viernes, 14 de diciembre de 2012

El perdón de los pecados

Creo firmemente que existe el pecado, que los hombres somos capaces de ofender al mismo Dios, de “entristecer al Espíritu Santo”, como escribió San Pablo.
Algún teólogo, al considerar este tremendo misterio de iniquidad, afirmó que el hombre es infinitamente poderoso para el mal, no para el bien. Pienso que se equivocaba: el hombre es capaz de ofender a Dios porque también es capaz de amarlo. Dios “siente” nuestras ofensas igual que siente nuestro amor. Tenemos el grandioso poder de tocar el corazón de Dios.
Creo firmemente que el pecado es la mayor herida que el hombre puede provocarse a sí mismo. Y creo que Jesucristo se encarnó para cicatrizar esa herida.
Creo firmemente que cada uno de nuestros pecados, por muy ocultos que parezcan, afectan a la Iglesia entera ―Cuerpo de Cristo― y aun al conjunto de sociedad humana. Las guerras, la violencia, el odio, el terrorismo, nacen del corazón herido del hombre, de todo hombre.
Creo firmemente que el cosmos entero sufre por el pecado del hombre. Y creo que la redención obrada por Jesucristo librará de ese dolor al universo entero.
Yo sé que Jesús no necesitaba lavarnos con agua para limpiar nuestras culpas ni ungirnos con óleo para darnos su Espíritu. Tampoco le era preciso el Pan ácimo de la Pascua ni el vino de la vid para alimentarnos con su Cuerpo y su Sangre.
Sin embargo, para curar los ojos de un ciego, tomo tierra del suelo y la mezcló con su propia saliva. Un  extraño colirio en las manos de Dios. ¿Acaso no podía realizar el milagro con solo desearlo?
Eso son los Sacramentos: el barro que el Señor utiliza para salvarnos y, de paso, para recordarnos que somos tierra y que todos necesitamos la misma humilde medicina.

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