Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis anterior sobre la familia, me detuve sobre el primer
relato de la creación del ser humano, en el primer capítulo del
Génesis, en donde está escrito: “Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer” (1,27).
Hoy quisiera completar la reflexión con el segundo relato, que
encontramos en el segundo capítulo. Aquí leemos que el Señor, después de
haber creado el cielo y la tierra “modeló al hombre con arcilla del
suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió
en un ser viviente” (2,7). Es el culmen de la creación. Pero falta algo. Luego Dios pone al hombre en un bellísimo jardín, “para que lo cultivara y lo cuidara” (cfr. 2, 15).
El Espíritu Santo, que ha inspirado toda la Biblia, sugiere por un
momento la imagen del hombre solo - le falta algo - sin mujer. Y sugiere
el pensamiento de Dios, casi el sentimiento de Dios que lo mira, que
observa a Adán solo en el jardín: es libre, es señor, pero está solo. Y
Dios ve que esto “no está bien”: es como una falta de comunión, le falta
una comunión, una falta de plenitud. “No está bien” - dice Dios - y
agrega: “Voy a hacerle una ayuda adecuada” (2,18).
Entonces Dios presenta al hombre todos los animales; el hombre da a
cada uno de ellos su nombre – y ésta es otra imagen de la señoría del
hombre sobre la creación – pero no encuentra en ningún animal el otro
similar a sí mismo. El hombre continúa solo. Cuando finalmente Dios
presenta a la mujer, el hombre reconoce exultante que aquella creatura, y
sólo aquella, es parte de él: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y
carne de mi carne!” (2, 23). Finalmente, hay un reflejo, una
reciprocidad. Y cuando una persona – es un ejemplo para entender bien
esto - quiere dar la mano a otra, debe tener otro adelante: si uno da
la mano y no tiene nada, la mano está allí, le falta la reciprocidad.
Así era el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba
reciprocidad. La mujer no es una “replica” del hombre; viene
directamente del gesto creador de Dios. La imagen de la “costilla” no
expresa de ninguna manera inferioridad o subordinación sino, al
contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son complementarios.
También tienen esta reciprocidad. Y el hecho que - siempre en la
parábola - Dios plasme la mujer mientras el hombre duerme, subraya
precisamente que ella no es de ninguna manera creatura del hombre, sino
de Dios. Y también sugiere otra cosa: para encontrar a la mujer y
podemos decir, para encontrar el amor en la mujer, pero para encontrar
la mujer, el hombre primero debe soñarla, y luego la encuentra.
La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a los cuales confía la tierra, es generosa, directa y plena.
Pero es aquí que el maligno introduce en su mente la sospecha, la
incredulidad, la desconfianza. Y finalmente, llega la desobediencia al
mandamiento que los protegía. Caen en aquel delirio de omnipotencia que
contamina todo y destruye la armonía. También nosotros lo sentimos
dentro de nosotros, tantas veces, todos.
El pecado genera desconfianza y división entre el hombre y la mujer.
Su relación será acechada por mil formas de prevaricación y de
sometimiento, de seducción engañosa y de prepotencia humillante, hasta
aquellas más dramáticas y violentas. La historia trae consigo las
huellas. Pensemos, por ejemplo, en los excesos negativos de las culturas
patriarcales. Pensemos en las múltiples formas de machismo donde la
mujer era considerada de segunda clase. Pensemos en la
instrumentalización y mercantilización del cuerpo femenino en la actual
cultura mediática. Pero pensemos también en la reciente epidemia de
desconfianza, de escepticismo e incluso de hostilidad que se difunde en
nuestra cultura – en particular a partir de una comprensible
desconfianza de las mujeres – con respecto a una alianza entre hombre y mujer que sea capaz, al mismo tiempo, de afinar la intimidad de la comunión y de custodiar la dignidad de la diferencia.
