La relación del ser humano con Dios no cancela la
distancia entre Creador y criatura, no elimina cuanto afirma el apóstol Pablo
ante las profundidades de la sabiduría de Dios: «¡Qué insondables sus
decisiones y qué irrastreables sus caminos!» (Rm 11, 33). Pero precisamente
quien —como María— está totalmente abierto a Dios, llega a aceptar el querer divino,
incluso si es misterioso, también si a menudo no corresponde al propio querer y
es una espada que traspasa el alma, como dirá proféticamente el anciano Simeón
a María, en el momento de la presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 35).
El camino de fe de Abrahán comprende el momento de alegría por el don del hijo
Isaac, pero también el momento de la oscuridad, cuando debe subir al monte
Moria para realizar un gesto paradójico: Dios le pide que sacrifique el hijo
que le había dado. En el monte el ángel le ordenó: «No alargues la mano contra
el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no
te has reservado a tu hijo, a tu único hijo» (Gn 22, 12). La plena confianza de
Abrahán en el Dios fiel a las promesas no disminuye incluso cuando su palabra
es misteriosa y difícil, casi imposible, de acoger. Así es para María; su fe
vive la alegría de la
Anunciación, pero pasa también a través de la oscuridad de la
crucifixión del Hijo para poder llegar a la luz de la Resurrección.
Audiencia 20121219
Sic.
Hace 3 horas
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