skip to main |
skip to sidebar
Queridos hermanos y hermanas, feliz Navidad. Cristo nos ha nacido, exultemos en el día de nuestra salvación.
Abramos nuestros corazones para recibir la gracia de este día, que es Él mismo: Jesús es el «día» luminoso que surgió en el horizonte de la humanidad. El día de la misericordia, en el cual Dios Padre ha revelado a la humanidad su inmensa ternura. Día de luz que disipa las tinieblas del miedo y de la angustia. Día de paz, en el que es posible encontrarse, dialogar, sobre todo, reconciliarse. Día de alegría: una «gran alegría» para los pequeños y los humildes, para todo el pueblo (cf. Lc. 2,10).
En este día, ha nacido de la Virgen María Jesús, el Salvador. El pesebre nos muestra la «señal» que Dios nos ha dado: «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc. 2,12). Como los pastores de Belén, también nosotros vamos a ver esta señal, este acontecimiento que cada año se renueva en la Iglesia. La Navidad es un acontecimiento que se renueva en cada familia, en cada parroquia, en cada comunidad que acoge el amor de Dios encarnado en Jesucristo. Como María, la Iglesia muestra a todos la «señal» de Dios: el niño que ella ha llevado en su seno y ha dado a luz, pero que es el Hijo del Altísimo, porque «proviene del Espíritu Santo» (Mt. 1,20). Por eso es el Salvador, porque es el Cordero de Dios que toma sobre sí el pecado del mundo (cf. Jn. 1,29). Junto a los pastores, postrémonos ante el Cordero, adoremos la Bondad de Dios hecha carne, y dejemos que las lágrimas del arrepentimiento llenen nuestros ojos y laven nuestro corazón.
Sólo Él, sólo Él nos puede salvar. Sólo la misericordia de Dios puede liberar a la humanidad de tantas formas de mal, a veces monstruosas, que el egoísmo genera en ella. La gracia de Dios puede convertir los corazones y abrir nuevas perspectivas para realidades humanamente insuperables.
Donde nace Dios, nace la esperanza. Donde nace Dios, nace la paz. Y donde nace la paz, no hay lugar para el odio ni para la guerra. Sin embargo, precisamente allí donde el Hijo de Dios vino al mundo, continúan las tensiones y las violencias y la paz queda como un don que se debe pedir y construir. Que los israelíes y palestinos puedan retomar el diálogo directo y alcanzar un entendimiento que permita a los dos pueblos convivir en armonía, superando un conflicto que les enfrenta desde hace tanto tiempo, con graves consecuencias para toda la región.
Pidamos al Señor que el acuerdo alcanzado en el seno de las Naciones Unidas logre cuanto antes acallar el fragor de las armas en Siria y remediar la gravísima situación humanitaria de la población extenuada. Es igualmente urgente que el acuerdo sobre Libia encuentre el apoyo de todos, para que se superen las graves divisiones y violencias que afligen el país. Que toda la Comunidad internacional ponga su atención de manera unánime en que cesen las atrocidades que, tanto en estos países como también en Irak, Yemen y en el África subsahariana, causan todavía numerosas víctimas, provocan enormes sufrimientos y no respetan ni siquiera el patrimonio histórico y cultural de pueblos enteros. Quiero recordar también a cuantos han sido golpeados por los atroces actos terroristas, particularmente en las recientes masacres sucedidas en los cielos de Egipto, en Beirut, París, Bamako y Túnez.
Que el Niño Jesús les dé consuelo y fuerza a nuestros hermanos, perseguidos por causa de su fe en distintas partes del mundo.
Pidamos Paz y concordia para las queridas poblaciones de la República Democrática del Congo, de Burundi y del Sudán del Sur para que, mediante el diálogo, se refuerce el compromiso común en vista de la edificación de sociedades civiles animadas por un sincero espíritu de reconciliación y de comprensión recíproca.
Que la Navidad lleve la verdadera paz también a Ucrania, ofrezca alivio a quienes padecen las consecuencias del conflicto e inspire la voluntad de llevar a término los acuerdos tomados, para restablecer la concordia en todo el país.
Que la alegría de este día ilumine los esfuerzos del pueblo colombiano para que, animado por la esperanza, continúe buscando con tesón la anhelada paz.
Donde nace Dios, nace la esperanza¸ y donde nace la esperanza, las personas encuentran la dignidad. Sin embargo, todavía hoy muchos hombres y mujeres son privados de su dignidad humana y, como el Niño Jesús, sufren el frío, la pobreza y el rechazo de los hombres. Que hoy llegue nuestra cercanía a los más indefensos, sobre todo a los niños soldado, a las mujeres que padecen violencia, a las víctimas de la trata de personas y del narcotráfico.
Que no falte nuestro consuelo a cuantos huyen de la miseria y de la guerra, viajando en condiciones muchas veces inhumanas y con serio peligro de su vida. Que sean recompensados con abundantes bendiciones todos aquellos, personas privadas o Estados, que trabajan con generosidad para socorrer y acoger a los numerosos emigrantes y refugiados, ayudándoles a construir un futuro digno para ellos y para sus seres queridos, y a integrarse dentro de las sociedades que los reciben.
Que en este día de fiesta, el Señor vuelva a dar esperanza a cuantos no tienen trabajo, que son muchos, y sostenga el compromiso de quienes tienen responsabilidades públicas en el campo político y económico para que se empeñen en buscar el bien común y tutelar la dignidad toda vida humana.
