señor llega a las almas, las instruye,
las custodia, las guía. San Agustín en su Comentario al Evangelio de San
Juan dice: 'Sea por lo tanto un empeño de amor apacentar la grey del
Señor' (123,5); esta es la suprema norma de conducta de los ministros de
Dios, un amor incondicional, como el del buen Pastor, lleno de alegría,
abierto a todos, atento a los cercanos y premuroso con los lejanos (Cf.
S. Agustín, Discurso 340, 1; Discurso 46,15), delicado con los más
débiles, los pequeños, los simples, los pecadores, para manifestar la
infinita misericordia de Dios con las confortantes de la esperanza (Cf.
Id., Carta 95,1)” (Benedicto XVI Audiencia General, miércoles, 26 de
mayo de 2010). Por lo tanto, la Iglesia es de Cristo – es su
esposa – y todos los Obispos del Sucesor de Pedro tienen la tarea y el
deber de custodiarla y de servirla, no como patrones sino como
servidores. El Papa en este contexto no es el señor supremo, sino más
bien el supremo servidor – “Il servus servorum Dei”; el garante de la
obediencia , de la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al
Evangelio de Cristo y al Tradición de la Iglesia, dejando de lado todo
arbitrio personal, siendo también – por voluntad de Cristo mismo – “el
Pastor y Doctor supremo de todos los fieles” (Can. 749) y gozando “de la
potestad ordinaria que es suprema, plena, inmediata y universal de la
iglesia” (Cf. Cann. 331-334). Queridos hermanos y hermanas,
ahora todavía tenemos un año para madurar, con verdadero discernimiento
espiritual, las ideas propuestas, y para encontrar soluciones concretas a
las tantas dificultades e innumerables desafíos que las familias deben
afrontar; para dar respuesta a tantos desánimos que circundan y sofocan a
las familias; un año para trabajar sobre la “Relatio Synodi”, que es el
resumen fiel y claro de todo lo que fue dicho y discutido en este aula y
en los círculos menores. ¡El Señor nos acompañe y nos guie en
este recorrido para gloria de Su Nombre con la intercesión de la Virgen
María y de San José! ¡Y por favor no se olviden de rezar por mí!».
Los Padres Sinodales, reunidos en Roma junto al Papa Francisco en la
Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos a todas
las familias de los distintos continentes y en particular a aquellas
que siguen a Cristo, que es camino, verdad y vida. Manifestamos nuestra
admiración y gratitud por el testimonio cotidiano che ofrecen a la
Iglesia y al mundo con su fidelidad, su fe, su esperanza y su amor. Nosotros,
pastores de la Iglesia, también nacimos y crecimos en familias con las
más diversas historias y desafíos. Como sacerdotes y obispos nos
encontramos y vivimos junto a familias que, con sus palabras y sus
acciones, nos mostraron una larga serie de esplendores y también de
dificultades.La misma preparación de esta asamblea sinodal, a partir de
las respuestas al cuestionario enviado a las Iglesias de todo el mundo,
nos permitió escuchar la voz de tantas experiencias familiares. Después,
nuestro diálogo durante los días del Sínodo nos ha enriquecido
recíprocamente, ayudándonos a contemplar toda la realidad viva y
compleja de las familias. Queremos presentarles las palabras de
Cristo: “Yo estoy ante la puerta y llamo, Si alguno escucha mi voz y me
abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,
20). Como lo hacía durante sus recorridos por los caminos de la Tierra
Santa, entrando en las casas de los pueblos, Jesús sigue pasando hoy por
las calles de nuestras ciudades. En sus casas se viven a menudo luces y
sombras, desafíos emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La
oscuridad se vuelve más densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se
insinúan el mal y el pecado en el corazón mismo de la familia. Ante
todo, está el desafío de la fidelidad en el amor conyugal. La vida
familiar suele estar marcada por el debilitamiento de la fe y de los
