Los
antiguos judíos te preguntaron muchas veces tu nombre, y tú te resistías a
darlo. Nombrar a una persona equivale a conocerla, a encerrarla en un concepto
que la defina. Y Tú, Señor, no puedes ser definido. Eres el que está más allá
de toda palabra humana.
Moisés,
en el Sinaí, volvió a pedir tu nombre, y entonces sí obtuvo una respuesta:
--"Yo
soy el que soy".
¡Yahvé! Con esa palabra sagrada nos dejaste a las
puertas del misterio.
Jesús,
al fin, nos ha revelado tu verdadero nombre: Padre. Así le llamaremos siempre.
Y tú contestarás: "Dime, hijo mío".
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