domingo, 4 de agosto de 2013

Angelus

Queridos hermanos y hermanas,
El pasado domingo estaba en Río de Janeiro. Se concluía la Santa Misa y la Jornada Mundial de la Juventud. Pienso que todos juntos tenemos que dar gracias al Señor por el gran don que ha sido este evento, para el Brasil, para América Latina y para el mundo entero. Ha sido una etapa en la peregrinación de los jóvenes a través de los continentes con la Cruz de Cristo. Nunca tenemos que olvidar que las Jornadas Mundiales de la Juventud no son “fuegos de artificio”, finalizados en sí mismo; son etapas de un largo camino, iniciado en 1985, por iniciativa del Papa Juan Pablo II. Él confió a los jóvenes la Cruz y dijo: vayan y yo iré con ustedes! Y así fue; y esta peregrinación de los jóvenes continuó con el Papa Benedicto, y gracias a Dios también yo he podido vivir esta maravillosa etapa en Brasil. Recordemos siempre: los jóvenes no siguen al Papa, siguen a Jesucristo, llevando su Cruz. Y el Papa los guía y acompaña en este camino de fe y de esperanza. Agradezco por esto a todos los jóvenes que han participado, incluso con sacrificios. Y agradezco al Señor también por los otros encuentros que tuve con los Pastores y el pueblo de aquel gran País que es el Brasil, como también con las autoridades y los voluntarios. El Señor recompense a todos aquellos que han trabajado para esta gran fiesta de la fe.
También quiero subrayar mi gratitud; muchas gracias a los brasileños, buena gente la del Brasil, un pueblo de gran corazón, no me olvido de su calurosa bienvenida, de sus saludos, de sus miradas, tanta alegría, un pueblo generoso, pido al Señor los bendiga tanto.
Quisiera pedirles que recen conmigo para que los jóvenes que han participado en la Jornada Mundial de la Juventud puedan traducir esta experiencia en su camino cotidiano, en los comportamientos de todos los días; y que puedan traducirlo también en elecciones importantes de vida, respondiendo a la llamada personal del Señor. Hoy en la liturgia resuena la palabra provocante de Qoèlet: «Vanidad de vanidades… todo es vanidad» (1,2). Los jóvenes son particularmente sensibles al vacío de significado y de valores que a menudo los circunda. Y lamentablemente pagan las consecuencias. En cambio, el encuentro con Jesús vivo, en su gran familia que es la Iglesia, llena el corazón de alegría, porque lo llena de vida verdadera, de un bien profundo, que no pasa y no se marchita: lo hemos visto en los rostros de los chicos de Río. Pero esta experiencia tiene que afrontar la vanidad cotidiana, el veneno del vacío que se insinúa en nuestra sociedad basada en el beneficio y en el tener, que ilusionan a los jóvenes con el consumismo. El Evangelio de este domingo nos advierte justamente sobre el absurdo de basar la propia felicidad sobre el tener. El rico se dice a sí mismo: “Alma mía, tienes bienes almacenados… descansa, come, bebe y date buena vida. Pero Dios le dice: Necio esta misma noche morirás. Y aquello que has acumulado ¿para quién será?” (cfr Lc 12,19-20).
Queridos hermanos y hermanas la verdadera riqueza es el amor de Dios, compartido con los hermanos. Aquel amor que viene de Dios y hace que nosotros lo compartamos con nosotros; y nos ayudemos entre nosotros. El que hace la experiencia no teme la muerte y recibe la paz del corazón. Confiemos esta intención, esta intención de recibir el amor de Dios y compartirlo con los hermanos, a la intercesión de la Virgen María.

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