valores, el individualismo, el empobrecimiento de las relaciones, el
stress de una ansiedad que descuida la reflexión serena. Se asiste así a
no pocas crisis matrimoniales, que se afrontan de un modo superficial y
sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón
recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos
dan origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos
matrimonios, creando situaciones familiares complejas y problemáticas
para la opción cristiana. Entre tantos desafíos queremos evocar el
cansancio de la propia existencia. Pensamos en el sufrimiento de un hijo
con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en el deterioro
neurológico de la vejez, en la muerte de un ser querido. Es admirable la
fidelidad generosa de tantas familias que viven estas pruebas con
fortaleza, fe y amor, considerándolas no como algo que se les impone,
sino como un don que reciben y entregan, descubriendo a Cristo sufriente
en esos cuerpos frágiles. Pensamos en las dificultades económicas
causadas por sistemas perversos, originados “en el fetichismo del dinero
y en la dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo
verdaderamente humano” (Evangelii gaudium, 55), que humilla la
dignidad de las personas. Pensamos en el padre o en la madre sin
trabajo, impotentes frente a las necesidades aun primarias de su
familia, o en los jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y
así pueden ser presa de la droga o de la criminalidad. Pensamos
también en la multitud de familias pobres, en las que se aferran a una
barca para poder sobrevivir, en las familias prófugas que migran sin
esperanza por los desiertos, en las que son perseguidas simplemente por
su fe o por sus valores espirituales y humanos, en las que son golpeadas
por la brutalidad de las guerras y de distintas opresiones. Pensamos
también en las mujeres que sufren violencia, y son sometidas al
aprovechamiento, en la trata de personas, en los niños y jóvenes
víctimas de abusos también de parte de aquellos que debían cuidarlos y
hacerlos crecer en la confianza, y en los miembros de tantas familias
humilladas y en dificultad. Mientras tanto, “la cultura del bienestar
nos anestesia y […] todas estas vidas truncadas por la falta de
posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos
altera” (Evangelii gaudium, 54). Reclamamos a los gobiernos y a
las organizaciones internacionales que promuevan los derechos de la
familia para el bien común. Cristo quiso que su Iglesia sea una casa
con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie.
Agradecemos a los pastores, a los fieles y a las comunidades dispuestos a
acompañar y a hacerse cargo de las heridas interiores y sociales de los
matrimonios y de las familias.
Queridos hermanos y hermanas, en el Evangelio de este
domingo, Jesús nos habla de la respuesta que se da a la invitación de
Dios - representado por un rey – a participar en un banquete de bodas
(cf. Mt 22,1-14). La invitación tiene tres características: la
gratuidad, la extensión, la universalidad. Los invitados son tantos,
pero sucede algo sorprendente: ninguno de los elegidos acepta participar
de la fiesta, dicen que tienen otras cosas que hacer; es más, algunos
muestran indiferencia, extrañeza, incluso fastidio. Dios es bueno con
nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, nos ofrece gratuitamente
su alegría, la salvación, pero muchas veces no recibimos sus dones,
ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros
intereses, y también cuando el Señor nos llama, a nuestro corazón,
tantas veces parece que nos molestara. Algunos invitados
incluso maltratan y matan a los servidores que les entregan las
invitaciones. Pero, a pesar de las adhesiones que faltan por parte de
quienes fueron llamados, el plan de Dios no se interrumpe. Frente a la
negativa de los primeros invitados, Él no pierde el ánimo, no suspende
la fiesta, sino que vuelve a proponer la invitación extendiéndola;