Donde nace Dios, florece la misericordia. Este es el don más precioso que Dios nos da, particularmente en este año jubilar, en el que estamos llamados a descubrir la ternura que nuestro Padre celestial tiene con cada uno de nosotros. Que el Señor conceda, especialmente a los presos, la experiencia de su amor misericordioso que sana las heridas y vence el mal.
Y de este modo, hoy todos juntos exultemos en el día de nuestra salvación. Contemplando el portal de Belén, fijemos la mirada en los brazos de Jesús que nos muestran el abrazo misericordioso de Dios, mientras escuchamos el gemido del Niño que nos susurra: «Por mis hermanos y compañeros voy a decir: “La paz contigo”» (Sal. 121 [122], 8).
Después del mensaje Urbi et Orbi el Papa dedicó unas palabras a los fieles presentes en la Plaza de San Pedro y a los que le siguieron por los medios de comunicación:
A ustedes, queridos hermanos y hermanas, llegados de diferentes partes del mundo en esta Plaza, y a los que desde diversos países están conectados con la radio, la televisión y los otros medios de comunicación, les envío mi cordial felicitación.
Es la Navidad del Año Santo de la Misericordia, por eso deseo a todo que puedan acoger en su propia vida la misericordia de Dios, que Jesucristo nos ha donado, por ser misericordiosos con nuestros hermanos. ¡Así haremos crecer la paz!
¡Feliz Navidad!
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy reflexionaremos sobre una cualidad característica de la vida
familiar que se aprende desde los primeros años de vida: la
convivialidad, es decir, la actitud de compartir los bienes de la vida y
ser felices de poderlo hacer. ¡Pero compartir y saber compartir es una
virtud preciosa! Su símbolo, su “ícono”, es la familia reunida alrededor
de la mesa doméstica. El compartir los alimentos – y por lo tanto,
además de los alimentos, también los afectos, los cuentos, los eventos… -
es una experiencia fundamental. Cuando hay una fiesta, un cumpleaños,
un aniversario, nos reunimos alrededor de la mesa. En algunas culturas
es habitual hacerlo también por el luto, para estar cercanos de quien se
encuentra en el dolor por la pérdida de un familiar.
La convivialidad es un termómetro seguro para medir la salud de las
relaciones: si en la familia hay algo que no está bien, o alguna herida
escondida, en la mesa se percibe enseguida. Una familia que no come casi
nunca juntos, o en cuya mesa no se habla pero se ve la televisión, o el
smartphone, es una familia “poco familia”. Cuando los hijos en la mesa
están pegados a la computadora, al móvil, y no se escuchan entre ellos,
esto no es familia, es un jubilado.
El Cristianismo tiene una especial vocación por la convivialidad,
todos lo saben. El Señor Jesús enseñaba frecuentemente en la mesa, y
representaba algunas veces el Reino de Dios como un banquete gozoso.
Jesús escogió la comida también para entregar a sus discípulos su
testamento espiritual – lo hizo en la cena – condensado en el gesto
memorial de su Sacrificio: donación de su Cuerpo y de su Sangre como
Alimento y Bebida de salvación, que nutren el amor verdadero y duradero.
En esta perspectiva, podemos bien decir que la familia es “de casa” a
la Misa, propio porque lleva a la Eucaristía la propia experiencia de
convivencia y la abre a la gracia de una convivialidad universal, del
amor de Dios por el mundo. Participando en la Eucaristía, la familia es
purificada de la tentación de cerrarse en sí misma, fortalecida en el
amor y en la fidelidad, y extiende los confines de su propia fraternidad
según el corazón de Cristo.
En nuestro tiempo, marcado por tantas cerrazones y tantos muros, la
convivialidad, generada por la familia y dilatada en la Eucaristía, se
convierte en una oportunidad crucial. La Eucaristía y la familia
nutridas por ella pueden vencer las cerrazones y construir puentes de
acogida y de caridad. Sí, la Eucaristía de una Iglesia de familias,
capaces de restituir a la comunidad la levadura dinámica de la
convivialidad y de hospitalidad recíproca, es una ¡escuela de inclusión
humana que no teme confrontaciones! No existen pequeños, huérfanos,
débiles, indefensos, heridos y desilusionados, desesperados y
abandonados, que la convivialidad eucarística de las familias no pueda
nutrir, restaurar, proteger y hospedar.
La memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender. Nosotros
mismos hemos conocido, y todavía conocemos, que milagros pueden suceder
cuando una madre tiene una mirada de atención, servicio y cuidado por
los hijos ajenos, además de los propios. ¡Hasta ayer, bastaba una mamá
para todos los niños del patio! Y además: sabemos bien la fuerza que
adquiere un pueblo cuyos padres están preparados para movilizarse para
proteger a sus hijos de todos, porque consideran a los hijos un bien
indivisible, que son felices y orgullosos de proteger.
