viernes, 23 de noviembre de 2012

Se hizo hombre

Tu Encarnación, Señor, no fue un disfraz ni un maquillaje. Te tomaste en serio nuestra condición terrena. Fuiste carne y sangre, inteligencia y voluntad humanas. Lloraste con lágrimas de hombre y aprendiste a reír con cada centímetro de tu piel, como sólo saben reír los niños. Tu corazón empezó a latir igual que el mío, como un sismógrafo capaz de medir con precisión la intensidad y el ritmo de tus emociones. Aprendiste incluso a aprender, porque en este mundo nadie nace sabiéndolo todo. Tu Madre te enseñó a usar los cubiertos, a lavarte y a peinarte; a ser cortés, recio, valiente, generoso…
Eras Dios, pero aprendiste a obedecer como una criatura. Supiste cansarte en el trabajo y te enseñaron a descansar para rendir más al día siguiente. Hablabas igual que tu padre José. Sin darte cuenta imitabas sus expresiones sus gestos, su acento galileo…
Fuiste débil, porque fuiste Hombre. ¡Cuántas veces te vi caer derrengado y dormir en el suelo después de muchas horas de camino!
Y en el colmo de tu humanidad, te hiciste mortal. Tu cuerpo, como el mío, traía inscrita bajo la piel su fecha de caducidad. Por eso pudieron matarte. Semetipsum exinanivit formam servi accipiens (…) «oboediens usque ad mortem. Así lo dijo San Pablo: “se anonadó a sí mismo tomando naturaleza de siervo (…) obediente hasta la muerte.”
Ahora, a la derecha del Padre, tu cuerpo glorioso resplandece para siempre, vencedor del pecado, de la muerte y de la corrupción. Pero yo sé ―lo creo firmemente― que también allí, en el Cielo, Dios tiene un corazón que late como el mío.
Ojala pudiera acompasar mis latidos a los suyos.

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