Doce columnas
sostienen a la Iglesia
Santa: son los doce Apóstoles; como los doce hijos
de Jacob, como las doce tribus de Israel, como las doce fuentes de agua que
encontraron en Elim los hijos de Israel, como las doce piedras que puso Elías
en el altar del sacrificio, como las doce puertas de la Jerusalén celestial.
La Iglesia está bien cimentada. No es una organización
democrática; su doctrina no se acuerda por referéndum ni cambia según sople el
viento de las ideologías.
“Yo
estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos”, prometió
Jesús a sus apóstoles, y ellos, conscientes de que su misión superaba los
límites de su propia existencia, transmitieron a otros hombres la plenitud del
sacerdocio y de su misión.
Creo
en los obispos. No en cada uno de ellos, como si gozaran del carisma de la
infalibilidad, sino en el Colegio episcopal que, por institución divina y
en comunión con Pedro, pastorea a la
Iglesia como los primeros doce.
Venero
a mi obispo y rezo todos los días por él, sea quien sea: cuando lo escucho,
sé que escucho a Cristo; si lo despreciara, despreciaría a Cristo y al
Padre, que lo envió.
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