No es distinto incluso para el camino de fe de cada uno
de nosotros: encontramos momentos de luz, pero hallamos también momentos en los
que Dios parece ausente, su silencio pesa en nuestro corazón y su voluntad no
corresponde a la nuestra, a aquello que nosotros quisiéramos. Pero cuanto más
nos abrimos a Dios, acogemos el don de la fe, ponemos totalmente en Él nuestra
confianza —como Abrahán y como María—, tanto más Él nos hace capaces, con su
presencia, de vivir cada situación de la vida en la paz y en la certeza de su
fidelidad y de su amor. Sin embargo, esto implica salir de uno mismo y de los
propios proyectos para que la
Palabra de Dios sea la lámpara que guíe nuestros pensamientos
y nuestras acciones.
Quisiera detenerme aún sobre un aspecto que surge en los
relatos sobre la Infancia
de Jesús narrados por san Lucas. María y José llevan al hijo a Jerusalén, al
Templo, para presentarlo y consagrarlo al Señor como prescribe la ley de
Moisés: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» (cf. Lc 2, 22-24). Este
gesto de la Sagrada
Familia adquiere un sentido aún más profundo si lo leemos a
la luz de la ciencia evangélica de Jesús con doce años que, tras buscarle
durante tres días, le encuentran en el Templo mientras discutía entre los
maestros. A las palabras llenas de preocupación de María y José: «Hijo, ¿por
qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados», corresponde
la misteriosa respuesta de Jesús: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo
debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 48-49). Es decir, en la propiedad
del Padre, en la casa del Padre, como un hijo. María debe renovar la fe
profunda con la que ha dicho «sí» en la Anunciación; debe aceptar que el verdadero Padre
de Jesús tenga la precedencia; debe saber dejar libre a aquel Hijo que ha
engendrado para que siga su misión. Y el «sí» de María a la voluntad de Dios,
en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el
momento más difícil, el de la
Cruz.
Audiencia 20121219
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