Si no hubiese sabido que “no
puedes engañarte ni engañarnos”, como decía el viejo catecismo que yo estudié,
habría pensado que tratabas de confundirnos.
―"Yo estaré con
vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos".
¿Recuerdas? Fueron ésas,
según San Mateo, tus últimas palabras antes de desaparecer entre las nubes. No
te extrañe que nos quedásemos todos boquiabiertos mirando al Cielo. Yo pensaba
que era una broma, que regresarías enseguida. Tuvo que venir un ángel para
desengañarnos.
―"Dentro de poco no me
veréis, y un poco después me volveréis a ver…"
Estábamos cenando en la
víspera de la Pascua
cuando dijiste esas enigmáticas palabras. ¿Cómo no pensar que bromeabas,
que querías jugar con nosotros al escondite antes de llevarnos contigo a la
morada que ibas a preparar?
Lo entendí más tarde, el día
de Pentecostés, cuando tu Espíritu empezó a vivir en el centro de mi alma y en la Iglesia entera; cuando tu
Cuerpo sacramentado llenó los templos del mundo para ser alimento y compañía;
cuando yo mismo te presté mi voz y mis gestos para traerte sobre el altar y
perdonar los pecados; cuando te vi andrajoso, sentado en la puerta de la
iglesia.
Comprendí entonces que estás
lejos y cerca; más allá de las estrellas y tan próximo como el aire me llena
los pulmones y me da la vida. Sé que me preparas una habitación en el Cielo,
pero estoy feliz con la que tengo aquí porque tú estás a mi lado.
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