Hoy muchos contextos sociales ponen obstáculos a la convivialidad
familiar. Es verdad, hoy no es fácil. Debemos encontrar el modo de
recuperarla; en la mesa se habla, en la mesa se escucha. Nada de
silencio, ese silencio que no es el silencio de las religiosas, es el
silencio del egoísmo: cada uno tiene lo suyo, o la televisión o el
ordenador… y no se habla. No, nada de silencio. Recuperar esta
convivialidad familiar aunque sea adaptándola a los tiempos. La
convivialidad parece que se ha convertido en una cosa que se compra y se
vende, pero así es otra cosa. Y la nutrición no es siempre el símbolo
de un justo compartir de los bienes, capaz de alcanzar a quien no tiene
ni pan ni afectos. En los Países ricos somos estimulados a gastar en una
nutrición excesiva, y luego lo hacemos de nuevo para remediar el
exceso. Y este “negocio” insensato desvía nuestra atención del hambre
verdadera, del cuerpo y del alma. Cuando no hay convivialidad hay
egoísmo, cada uno piensa en sí mismo. Es tanto así, que la publicidad la
ha reducido a un deseo de galletas y dulces. Mientras tanto, muchos
hermanos y hermanas se quedan fuera de la mesa. ¡Es un poco vergonzoso!
¿No?
Miremos el misterio del Banquete eucarístico. El Señor entrega su
Cuerpo y derrama su Sangre por todos. De verdad no existe división que
pueda resistir a este Sacrificio de comunión; solo la actitud de
falsedad, de complicidad con el mal puede excluir de ello. Cualquier
otra distancia no puede resistir a la potencia indefensa de este pan
partido y de este vino derramado, Sacramento del único Cuerpo del Señor.
La alianza viva y vital de las familias cristianas, que precede,
sostiene y abraza en el dinamismo de su hospitalidad las fatigas y las
alegrías cotidianas, coopera con la gracia de la Eucaristía, que es
capaz de crear comunión siempre nueva con la fuerza que incluye y que
salva.
La familia cristiana mostrará así, la amplitud de su verdadero
horizonte, que es el horizonte de la Iglesia Madre de todos los hombres,
de todos los abandonados y de los excluidos, en todos los pueblos.
Oremos para que esta convivialidad familiar pueda crecer y madurar en el
tiempo de gracia del próximo Jubileo de la Misericordia. Gracias.
Es necesario rezar mucho para no dejarse contagiar por el “virus” de la hipocresía, esa actitud farisaica que seduce con las mentiras estando en la sombra. Es el apremio de Jesús que el Papa Francisco invitó a acoger al comentar el Evangelio del día durante la homilía de la Misa matutina celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta.El Santo Padre
afirmó que la hipocresía no tiene color, sino que más bien juega con
las tonalidades. Se insinúa y seduce en “claroscuro”, con “la
fascinación de la mentira”. El Papa se detuvo a considerar la escena
presentada en el pasaje evangélico de Lucas – Jesús
y los discípulos en medio de una muchedumbre en la que se atropellaban
unos a otros – poniendo de manifiesto la genuina advertencia de Cristo
a los suyos: “Cuídense de la levadura de los fariseos”. Francisco
observó que la levadura “es algo pequeñísimo”, pero Jesús habla como si
quisiera decir “virus”. Como “un médico” que dice “a sus colaboradores”
que estén atentos a los riesgos de un “contagio”:
“La
hipocresía es ese modo de vivir, de obrar, de hablar, que no es claro.
Quizás sonríe, tal vez está serio… No es luz, no es tiniebla… Se mueve
de una manera que parece no amenazar a nadie, como la serpiente, pero
tiene el atractivo del claroscuro. Tiene esa fascinación de no mostrar
las cosas claras, de no decir las cosas claramente; la fascinación de la
mentira, de las apariencias… A los fariseos hipócritas, Jesús también
les decía que estaban llenos de sí mismos, de vanidad, que a ellos les
agradaba pasear por las plazas haciendo ver que eran importantes, gente
culta…”.
Sin embargo Jesús
tranquiliza a la multitud. “No tengan miedo”, afirma, porque “no hay
nada oculto que no deba ser revelado, ni nada secreto que no deba ser
conocido”. Como si quisiera decir – observó Francisco – que esconderse
“no ayuda”, si bien “la levadura de los fariseos” llevaba y lleva “a la
gente a amar más a las tinieblas que a la luz”:
“Esta
levadura es un virus que enferma y te hará morir. ¡Estén atentos! Esta
levadura te lleva a las tinieblas. ¡Estén atentos! Pero hay uno que es
más grande que esto: es el Padre que está en el Cielo. ‘¿Acaso cinco
pájaros no se venden por dos monedas? Y sin embargo, Dios no olvida a
ninguno de ellos. También los cabellos de su cabeza están todos
contados’. Y después la exhortación final: ‘¡No tengan miedo! ¡Valen más
que muchos pájaros!’. Ante todos estos temores que nos ponen aquí y
allá, y allá, y que nos pone el virus, la levadura de la hipocresía
farisea, Jesús nos dice: ‘Hay un Padre. Hay un Padre que los ama. Hay un
Padre que los cuida’”.
Hay
un solo modo para evitar el contagio – sostuvo el Papa Bergoglio –. Es
el camino que indica Jesús: orar. La única solución – concluyó – para no
caer en esa “actitud farisaica que no es ni luz ni tinieblas”, sino que
está “a mitad” de un camino que “jamás llevará a la luz de Dios”:
“Oremos.
Oremos tanto. ‘Señor, custodia tu Iglesia, que somos todos nosotros:
custodia a tu pueblo, el que se había reunido y se apretujaba entre sí.
