domingo, 2 de noviembre de 2014

Homilía 20141102

Cuando en la primera Lectura he sentido esta voz del Ángel que gritó con voz fuerte a los cuatro ángeles a los cuales se les había concedido devastar la Tierra y el Mar, destruir todo: “No devasten la Tierra ni el Mar ni las plantas”, a mí me ha venido a la mente una frase que no está aquí, pero que está en el corazón de todos nosotros: “Los hombres son capaces de hacerlo, mejor que ustedes”. Nosotros somos capaces de devastar la Tierra mejor que los ángeles. Y esto lo estamos haciendo. Esto lo hacemos: devastar la Creación, devastar la vida, devastar la cultura, devastar los valores, devastar la esperanza. Y cuánta necesidad tenemos de la fuerza del Señor para que  nos selle con su amor y con su fuerza para detener esta loca carrera de destrucción. Destrucción de aquello que Él nos ha dado; de las cosas más bellas que Él ha hecho por nosotros, para que nosotros las lleváramos adelante, las hiciéramos crecer, dar frutos.
Cuando en la sacristía miraba las fotografías de hace 71 años, he pensado: “Esto ha sido muy grave, muy doloroso. Pero esto no es nada en comparación con lo que sucede ahora”. El hombre se ha adueñado de todo, se cree Dios, se cree el Rey. Y las guerras, las guerras que continúan, no precisamente sembrando semillas de vida. Para destruir. Pero, es la industria de la destrucción. Es un sistema, también, de vida, que cuando las cosas no se pueden arreglar, se descartan: se descartan los chicos, se descartan los ancianos, se descartan los jóvenes sin trabajo. Esta devastación ha hecho la cultura del descarte. Se descartan los pueblos. Esta es la primera imagen que me ha venido a mí cuando he sentido esta Lectura.
La segunda imagen, en la misma Lectura: esta muchedumbre inmensa, que ninguno podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua … Los pueblos, la gente … Ahora está comenzando a hacer frio : estos pobres, que deben escapar al desierto para salvar la vida, de sus casas, de sus pueblos, de sus villorrios…  y que viven en carpas, sienten el frio, sin medicinas, hambrientos… porque el dios-hombre se ha adueñado  de la Creación, de todo aquello hermoso que Dios ha hecho para nosotros. Y ¿quién paga la fiesta? ¡Ellos! Los pequeños, los pobres, aquellos que personalmente han ido a terminar en el descarte. Y esto no es una historia antigua: sucede hoy. “Pero, Padre, eso pasa lejos …” – También aquí! [En] todas partes. Pasa hoy en día. Diré más: pareciera que esta gente, estos niños hambrientos, enfermos, parece que no contasen, que sean de otra especie, que no sean humanos. Y esta muchedumbre está delante de Dios y pide: “¡Por favor, salvación! ¡Por favor, paz! ¡Por favor, pan! ¡Por favor, trabajo! ¡Por favor, hijos y abuelos! ¡Por favor, jóvenes con la dignidad de poder trabajar!”. Pero los perseguidos, entre ellos, aquellos que son perseguidos por la fe… “Entonces uno de los ancianos se dirigió a mí y dijo: ‘¿Estos quiénes son, vestidos de blanco?’ - ¿quiénes son?, ¿de dónde vienen? – ‘Son aquellos que vienen de la Gran Tribulación y que han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la Sangre del Cordero’”.
Y hoy, sin exagerar, hoy, en el día de Todos los Santos, quisiera que nosotros pensáramos en todos estos, los santos desconocidos. Pecadores como nosotros, peor que nosotros, pero destruidos. A esta tanta de gente que viene de la Gran Tribulación: la mayor parte del mundo está en tribulación. Y el Señor santifica a este pueblo, pecador como nosotros, pero lo santifica con la tribulación.
Y al final, la tercera imagen. Dios. La primera, la devastación; la segunda, las víctimas; la tercera, Dios. Dios: “Nosotros desde ahora somos hijos de Dios”, hemos escuchado en la segunda lectura. “Pero lo que seremos no ha sido todavía revelado. Pero sabemos que cuando Él se habrá manifestado nosotros seremos semejantes a Él, porque lo veremos como Él es”, es decir: la esperanza. Y esto es la bendición del Señor que todavía tenemos: la esperanza. La esperanza que tenga piedad de su pueblo, que tenga piedad de aquellos que están en la Gran Tribulación. También, que tenga piedad de los destructores y se conviertan. Y así, la santidad de la Iglesia va adelante: con esta gente, con nosotros que veremos a Dios como Él es. Y ¿cuál debe ser nuestra actitud, si queremos entrar en este pueblo y caminar hacia el Padre, en este mundo de devastación, en este mundo de guerras, en este mundo de tribulación? Nuestra actitud, lo hemos escuchado en el Evangelio: es la actitud de las Bienaventuranzas. Solamente este camino nos llevará al encuentro con Dios. Solamente este camino nos salvará de la destrucción, de la devastación de la tierra, de la creación, de lo moral, de la historia, de la familia, de todo. Solamente este camino: pero nos hará pasar cosas feas, ¿eh? Nos traerá problemas. Persecuciones. Pero solamente este camino nos llevará adelante. Y así, este pueblo que tanto sufre hoy por el egoísmo de los devastadores, de nuestros hermanos devastadores, este pueblo va adelante con las Bienaventuranzas, con la esperanza de encontrar a Dios, de encontrar cara a cara al Señor, con la esperanza de hacernos santos, en aquel momento del encuentro definitivo con Él.
El Señor nos ayude y nos de la gracia de esta esperanza, pero también la gracia de la valentía para salir de todo aquello que es destrucción, devastación, relativismo de vida, exclusión de los otros, exclusión de los valores, exclusión de todo aquello que el Señor nos ha dado: exclusión de paz. Nos libre de esto, y nos de la gracia de caminar con la esperanza de encontrarnos un día cara a cara con Él. Y esta esperanza hermanos no defrauda.

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