Tu Encarnación, Señor, no
fue un disfraz ni un maquillaje. Te tomaste en serio nuestra condición terrena.
Fuiste carne y sangre, inteligencia y voluntad humanas. Lloraste con lágrimas
de hombre y aprendiste a reír con cada centímetro de tu piel, como sólo saben
reír los niños. Tu corazón empezó a latir igual que el mío, como un sismógrafo
capaz de medir con precisión la intensidad y el ritmo de tus emociones.
Aprendiste incluso a aprender, porque en este mundo nadie nace sabiéndolo todo.
Tu Madre te enseñó a usar los cubiertos, a lavarte y a peinarte; a ser cortés,
recio, valiente, generoso…
Eras Dios, pero aprendiste a
obedecer como una criatura. Supiste cansarte en el trabajo y te enseñaron a
descansar para rendir más al día siguiente. Hablabas igual que tu padre José.
Sin darte cuenta imitabas sus expresiones sus gestos, su acento galileo…
Fuiste débil, porque fuiste
Hombre. ¡Cuántas veces te vi caer derrengado y dormir en el suelo después de
muchas horas de camino!
Y en el colmo de tu
humanidad, te hiciste mortal. Tu cuerpo, como el mío, traía inscrita bajo la
piel su fecha de caducidad. Por eso pudieron matarte. Semetipsum exinanivit
formam servi accipiens (…) «oboediens usque ad mortem. Así lo dijo San
Pablo: “se anonadó a sí mismo tomando naturaleza de siervo (…) obediente hasta
la muerte.”
Ahora, a la derecha del
Padre, tu cuerpo glorioso resplandece para siempre, vencedor del pecado, de la
muerte y de la corrupción. Pero yo sé ―lo creo firmemente― que también allí, en
el Cielo, Dios tiene un corazón que late como el mío.
Ojala pudiera acompasar mis
latidos a los suyos.
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