Custodia a tu pueblo, para que ame la luz, la luz que viene del Padre,
que viene de Tu Padre, que te ha enviado a Ti para salvarnos. Custodia a
tu pueblo para que no se vuelva hipócrita, para que no caiga en la
tibieza de la vida. Custodia a tu pueblo para que tenga la alegría de
saber que hay un Padre que nos ama tanto”.
Queridas familias, buenas tardes.
¿Vale la pena encender una pequeña vela en la oscuridad que nos
rodea? ¿No se necesitaría algo más para disipar la oscuridad? Pero, ¿se
pueden vencer las tinieblas?
En ciertas épocas de la vida –de esta vida llena de recursos
estupendos–, preguntas como esta se imponen con apremio. Frente a las
exigencias de la existencia, existe la tentación de echarse para atrás,
de desertar y encerrarse, a lo mejor en nombre de la prudencia y del
realismo, escapando así de la responsabilidad de cumplir a fondo el
propio deber.
¿Recuerdan la experiencia de Elías? El cálculo humano le causa al
profeta un miedo que lo empuja a buscar refugio. «Entonces Elías tuvo
miedo, se levantó y se fue para poner a salvo su vida […] Caminó
cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios. Allí
se introdujo en la cueva y pasó la noche. Le llegó la palabra del Señor
preguntando: “¿Qué haces aquí, Elías?”» (1 R 19,3.8-9). Luego, en el
Horeb, la respuesta no la encontrará en el viento impetuoso que sacude
las rocas, ni en el terremoto, ni tampoco en el fuego. La gracia de Dios
no levanta la voz, es un rumor que llega a cuantos están dispuestos a
escuchar la suave brisa: los exhorta a salir, a regresar al mundo, a ser
testigos del amor de Dios por el hombre, para que el mundo crea…
Con este espíritu, hace precisamente un año, en esta misma plaza,
invocábamos al Espíritu Santo pidiéndole que los Padres sinodales –al
poner atención en el tema de la familia– supieran escuchar y
confrontarse teniendo fija la mirada en Jesús, Palabra última del Padre y
criterio de interpretación de la realidad.
Esta noche, nuestra oración no puede ser diferente. Pues, como
recordaba el Patriarca Atenágoras, sin el Espíritu Santo, Dios resulta
lejano, Cristo permanece en el pasado, la Iglesia se convierte en una
simple organización, la autoridad se transforma en dominio, la misión en
propaganda, el culto en evocación y el actuar de los cristianos en una
moral de esclavos.
Oremos, pues, para que el Sínodo que se abre mañana sepa reorientar
la experiencia conyugal y familiar hacia una imagen plena del hombre;
que sepa reconocer, valorizar y proponer todo lo bello, bueno y santo
que hay en ella; abrazar las situaciones de vulnerabilidad que la ponen a
prueba: la pobreza, la guerra, la enfermedad, el luto, las relaciones
laceradas y deshilachadas de las que brotan dificultades, resentimientos
y rupturas; que recuerde a estas familias, y a todas las familias, que
el Evangelio sigue siendo la «buena noticia» desde la que se puede
comenzar de nuevo. Que los Padres sepan sacar del tesoro de la tradición
viva palabras de consuelo y orientaciones esperanzadoras para las
familias, que están llamadas en este tiempo a construir el futuro de la
comunidad eclesial y de la ciudad del hombre.
Cada familia es siempre una luz, por más débil que sea, en medio de la oscuridad del mundo.
La andadura misma de Jesús entre los hombres toma forma en el seno de
una familia, en la cual permaneció treinta años. Una familia como
tantas otras, asentada en una aldea insignificante de la periferia del
Imperio.
Charles de Foucauld intuyó, quizás como pocos, el alcance de la
espiritualidad que emana de Nazaret. Este gran explorador abandonó muy
pronto la carrera militar fascinado por el misterio de la Sagrada
Familia, por la relación cotidiana de Jesús con sus padres y sus
vecinos, por el trabajo silencioso, por la oración humilde. Contemplando
a la Familia de Nazaret, el hermano Charles se percató de la
esterilidad del afán por las riquezas y el poder; con el apostolado de
la bondad se hizo todo para todos; atraído por la vida eremítica,
entendió que no se crece en el amor de Dios evitando la servidumbre de
las relaciones humanas, porque amando a los otros es como se aprende a
amar a Dios; inclinándose al prójimo es como nos elevamos hacia Dios. A
través de la cercanía fraterna y solidaria a los más pobres y
abandonados entendió que, a fin de cuentas, son precisamente ellos los
que nos evangelizan, ayudándonos a crecer en humanidad.
Para entender hoy a la familia, entremos también nosotros –como
Charles de Foucauld– en el misterio de la Familia de Nazaret, en su vida
escondida, cotidiana y ordinaria, como es la vida de la mayor parte de
nuestras familias, con sus penas y sus sencillas alegrías; vida
entretejida de paciencia serena en las contrariedades, de respeto por la
situación de cada uno, de esa humildad que libera y florece en el
servicio; vida de fraternidad que brota del sentirse parte de un único
cuerpo.
La familia es lugar de santidad evangélica, llevada a cabo en las
condiciones más ordinarias. En ella se respira la memoria de las
generaciones y se ahondan las raíces que permiten ir más lejos. Es el
lugar de discernimiento, donde se nos educa para descubrir el plan de
Dios para nuestra vida y saber acogerlo con confianza. La familia es
lugar de gratuidad, de presencia discreta, fraterna, solidaria, que nos
enseña a salir de nosotros mismos para acoger al otro, a perdonar y ser
perdonados.
