¡Ha resucitado, sí! Jesús ha
resucitado.
―Pero entonces, ¿por qué no
se incendian las estrellas para celebrar el triunfo de la vida sobre la
muerte? ¿Cómo es posible que aún no suene la gran sinfonía de la
resurrección?
―¡Mares, ríos, montañas,
desiertos, océanos, huracanes todos, reuníos bajo la batuta del
Creador! ¡Pájaros del cielo, borricos, pastores, estrellas de oriente!,
¿por qué os escondéis?
Jesús resucita en silencio
en la noche más triste de la humanidad. Mientras los apóstoles rumian su dolor
y su vergüenza, unas pobres mujeres enamoradas que no tienen miedo a los
soldados ni a la gran piedra que ciega la puerta de la tumba, caminan decididas
para ser los primeros testigos del triunfo de Cristo.
―¿Testigos, las mujeres?
¡Qué patraña! ¿Acaso no sabéis que las mujeres no son aptas para declarar en
juicio? Ni siquiera los tribunales de Roma las escucharán.
Lo dirá el propio Cleofás
unas horas más tarde mientras huye con su compañero camino de Emaús:
―”Algunas mujeres de las
nuestras nos alborotaron, porque fueron muy temprano al sepulcro, y al no
hallar su cuerpo, regresaron diciendo que habían visto visiones de ángeles…
Pero, ya sabes cómo son las mujeres.
Tienen que pasar los días
para que los apóstoles asimilen por completo la verdad; el hecho histórico que
es fundamento de toda nuestra fe. Jesús ha resucitado y ya no volverá a morir.
Han pasado más de veinte
siglos y los cristianos no tenemos un mensaje más grande ni más definitivo que
éste: el Señor vive. Ya no podrán matarlo sus enemigos. Es Eucaristía en el Pan
y en el Vino consagrados; es Palabra en su Palabra proclamada; es Amigo que
escucha y habla si nos dirigimos a Él en la oración; es Pobre entre los pobres
del mundo. Aún resucita muertos, sana enfermos y atraviesa el mar caminando
sobre las olas. Sigue expulsando demonios y curando a los tristes.
Es verdad que hoy, como
entonces, se esconde para no imponer su presencia a los que no quieren verlo.
Pero sigue llamando, buscando amigos, esperando una mirada limpia que pueda
reconocerlo.
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