extendiéndola más allá de todo límite razonable y envía a sus siervos a
las plazas y a los cruces de las calles a reunir a todos aquellos que
encuentran. Se trata de gente común, pobres, abandonados y desheredados,
incluso buenos y malos, - ¡también los malos son invitados! - sin
distinción. Y el salón se llena de “excluidos”. El Evangelio, rechazado
por alguno, encuentra una acogida inesperada en muchos otros corazones. La
bondad de Dios no tiene fronteras y no discrimina a nadie: por ello el
banquete de los dones del Señor es universal. ¡Es universal para todos! A
todos es dada la posibilidad de responder a su invitación, a su
llamada; nadie tiene el derecho de sentirse privilegiado o de
reivindicar la exclusividad. Todo esto nos lleva a vencer la costumbre
de posicionarnos cómodamente en el centro, como hacían los jefes de los
sacerdotes y los fariseos. Esto no se debe hacer: nosotros debemos
abrirnos a las periferias, reconociendo que también quien está en los
márgenes, incluso aquél que es rechazado y despreciado por la sociedad,
es objeto de la generosidad de Dios. Todos estamos llamados a no reducir
el Reino de Dios a los confines de la “iglesita”, de nuestra iglesia
pequeñita. Esto no sirve. Estamos llamados ampliar la Iglesia a las
dimensiones del Reino de Dios. Sólo hay una condición: ponerse el traje de fiesta. Es decir testimoniar la caridad concreta a Dios y al prójimo. Confiamos
a la intercesión de María Santísima, los dramas y las esperanzas de
tantos hermanos y hermanas nuestros, excluidos, débiles, rechazados,
despreciados, también aquellos que son perseguidos por causa de su fe.
Invocamos su protección también sobre los trabajos del Sínodo de los
Obispos reunido en el Vaticano en estos días.
Para no hacer entrar el mal en nuestro corazón hay una práctica antigua,
pero muy buena, el examen de conciencia. Lo recordó el Papa Francisco
en su homilía de la misa matutina celebrada en la capilla de la Casa de
Santa Marta. Partiendo del Evangelio del día, en que se nos dice que
el diablo jamás deja de tentarnos, porque como afirmó el Santo Padre
“tiene paciencia”, y no deja lo que quiere para sí, “nuestra alma”, el
Papa afirmó: “Después de las tentaciones, en el desierto, cuando
Jesús fue tentado por el diablo, en la versión de Lucas se dice que el
demonio lo dejó por un tiempo, pero durante la vida de Jesús volvía y
volvía: cuando lo ponían a prueba, cuando le tendían trampas, en la
Pasión, hasta en la Cruz. ‘Pero si Tú eres el Hijo de Dios, ven, ven con
nosotros, así nosotros podemos creer’. Y todos nosotros sabemos que
esta palabra toca el corazón: ‘¿Pero tú eres capaz? ¡Házmelo ver! No, no
eres capaz’. Como el diablo hizo hasta el final con Jesús. Y así con
nosotros”. Es necesario custodiar nuestro corazón donde
habita el Espírito Santo – subrayó Francisco – “para que no entren los
demás espíritus”. “Custodiar el corazón, como se custodia una casa, con
llave”. Y después, vigilar sobre el corazón, como un centinela: “Cuántas
veces – observó el Papa – entran los malos pensamientos, las malas
intenciones, los celos, las envidias. Tantas cosas, que entran. ¿Pero
quién ha abierto aquella puerta? ¿Por dónde han entrado? Si yo no me doy
cuenta” de cuanto “entra en mi corazón, mi corazón se convierte en una
plaza, donde todos van y vienen. Un corazón sin intimidad, un corazón
donde el Señor no puede hablar y ni siquiera ser escuchado”. “Y Jesús dice otra cosa allí – ¿no? – que pareceun
poco extraña: ‘Quien no recoge conmigo, desparrama. Usa la palabra
‘recoger’. Tener un corazón recogido, un corazón sobre el cual nosotros
sabemos qué cosa sucede, y aquí y allá se puede hacer la práctica tan
antigua de la Iglesia, pero buena: el examen de conciencia. ¿Quién de
nosotros, a la noche, antes de terminar la jornada, permanece solo,
sola, y se hace la pregunta: qué cosa ha sucedido hoy en mi corazón?