Volvamos a Nazaret para que sea un Sínodo que, más que hablar sobre
la familia, sepa aprender de ella, en la disponibilidad a reconocer
siempre su dignidad, su consistencia y su valor, no obstante las muchas
penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar.
En la «Galilea de los gentiles» de nuestro tiempo encontraremos de
nuevo la consistencia de una Iglesia que es madre, capaz de engendrar la
vida y atenta a comunicar continuamente la vida, a acompañar con
dedicación, ternura y fuerza moral. Porque si no somos capaces de unir
la compasión a la justicia, terminamos siendo seres inútilmente severos y
profundamente injustos.
Una Iglesia que es familia sabe presentarse con la proximidad y el
amor de un padre, que vive la responsabilidad del custodio, que protege
sin reemplazar, que corrige sin humillar, que educa con el ejemplo y la
paciencia. A veces, con el simple silencio de una espera orante y
abierta.
Una Iglesia sobre todo de hijos, que se reconocen hermanos, nunca
llega a considerar al otro sólo como un peso, un problema, un coste, una
preocupación o un riesgo: el otro es esencialmente un don, que sigue
siéndolo aunque recorra caminos diferentes.
La Iglesia es una casa abierta, lejos de grandezas exteriores,
acogedora en el estilo sobrio de sus miembros y, precisamente por ello,
accesible a la esperanza de paz que hay dentro de cada hombre, incluidos
aquellos que –probados por la vida– tienen el corazón lacerado y
dolorido.
Esta Iglesia puede verdaderamente iluminar la noche del hombre,
indicarle con credibilidad la meta y compartir su camino, sencillamente
porque ella es la primera que vive la experiencia de ser incesantemente
renovada en el corazón misericordioso del Padre.
Estamos en familia. Y cuando uno está en familia se siente en casa.
Gracias familias a ustedes familias cubanas, gracias cubanos por hacerme
sentir todos estos días en familia, por hacerme sentir en casa. Gracias
por todo esto. Este encuentro con ustedes viene a ser como «la frutilla
de la torta». Terminar mi visita viviendo este encuentro en familia es
un motivo para dar gracias a Dios por el «calor» que brota de gente que
sabe recibir, que sabe acoger, que sabe hacer sentir en casa. Gracias a
todos los cubanos.
Agradezco a Mons. Dionisio García, Arzobispo de Santiago, el saludo
que me ha dirigido en nombre de todos y al matrimonio que ha tenido la
valentía de compartir con todos nosotros sus anhelos y esfuerzos por
vivir el hogar como una «iglesia doméstica».
El Evangelio de Juan nos presenta como primer acontecimiento público
de Jesús las Bodas de Caná, en la fiesta de una familia. Ahí está con
María su madre y algunos de sus discípulos compartiendo la fiesta
familiar.
Las bodas son momentos especiales en la vida de muchos. Para los «más
veteranos», padres, abuelos, es una oportunidad para recoger el fruto
de la siembra. Da alegría al alma ver a los hijos crecer y que puedan
formar su hogar. Es la oportunidad de ver, por un instante, que todo por
lo que se ha luchado valió la pena. Acompañar a los hijos, sostenerlos,
estimularlos para que puedan animarse a construir sus vidas, a formar
sus familias, es un gran desafío para todos los padres. A su vez, la
alegría de los jóvenes esposos. Todo un futuro que comienza, todo tiene
«sabor» a casa nueva, a esperanza. En las bodas, siempre se une el
pasado que heredamos y el futuro que nos espera. Hay memoria y
esperanza. Siempre se abre la oportunidad para agradecer todo lo que nos
permitió llegar hasta el hoy con el mismo amor que hemos recibido.
Y Jesús comienza su vida pública precisamente en una boda. Se
introduce en esa historia de siembras y cosechas, de sueños y búsquedas,
de esfuerzos y compromisos, de arduos trabajos que araron la tierra
para que ésta dé su fruto. Jesús comienza su vida en el interior de una
familia, en el seno de un hogar. Y es en el seno de nuestros hogares
donde continuamente Él se sigue introduciendo, Él sigue siendo parte. Le
gusta meterse en la familia.
Es interesante observar cómo Jesús se manifiesta también en las
comidas, en las cenas. Comer con diferentes personas, visitar diferentes
casas fue un lugar privilegiado por Jesús para dar a conocer el
proyecto de Dios. Él va a la casa de sus amigos –Marta y María–, pero no
es selectivo, no le importa si hay publicanos o pecadores, como Zaqueo.
Va a la casa de Zaqueo. No sólo Él actuaba así, sino cuando envió a sus
discípulos a anunciar la buena noticia del Reino de Dios, les dijo:
«Quédense en la casa que los reciba, coman y beban de los que ellos
tengan» (Lc 10,7). Bodas, visitas a los hogares, cenas, algo de
«especial» tendrán estos momentos en la vida de las personas para que
Jesús elija manifestarse allí.