Si no encontramos un sobresalto de simpatía por esta alianza, capaz de poner a las nuevas generaciones al amparo de la desconfianza y de la indiferencia,
los hijos vendrán al mundo siempre más erradicados de ella, desde el
seno materno. La devaluación social por la alianza estable y generativa
del hombre y de la mujer es ciertamente una pérdida para todos. ¡Debemos revalorizar el matrimonio y la familia!
Y la Biblia dice una cosa bella: el hombre encuentra la mujer, ellos se
encuentran, y el hombre debe dejar algo para encontrarla plenamente. Y
por esto, el hombre dejará a su padre y a su madre para ir con ella. ¡Es
bello! Esto significa comenzar un camino. El hombre es todo para la
mujer y la mujer es toda para el hombre.
Por lo tanto, la custodia de esta alianza del hombre y de la mujer,
aun pecadores y heridos, confundidos y humillados, desalentados e
inciertos, para nosotros creyentes es una vocación ardua y apasionante,
en la condición actual. El mismo relato de la creación y del pecado, en
su final, nos entrega un ícono bellísimo: “El Señor Dios hizo al hombre y
a su mujer unas túnicas de pieles y los vistió” (Gen 3, 21). Es una
imagen de ternura hacia aquella pareja pecadora que nos deja a boca
abierta: la ternura de Dios por el hombre y por la mujer. Es una imagen
de custodia paterna de la pareja humana. Dios mismo cuida y protege su
obra maestra.
miércoles, 22 de abril de 2015
lunes, 13 de abril de 2015
Santa Marta 20150413
Sólo el Espíritu
Santo nos da la «fuerza de anunciar a Jesucristo hasta el testimonio final». Y
el Espíritu «viene de cualquier parte, como el viento». En la homilía de la
misa que celebró el lunes 13 de abril en Santa Marta, el Papa Francisco afrontó
el tema de la «valentía cristiana» que es una «gracia que da el Espíritu
Santo».
El punto de partida de su reflexión
fue un pasaje de los Hechos de los apóstoles (4, 23-31). Se trata de la parte
final de un largo relato «que comienza con un milagro que hacen Pedro y Juan:
la curación del cojo que estaba en la puerta llamada «Hermosa», pidiendo
limosna». El Papa hizo referencia a todo el episodio y recordó que Pedro miró
al cojo «y le dijo: “No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: levántate
y camina”». El hombre se curó. La gente que vio esto quedó asombrada «y alababa
a Dios». Entonces «Pedro aprovechó para anunciar el Evangelio, para anunciar la
buena noticia de Jesucristo: para anunciar a Jesucristo».
A ese punto, explicó el Papa
Francisco, los sacerdotes se encontraban molestos: enviaron a «algunos a
detener a Pedro y a Juan», quienes se mostraron como «gente sencilla, sin
instrucción». Los dos apóstoles «permanecieron en la cárcel esa noche». Al día
siguiente los sacerdotes decidieron «prohibirle hablar en nombre de Jesús, de
predicar esta doctrina». Pero ellos «continuaron»; es más, Pedro —que «era
quien hablaba en nombre de los dos»— afirmó: «Si es justo obedeceros a vosotros
en lugar de obedecer a Dios: nosotros obedecemos a Dios». Y añadió «la palabra
que hemos escuchado muchas veces: “No podemos menos de contar lo que hemos
visto y oído».
De aquí el Pontífice retomó el pasaje
propuesto por la liturgia del día, donde se lee que los dos, «al ser puestos en libertad», fueron a contar
a la comunidad «lo que les habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos», y
que todos, ante esas palabras, «todos invocaron a una a Dios y comenzaron a
rezar», recorriendo las etapas de la historia de la salvación hasta Jesús. Y
«al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos y todos se
llenaron de Espíritu Santo y proclamaban la Palabra de Dios con franqueza».