¿Qué cosa ha sucedido? ¿Qué cosas han pasado a través de mi corazón? Si
no lo hacemos, verdaderamente no sabemos vigilar bien ni custodiar
bien”. El examen de conciencia “es una gracia, porque
custodiar nuestro corazón es custodiar el Espírito Santo, que está
dentro de nosotros”: “Nosotros sabemos, Jesús habla claramente,
que los diablos vuelven, siempre. También al final de la vida, Él –
Jesús – nos da el ejemplo de esto. Y para custodiar, para vigilar, para
que no entren los demonios, es necesario saber recogerse, es decir,
entrar en silencio ante sí mismos y ante Dios, y al final de la jornada
preguntarse: ‘¿Qué cosa ha sucedido hoy en mi corazón? ¿Ha entrado
alguien que no conozco? ¿La llave está en su lugar?’. Y esto nos ayudará
a defendernos de tantas maldades, incluso de las que nosotros podemos
hacer, si entran estos demonios, que son muy astutos, y al final nos
estafan a todos”.
En la oración pedimos tantas cosas, pero el don más grande que Dios nos
puede dar es el Espíritu Santo. Lo afirmó el Papa Francisco en la
homilía matutina de la misa celebrada en la capilla de la Casa de Santa
Marta. Al comentar el Evangelio del día, sobre la parábola de un hombre
que tras tanto insistir obtiene de un amigo lo que pide, el Pontífice
afirmó que Dios “tiene tanta misericordia”, por lo que al pedirle perdón
podemos añadir lo que la oración non osa esperar”: “Esto me ha hecho pensar: es propio de la misericordia de Dios no sólo perdonar – eso
todos lo sabemos – sino ser generoso y dar más, más… Hemos pedido: ‘Y
añade lo que la oración no osa esperar’. Nosotros quizá en la oración
pedimos esto y esto, y ¡Él nos da más, siempre! ¡Siempre, cada vez
más!”. El Papa subrayó que en el Evangelio hay “tres palabras
claves”: “el amigo, el Padre y el don”. Jesús – dijo – “muestra a
los discípulos lo que es la oración. Es como un hombre que va a
medianoche a lo de un amigo para pedirle algo. Y observó que en la vida
“hay amigos que son de oro”, que verdaderamente dan todo. Mientras “hay
otros más o menos buenos”, y la Biblia nos dice ‘uno, dos o tres… ¡no
más!’. Después, los demás son amigos, pero no como éstos”. E incluso si
somos molestos y entrometidos “la relación de amistad hace que nos sea
dado lo que nosotros pedimos”. “Jesús da un paso hacia adelante y
habla del Padre: ‘¿Qué padre entre ustedes, si un hijo le pide un
pescado, le dará una serpiente en lugar del pescado? ¿O si le pide un
huevo, le dará un escorpión?’… ‘Si ustedes entonces que son malos, sabes
dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo!’”. Por
tanto – prosiguió Francisco – “no sólo el amigo que nos acompaña en el
camino de la vida nos ayuda y nos da lo que pedimos: también el Padre
del cielo” que “nos ama tanto y del cual Jesús ha dicho que se preocupa
por dar de comer a los pájaros del campo. Jesús quiere despertar la
confianza en la oración” y dice: “Pidan y les será dado, busquen y
encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque quien pide recibe, quien
busca encuentra, y a quien llama le será abierto”. “Ésta – afirmó el
Santo Padre – es la oración: pedir, buscar y llamar al corazón de Dios”.