Recuerdo en mi diócesis anterior que muchas familias me comentaban
que el único momento que tenían para estar juntos era normalmente en la
cena, a la noche, cuando se volvía de trabajar, donde los más chicos
terminaban la tarea de la escuela. Era un momento especial de vida
familiar. Se comentaba el día, lo que cada uno había hecho, se ordenaba
el hogar, se acomodaba la ropa, se organizaban tareas fundamentales para
los demás días, los chicos se peleaban, pero era el momento. Son
momentos en los que uno llega también cansado y alguna que otra
discusión, alguna que otra «pelea» aparece, pero no hay que tenerla
miedo. Yo tengo miedo a los matrimonios que nunca tuvieron una
discusión, raro, es raro. . Jesús elije estos momentos para mostrarnos
el amor de Dios, Jesús elije estos espacios para entrar en nuestras
casas y ayudarnos a descubrir el Espíritu vivo y actuando en nuestras
cosas cotidianas. Es en casa donde aprendemos la fraternidad, la
solidaridad, donde aprendemos a no ser avasalladores. Es en casa donde
aprendemos a recibir y a agradecer la vida como una bendición y que cada
uno necesita a los demás para salir adelante. Es en casa donde
experimentamos el perdón, y estamos continuamente invitados a perdonar, a
dejarnos transformar. Que curioso, en casa no hay lugar para las
«caretas», somos lo que somos y de una u otra manera estamos invitados a
buscar lo mejor para los demás.
Por eso la comunidad cristiana llama a las familias con el nombre de
iglesias domésticas, porque en el calor del hogar es donde la fe empapa
cada rincón, ilumina cada espacio, construye comunidad. Porque en
momentos así es como las personas iban aprendiendo a descubrir el amor
concreto y el amor operante de Dios.
En muchas culturas hoy en día van despareciendo estos espacios, van
desapareciendo estos momentos familiares, poco a poco todo lleva a
separarse, aislarse; escasean momentos en común, para estar juntos, para
estar en familia. Entonces no se sabe esperar, no se sabe pedir permiso
ni perdón, no se sabe dar gracias, porque la casa va quedando vacía, no
de gente, sino vacía de relaciones, vacía de contactos, vacía de
encuentros, de padres, hijos abuelos, nietros, hermanos. Hace poco, una
persona que trabaja conmigo me contaba que su esposa e hijos se habían
ido de vacaciones y él se había quedado solo, porque le tocaba trabajar
esos días. El primer día, la casa estaba toda en silencio, «en paz»,
nada estaba desordenado. Al tercer día, cuando le pregunto cómo estaba,
me dice: quiero que vengan ya todos de vuelta. Sentía que no podía vivir
sin su esposa y sus hijos, y eso es lindo, eso es lindo.
Sin familia, sin el calor de hogar, la vida se vuelve vacía,
comienzan a faltar las redes que nos sostienen en la adversidad, las
redes que nos alimentan en la cotidianidad y motivan la lucha para la
prosperidad. La familia nos salva de dos fenómenos actuales: la
fragmentación (la división) y la masificación. En ambos casos, las
personas se transforman en individuos aislados fáciles de manipular y de
gobernar. Y entonces encontramos en el mundo sociedades divididas,
rotas, separadas o altamente masificadas son consecuencia de la ruptura
de los lazos familiares, cuando se pierden las relaciones que nos
constituyen como personas, que nos enseñan a ser personas. Uno se olvida
de como se dice mamá, papa… se van como olvidando esas relaciones que
son el fundamento del nombre que tenemos.
La familia es escuela de humanidad, que enseña a poner el corazón en
las necesidades de los otros, a estar atento a la vida de los demás.
Cuando vivimos bien en familia, los egoísmo quedan chiquitos, existen
porque todos tenemos algo de egoísta, pero sino se crean esas familias
que podemos llamar así “yo me mí, que no saben de discusiones, de
solidaridad…”
A pesar de tantas dificultades como aquejan hoy a nuestras familias,
no nos olvidemos de algo, por favor: las familias no son un problema,
son principalmente una oportunidad. Una oportunidad que tenemos que
cuidar, proteger, acompañar. Es una manera de decir que son una
bendición. Cuando vos comenzar a vivir la vida como un problema te
estancás, porque estás muy centrado en ti mismo.
Mucho se discute sobre el futuro, sobre qué mundo queremos dejarle a
nuestros hijos, qué sociedad queremos para ellos. Creo que una de las
posibles respuestas se encuentra en mirarlos a ustedes: dejemos un mundo
con familias, es la mejor herencia, dejemos un mundo con familias. Es
cierto, no existe la familia perfecta, no existen esposos perfectos,
padres perfectos ni hijos perfectos, ni suegra perfecta, pero eso no
impide que no sean la respuesta para el mañana. Dios nos estimula al
amor y el amor siempre se compromete con las personas que ama, el amor
siempre se compromete con las personas que ama. Por eso, cuidemos a
nuestras familias, verdaderas escuelas del mañana. Cuidemos a nuestras
familias, verdaderos espacios de libertad. Cuidemos a nuestras familias,
verdaderos centros de humanidad.
Y aquí me viene una imagen cuando en las audiencias de los miércoles
paso a saludar a la gente, tantas, tantas mujeres me muestran la panza y
me dicen “¿Padre me lo bendice?”, le voy a proponer algo, a todas
aquellas mujeres que están embarazadas de esperanza que en este momento
se toquen la panza, o las que están escuchando por radio o por
televisión, y yo a cada una de ellas y a cada niño le doy la bendición, y
deseo que venga sanito, que crezca bien, que lo pueda criar bien, que
lo acaricien”.
No quiero terminar sin hacer mención a la Eucaristía. Se habrán dado
cuenta que Jesús quiere utilizar como espacio de su memorial, una cena.
