Creo
firmemente que existe el pecado, que los hombres somos capaces de ofender al
mismo Dios, de “entristecer al Espíritu Santo”, como escribió San Pablo.
Algún
teólogo, al considerar este tremendo misterio de iniquidad, afirmó que
el hombre es infinitamente poderoso para el mal, no para el bien. Pienso que se
equivocaba: el hombre es capaz de ofender a Dios porque también es capaz de
amarlo. Dios “siente” nuestras ofensas igual que siente nuestro amor. Tenemos
el grandioso poder de tocar el corazón de Dios.
Creo
firmemente que el pecado es la mayor herida que el hombre puede provocarse a sí
mismo. Y creo que Jesucristo se encarnó para cicatrizar esa herida.
Creo
firmemente que cada uno de nuestros pecados, por muy ocultos que parezcan,
afectan a la Iglesia
entera ―Cuerpo de Cristo― y aun al conjunto de sociedad humana. Las guerras, la
violencia, el odio, el terrorismo, nacen del corazón herido del hombre, de todo
hombre.
Creo
firmemente que el cosmos entero sufre por el pecado del hombre. Y creo que la
redención obrada por Jesucristo librará de ese dolor al universo entero.
Yo
sé que Jesús no necesitaba lavarnos con agua para limpiar nuestras culpas ni
ungirnos con óleo para darnos su Espíritu. Tampoco le era preciso el Pan ácimo
de la Pascua
ni el vino de la vid para alimentarnos con su Cuerpo y su Sangre.
Sin
embargo, para curar los ojos de un ciego, tomo tierra del suelo y la mezcló con
su propia saliva. Un extraño colirio en las manos de Dios. ¿Acaso no
podía realizar el milagro con solo desearlo?
Eso
son los Sacramentos: el barro que el Señor utiliza para salvarnos y, de paso,
para recordarnos que somos tierra y que todos necesitamos la misma humilde
medicina.
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