Y el Padre “dará el Espíritu Santo a los que le piden”: “Éste es
el don, éste es el plus de Dios. Dios jamás te da un regalo, una cosa
que le pides así, sin envolverlo bien, sin algo más que lo haga más
bello. Y lo que el Señor, el Padre nos da de más es el Espíritu: el
verdadero don del Padre es lo que la oración no osa esperar. ‘Yo pido
esta gracia; pido esto, llamo y rezo tanto… Sólo espero que me dé esto. Y
Él que es Padre, me da aquello y además: el don, el Espíritu Santo”. “La
oración – concluyó el Papa – se hace con el amigo, que es el compañero
de camino de la vida, se hace con el Padre y se hace en el Espíritu
Santo. El amigo es Jesús”: “Es Él quien nos acompaña y nos enseña a
rezar. Y nuestra oración debe ser así, trinitaria. Tantas veces: ‘¿Pero
usted cree?’: ‘¡Sí! ¡Sí!’; ¿En qué cree?’; ‘¡En Dios!’; ‘¿Pero qué es
Dios para usted?’; ‘¡Dios, Dios!’. Pero Dios no existe: ¡no se
escandalicen! ¡Dios así no existe! Existe el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo: son personas, no son una idea en el aire… ¡Este Dios
spray non existe! ¡Existen las personas! Jesús es el compañero de camino
que nos da lo que le pedimos; el Padre que nos cuida y nos ama; y el
Espíritu Santo que es el don, es ese plus que da el Padre, lo que
nuestra conciencia no osa esperar”.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En las últimas
catequesis, hemos tratado de sacar a la luz la naturaleza y la belleza
de la Iglesia, y nos hemos preguntado qué comporta para cada uno de
nosotros el ser parte de este pueblo, pueblo de Dios, que es la Iglesia.
Pero no debemos olvidar que hay tantos hermanos, que comparten con
nosotros la fe en Cristo, pero que pertenecen a otras confesiones o a
tradiciones diferentes de la nuestra. Muchos se han resignado a esta
división – también dentro de nuestra Iglesia católica se han resignado -
que en el curso de la historia, a menudo ha sido causa de conflictos y
de sufrimientos: ¡también de guerras eh! ¡Esta es una vergüenza!
También hoy las relaciones no son siempre marcadas por el respeto y la
cordialidad. Pero, me pregunto: ¿nosotros, cómo nos presentamos de
frente a todo esto? ¿También nosotros estamos resignados o somos incluso
indiferentes a esta división? ¿O más bien creemos firmemente que se
puede y se debe caminar en la dirección de la reconciliación y de la
plena comunión? La plena comunión, es decir, poder participar todos
juntos en el cuerpo y la sangre de Cristo. La división entre
cristianos, mientras hieren a la Iglesia, hieren a Cristo y nosotros
divididos herimos a Cristo: la Iglesia, en efecto, es el cuerpo del
cual Cristo es la cabeza. Sabemos bien cuánto deseaba Jesús que sus
discípulos permanecieran unidos en su amor. Es suficiente pensar en sus
palabras referidas en el capítulo décimo séptimo del Evangelio de Juan,
la oración dirigida al Padre en la inminencia de la pasión: “Padre
santo, cuida en tu nombre a los que me diste, para que sean uno como
nosotros” (Jn, 17,11). Ésta unidad estaba ya amenazada mientras
Jesús estaba todavía entre los suyos: en el Evangelio, en efecto, se
recuerda que los apóstoles discutían entre ellos sobre quién fuera el
más grande, el más importante (cfrLc 9,46). Pero
el Señor, ha insistido tanto en la unidad en el nombre del Padre,
haciéndonos entender que nuestro anuncio y nuestro testimonio serán más
creíbles cuánto más nosotros, en primer lugar, seremos capaces de vivir
en comunión y de amarnos. Es lo que sus apóstoles, con la gracia del
Espíritu Santo, comprendieron después profundamente y cuidaron, tanto
que San Pablo llegará a implorar la comunidad de Corinto con estas
palabras: “Hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, yo los
exhorto a que se pongan de acuerdo: que no haya divisiones entre ustedes
y vivan en perfecta armonía, teniendo la misma manera de pensar y de