Elige como espacio de su presencia entre nosotros un momento concreto en
la vida familiar. Un momento vivido y entendible por todos, la cena.
Y la Eucaristía es la cena de la familia de Jesús, que a lo largo y
ancho de la tierra se reúne para escuchar su Palabra y alimentarse con
su Cuerpo. Jesús es el Pan de Vida de nuestras familias, Él quiere estar
siempre presente alimentándonos con su amor, sosteniéndonos con su fe,
ayudándonos a caminar con su esperanza, para que en todas las
circunstancias podamos experimentar que es el verdadero Pan del cielo.
En unos días participaré junto a familias del mundo en el Encuentro
Mundial de las Familias y en menos de un mes en el Sínodo de Obispos,
que tiene como tema la Familia. Los invito a rezar, les pido por favor
que recen por estas dos instancias, para que sepamos entre todos
ayudarnos a cuidar la familia, para que sepamos seguir descubriendo al
Emmanuel, es decir al Dios que vive en medio de su Pueblo haciendo de
cada familia y de todas las familias su hogar. Cuento con la oración de
ustedes.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta es nuestra reflexión conclusiva sobre el tema del matrimonio y
de la familia. Estamos en las vísperas de eventos bellos y que requieren
empeño y compromiso que están directamente relacionados con este gran
tema: el Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia y el Sínodo de
los Obispos aquí en Roma. Ambos tienen un respiro mundial, que
corresponde a la dimensión universal del cristianismo, pero también al alcance universal de esta comunidad humana fundamental e insustituible que es la familia.
El actual pasaje de civilización aparece marcado por los efectos a
largo plazo de una sociedad administrada por la tecnocracia económica.
La subordinación de la ética a la lógica de la ganancia tiene grandes
recursos y de apoyo mediático enorme. En este escenario, una nueva alianza del hombre y de la mujer se convierte no solo en necesaria sino también en estratégica por la emancipación de los pueblos de la colonización del dinero.
Esta alianza ¡debe volver a orientar la política, la economía y la
convivencia civil! Esta decide la habitabilidad de la tierra, la
transmisión del sentimiento de la vida, los vínculos de la memoria y de
la esperanza.
De esta alianza, la comunidad conyugal-familiar del hombre y de la
mujer es la gramática generativa, el “nudo de oro” podemos decir. La fe
la recoge de la sabiduría de la creación de Dios: que ha confiado a la
familia, no el cuidado de una intimidad en sí misma, sino con el
emocionante proyecto de hacer “doméstico” el mundo. La familia está al
inicio, a la base de esta cultura mundial que nos salva; nos salva de
tantos, tantos ataques, tantas destrucciones, de tantas colonizaciones,
como aquella del dinero o como aquellas ideologías que amenazan tanto el
mundo. La familia es la base para defenderse.
Precisamente de la Palabra bíblica de la creación hemos tomado
nuestra inspiración fundamental, en nuestras breves meditaciones de los
miércoles sobre la familia. A esta Palabra podemos y debemos nuevamente
recoger con amplitud y profundidad. Es un gran trabajo, aquel que nos
espera, pero también es muy entusiasmante. La creación de Dios no es una
simple premisa filosófica: ¡es el horizonte universal de la vida y de
la fe! No hay un designio divino diverso de la creación y de su
salvación. Es por la salvación de la creatura -de cada creatura- que
Dios se ha hecho hombre: «por nosotros los hombres y por nuestra
salvación», como dice el Credo. Y Jesús resucitado es el «primogénito de
cada creatura» (Col 1,15).
El mundo creado está confiado al hombre y a la mujer: lo que pasa
entre ellos da la marca a todo. El rechazo de la bendición de Dios llega
fatalmente a un delirio de omnipotencia que arruina cada cosa. Es lo
que llamamos “pecado original”. Y todos venimos al mundo con la herencia
de esta enfermedad.
A pesar de eso, no somos malditos, ni abandonados a nosotros mismos.
La antigua narración del primer amor de Dios por el hombre y la mujer,
¡tenía ya páginas escritas con fuego, al respecto! «Pondré enemistad
entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo» (Gen 3,15a). Son las
palabras que Dios dirige a la serpiente engañadora, encantadora. Con
estas palabras Dios marca a la mujer con una barrera protectora contra
el mal, a la cual ella puede recurrir –si quiere- por cada generación.
Quiere decir que la mujer tiene una secreta y especial bendición,
¡para la defensa de su creatura del Maligno! Como la Mujer del
Apocalipsis, que corre a esconder el hijo del Dragón. Y Dios la protege
(cfr Ap 12,6)
¡Piensen cuál profundidad se abre aquí! Existen muchos lugares
comunes, a veces incluso ofensivos, sobre la mujer tentadora que inspira
el mal. En cambio hay espacio para una teología de la mujer que esté a
la altura de esta bendición de Dios ¡para ella y para la generación!
La misericordiosa protección de Dios hacia el hombre y la mujer,
en cada caso, nunca falta a ambos. ¡No olvidemos esto! El lenguaje
simbólico de la Biblia nos dice que antes de alejarlos del jardín del
Edén, Dios hace al hombre y a la mujer túnicas de piel y los viste (cfr Gen 3,21).
