lunes, 16 de febrero de 2015

Angelus 20150215

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos dias! en estos domingos el evangelista Marcos nos está contando la acción de Jesús contra todo tipo de mal, a favor de los sufrientes en el cuerpo y en el espíritu: endemoniados, enfermos, pecadores…  Él se presenta como aquel que combate y vence el mal en cualquiera lo encuentre. En el Evangelio de hoy (cfr Mc 1,40-45) su lucha enfrenta un caso emblemático, porque el enfermo es un leproso. La lepra es una enfermedad contagiosa y despiadada, que desfigura a la persona, y que era símbolo de impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados y advertir de su presencia a los pasantes. Estaba marginado de las comunidades civil y religiosa. Era como un muerto ambulante.
El episodio de la curación del leproso se desarrolla en tres breves pasajes: la invocación del enfermo, la respuesta de Jesús, las consecuencias de la curación prodigiosa.  El leproso suplica a Jesús «de rodillas» y le dice: «si quieres, puedes purificarme» (v. 40). Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión, y compasión es una palabra muy profunda: compasión significa “padecer-con-el otro”. El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel hombre, acercándose a él y tocándolo.  Este detalle es muy importante. Jesús «extendió la mano y lo tocó … y en seguida la lepra desapareció y quedó purificado» (v. 41).
La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no se coloca a una distancia de seguridad y no actúa por poder, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y así precisamente nuestro mal se convierte en el punto del contacto: Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él su humanidad sana y sanadora. Esto ocurre cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos “toca” y nos dona su gracia. En este caso pensamos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.
Una vez más el Evangelio nos muestra qué cosa hace Dios frente a nuestro mal: Dios no viene a “dar una lección” sobre el dolor; tampoco viene a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a llevarlo hasta el fondo, para librarnos de manera radical y definitiva. Así Cristo combate los males y los sufrimientos del mundo: haciéndose cargo de ellos y venciéndolos con la fuerza de la misericordia de Dios.
Hoy, a nosotros, el Evangelio de la curación del leproso nos dice que, si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús, estamos llamados a convertirnos, unidos a Él, en instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación. Para ser “imitadores de Cristo” (cfr 1 Cor 11,1) frente a un pobre o a un enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y de abrazarlo.  A menudo he pedido a las personas que ayudan a los demás, hacerlo mirándolas a los ojos, no tener miedo de tocarlos; que el gesto de ayuda sea también un gesto de comunicación: también nosotros tenemos necesidad de ser acogidos por ellos. Un gesto de ternura, un gesto de compasión … Yo les pregunto: ustedes, cuando ayudan a los demás, ¿los miran a los ojos? ¿Los acogen sin miedo de tocarlos? ¿Los acogen con ternura? Piensen en esto: ¿cómo ayudan, a la distancia o con ternura, con cercanía? Si el mal es contagioso, también lo es el bien. Por lo tanto, es necesario que abunde en nosotros, cada vez más, el bien. Dejémonos contagiar por el bien y  ¡contagiemos el bien!

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