sentir” (1 Cor 1,10). Durante su camino en la historia, la
Iglesia es tentada por el maligno, que trata de dividirla, y por
desgracia se ha visto afectada por separaciones graves y dolorosas. Son
divisiones que a veces se han prolongado en el tiempo, hasta hoy, por lo
cual ahora resulta difícil reconstruir todos los motivos y sobre todo,
encontrar soluciones posibles. Las razones que llevaron a las fracturas y
separaciones pueden ser muy diferentes: desde las diferencias sobre
principios dogmáticos y morales y sobre concepciones teológicas y
pastorales diversas, a los motivos políticos y de conveniencia, hasta
los enfrentamientos debidos a antipatías y ambiciones personales... Los
que es cierto es que, en un modo o en el otro, detrás de estas
laceraciones están siempre la soberbia y el egoísmo, que son causa de
todo desacuerdo y nos hacen intolerantes, incapaces de escuchar y
aceptar a aquellos que tienen una visión o un posición diferente de la
nuestra. Ahora, de frente a todo esto, ¿hay algo que cada uno de
nosotros, como miembros de la santa madre Iglesia, podemos y debemos
hacer? Ciertamente, no debe faltar la oración, en continuidad y en
comunión con la de Jesús, la oración por la unidad de los cristianos. Y
junto con la oración, el Señor nos pide una renovada apertura: nos pide
no cerrarnos al diálogo y al encuentro, sino captar todo aquello que de
válido y positivo se nos ofrece también por quienes piensan diferente
de nosotros o se ponen en una diferente posición. Nos pide no fijar la
mirada en lo que nos divide, sino más bien en lo que nos une, tratando
de conocer mejor y amar a Jesús y compartir la riqueza de su amor. Y
esto conlleva concretamente la adhesión a la verdad, junto con la
capacidad de perdonarse, de sentirse parte de la misma familia
cristiana, de considerarse el uno un don para el otro y hacer juntos
muchas cosas buenas, y obras de caridad. Es un dolor, pero hay
divisiones, hay cristianos divididos, nos hemos dividido entre nosotros.
Pero todos tenemos algo en común: todos creemos en Jesucristo el Señor,
todos creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y en
tercer lugar, todos caminamos juntos, estamos en camino. ¡Ayudémonos los
unos a los otros! Tú piensas así, tú así…Pero, en todas las comunidades
hay buenos teólogos: que ellos discutan, que ellos busquen la verdad
teológica, porque es un deber; pero nosotros caminemos juntos, rezando
los unos por los otros, y haciendo las obras de caridad. Y así hacemos
la comunión en camino, esto se llama: ecumenismo espiritual. Caminar el
camino de la vida todos juntos en nuestra fe, en Jesucristo nuestro
Señor. Se dice que no debe hablarse de cosas personales, pero, no
resisto a la tentación…Estamos hablando de comunión, comunión entre
nosotros, y hoy, estoy muy agradecido al Señor, porque hoy ¡hace 70 años
que hice la Primera Comunión! Pero, hacer la Primera Comunión todos
nosotros debemos saber que significa entrar en comunión con los otros,
en comunión con los hermanos de nuestra iglesia, pero también en
comunión con todos aquellos que pertenecen a comunidades diferentes,
pero creen en Jesús. Agradezcamos al Señor, todos, por nuestro bautismo,
agradezcamos al Señor todos, por nuestra comunión, y para que esta
comunión sea al final una comunión de todos juntos. Queridos amigos,
¡entonces vamos hacia adelante hacia la unidad plena! La historia nos ha
separado, pero estamos en camino hacia la reconciliación y la comunión.
Y esto es verdad, ¡esto tenemos que defender! ¡Todos estamos en camino
hacia la comunión! Y cuando la meta nos pueda parecer demasiado lejana,
casi inalcanzable, y nos sintamos atrapados por el desaliento, nos anime
la idea de que Dios no puede cerrar su oído a la voz de su propio Hijo
Jesús y no cumplir con sus y nuestras oraciones, para que todos los
cristianos sean verdaderamente una sola cosa. Gracias.