Este gesto de ternura significa que también en las dolorosas
consecuencias de nuestro pecado, Dios no quiere que nos quedemos
desnudos y abandonados a nuestro destino de pecadores. Esta ternura
divina, este cuidado hacia nosotros, la vemos encarnada en Jesús de
Nazaret, Hijo de Dios «nacido de mujer» (Gal 4,4). Y siempre san Pablo dice todavía: «mientras éramos todavía pecadores, Cristo ha muerto por nosotros» (Rom
5,8). Cristo, nacido de mujer, de una mujer. Es la caricia de Dios
sobre nuestras llagas, sobre nuestros errores, sobre nuestros pecados.
Pero Dios nos ama como somos y quiere llevarnos hacia adelante con este
proyecto, y la mujer es la más fuerte que lleva adelante este proyecto.
La promesa que Dios hace al hombre y a la mujer, al inicio de la
historia, incluye todos los seres humanos, hasta el final de la
historia. Si tenemos fe suficiente, las familias de los pueblos de la
tierra se reconocerán en esta bendición. De todos modos, cualquiera que
se deja conmover por esta visión, a cualquier pueblo, nación, religión
pertenezca, se ponga en camino con nosotros. Será nuestro hermano,
nuestra hermana. Sin hacer proselitismo, no… Caminamos juntos, bajo esta
bendición, bajo este objetivo de Dios, de hacernos a todos hermanos en
la vida, en un mundo que va hacia adelante que nace propio de la
familia, de la unión del hombre y de la mujer.
¡Dios les bendiga, familias de cada rincón de la tierra! y ¡Dios les bendiga a todos ustedes!
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta a
Jesús que, en camino hacia Cesarea de Filippo, interroga a los
discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (Mc
8, 27). Ellos respondieron lo que decía la gente: que algunos lo
consideran Juan el Bautista, redivivo, otros Elías o uno de los grandes
Profetas. La gente apreciaba a Jesús, lo consideraba un “enviado de
Dios”, pero no lograba aún reconocerlo como el Mesías, aquel Mesías
preanunciado y esperado por todos. Y Jesús mira a los apóstoles y
pregunta una vez más:
“¿Y ustedes quién dicen que yo soy?”
(v. 29). He aquí la pregunta más importante, con la que Jesús se dirige
directamente a aquellos que lo han seguido, para verificar su fe. Pedro,
en nombre de todos, exclama con pureza: “Tú eres Cristo” (v. 29). Jesús
queda sorprendido por la fe de Pedro, reconoce que ella es fruto de una
gracia, de una gracia especial de Dios Padre. Y entonces revela
abiertamente a los discípulos lo que le espera en Jerusalén, y dice que
“el Hijo del hombre deberá sufrir mucho… ser condenado a muerte y
resucitar después de tres días” (v. 31).
Al escuchar esto, el mismo Pedro, que
acaba de profesar su fe en Jesús como Mesías, se siente escandalizado.
Llama al Maestro y lo regaña. ¿Y cómo reacciona Jesús? A su vez reprende
a Pedro por esto, con palabras muy severas: “¡Retírate, ve detrás de
mí, Satanás!”. ¡Pero le dice ‘Satanás’! “Porque tus pensamientos no son
los de Dios, sino los de los hombres” (v. 33).
Jesús se da cuenta de que en Pedro,
como en los demás discípulos – ¡y también en cada uno de nosotros! – a
la gracia del Padre se opone la tentación del Maligno, que quiere
apartarnos de la voluntad de Dios.
Anunciando que deberá sufrir y ser
condenado a muerte para resucitar después, Jesús quiere hacer comprender
a quienes lo siguen que Él es un Mesías humilde y servidor. Es el
Siervo obediente a la palabra y a la voluntad del Padre, hasta el
sacrificio completo de su propia vida.
Por esto, dirigiéndose a toda la
muchedumbre que estaba allí, declara que quien quiere ser su discípulo
debe aceptar ser siervo, como Él se ha hecho siervo, y advierte: “El que
quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su
cruz y me siga” (v. 35).
Ponerse en el seguimiento de Jesús
significa tomar la propia cruz – todos la tenemos… – para acompañarlo
en su camino, un camino incómodo que no, no es el del éxito, de la
gloria pasajera, sino el que conduce a la verdadera libertad, la que nos
libera del egoísmo y del pecado.
Se trata de realizar un neto rechazo
de aquella mentalidad mundana que pone el propio “yo” y los propios
intereses en el centro de la existencia: y no, ¡eso no es lo que Jesús
quiere de nosotros! En cambio Jesús nos invita a perder la propia vida
por Él, por el Evangelio, para recibirla renovada, realizada, y
auténtica.
Estamos seguros, gracias a Jesús, que
este camino conduce, al final, a la resurrección, a la vida plena y
definitiva con Dios. Decidir seguirlo a Él, a nuestro Maestro y Señor
que se ha hecho Siervo de todos, exige caminar detrás de Él y escucharlo
atentamente en su Palabra – acuérdense: leer todos los días un pasaje
del Evangelio – y en los Sacramentos.
Hay jóvenes aquí, en la plaza: chicos
y chicas. Yo sólo les pregunto: ¿han sentido ganas de seguir a Jesús
más de cerca? Piensen. Recen. Y dejen que el Señor les hable.
Que la Virgen María, que ha seguido a
Jesús hasta el Calvario, nos ayude a purificar siempre nuestra fe de
falsas imágenes de Dios, para adherir plenamente a Cristo y a su
Evangelio.