Precisamente en esta última palabra
—«franqueza»— se detuvo el Pontífice destacando cómo en esa oración común se
lee: «“Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos” no huir:
“predicar con toda franqueza tu palabra”». Aquí emerge la indicación para cada
cristiano: «Podemos decir», subrayó el Papa Francisco, que «también hoy el
mensaje de la Iglesia es el mensaje del camino de la franqueza, del camino de
la valentía cristiana». Esa palabra, explicó, «se puede traducir “valor”,
“franqueza”, “libertad de hablar”, “no tener miedo de decir las cosas”». Es la
“parresía”. Los dos apóstoles «pasaron del temor a la franqueza, a decir las
cosas con libertad».
El
círculo de la reflexión del Papa se cerró con la relectura del pasaje del
Evangelio de san Juan (3, 1-8), o sea del «diálogo un poco misterioso entre
Jesús y Nicodemo, sobre el “segundo nacimiento”». En este punto el Pontífice se
preguntó: «En toda la historia, ¿quién es el verdadero protagonista? En este
itinerario de la franqueza, ¿quién es el verdadero protagonista? ¿Pedro, Juan,
el cojo curado, la gente que escuchaba, los sacerdotes, los soldados, Nicodemo,
Jesús?». Y la respuesta fue: «el verdadero protagonista es precisamente el
Espíritu Santo. Porque Él es el único capaz de darnos esta gracia de la
valentía de anunciar a Jesucristo».
Es
la «valentía del anuncio» lo que «nos distingue del simple proselitismo».
Explicó el Papa: «Nosotros no hacemos publicidad» para tener «más “socios” en
nuestra “sociedad espiritual”». Esto «no funciona, no es cristiano». En cambio,
«lo que el cristiano hace es anunciar con valentía; y el anuncio de Jesucristo
provoca, mediante el Espíritu Santo, ese estupor que nos hace seguir adelante».
Por eso «el verdadero protagonista de todo esto es el Espíritu Santo», hasta el
punto que –como se lee en los Hechos de los Apóstoles– cuando los discípulos
terminaron la oración, el lugar donde se encontraban tembló y todos quedaron
llenos de Espíritu. Fue, dijo el Papa Francisco, «como un nuevo Pentecostés».
El
Espíritu Santo es, por lo tanto, el protagonista, hasta el punto que Jesús dice
a Nicodemo que se puede nacer de nuevo pero que «el viento sopla donde quiere y
oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene y adónde va. Así es todo el que ha
nacido del Espíritu». Por ello, explicó el Pontífice, «es precisamente el
Espíritu quien nos cambia, quien viene de cualquier parte, como el viento». Y
también: «solamente el Espíritu es capaz de cambiar nuestra actitud, de
cambiarnos, de cambiar la actitud, de cambiar la historia de nuestra vida,
cambiar incluso nuestra pertenencia». Y es el Espíritu mismo quien dio la
fuerza a los dos apóstoles, «hombres sencillos y sin instrucción», de «anunciar
a Jesucristo hasta el testimonio final: el martirio».
Aquí
está entonces la enseñanza para cada creyente: «el camino de la valentía
cristiana es una gracia que da el Espíritu Santo». Hay, en efecto, «muchos
caminos que podemos tomar, incluso que nos dan una cierta valentía», por lo que
se puede decir: «¡Mira qué valiente la decisión que tomó!». Pero todo esto «es
instrumento de algo más grande: el Espíritu». Y «si no está el Espíritu,
podemos hacer muchas cosas, mucho trabajo, pero no sirve de nada».
Por eso, concluyó
el Papa, después del día de Pascua, «que duró ocho días», la Iglesia «nos
prepara para recibir el Espíritu Santo». Ahora, «en la celebración del misterio
de la muerte y resurrección de Jesús, podemos recordar toda la historia de
salvación», que es también «nuestra propia historia de salvación», y podemos
«pedir la gracia de recibir el Espíritu para que nos dé la auténtica valentía
para anunciar a Jesucristo».
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